DEL AMOR AL DESAMOR DE GRISELDA Y FERMÍN
Juana Padilla
¡A mí no me vuelves a ver ni en tiritas cómicas! Fueron las últimas palabras de Griselda antes de emprender su viaje hacia un futuro ciertamente incierto. Había vivido tres años de incesantes faltas de respeto al lado de Robinson, de quien al conocerlo y luego de un largo periodo de noviazgo, creyó una y mil veces ser el amor de su vida, la oportunidad para robarle al destino la felicidad y la estabilidad que desde niña por una u otra situación le había sido negada.
Robinson era un personaje especial, con aires de grandeza y deseos sobrepasando el límite de una conciencia sana. Vivía bajo el lema permanente de: “La plata está hecha, hay que buscarla”. Ese mismo, en diversas ocasiones lo llevó a involucrarse en negocios de dudosa procedencia con el objetivo de obtener el tan anhelado botín. Griselda era su vecina de toda la vida, a quien vio crecer y con quien soñó tener un hogar cuando Dios y el destino se lo permitieran.
Los años pasaron y efectivamente el deseo se cumplió. Griselda se comprometió con Robinson en una relación afectiva que desencadenaría en matrimonio. Posteriormente, inició el calvario de “Grisel”, como la llamaban sus vecinos; golpes, malos tratos y borracheras hicieron que esta mujer, ya siendo madre de un bebé de tres meses de nacido, tomara la firme decisión de escabullirse entre las sombras luego de una gran discusión e irse a vivir a casa de su tía Hermelinda, la cual vivía en el Retoño, un pequeño caserío de ubicación geográfica desconocimiento, no se sabía si pertenecía al departamento de Atlántico o Bolívar.
Al llegar allí, fue recibida por su tía, quien al verla sintió gran emoción y de antemano le dijo que podría quedarse el tiempo deseado. A partir de ese momento se convirtió en un ritual el hecho de sentarse todas las tardes en un chinchorro ubicado dentro de un kiosco de palma en el patio de la tía Herme, para arrullar a su pequeño y de paso contemplar el ocaso del día en un mundo surrealista, estando más allá de sus emociones no planificadas.
Fue justamente en ese espacio donde conoció a Fermín Martínez, hombre reconocido en el caserío por su gran corazón y vocación de servicio. Él estaba comprometido en matrimonio con Sarita Banquéz, con quien tenía un hijo de tres años. En esta época de la historia, la promesa consistía en vivir en unión libre cinco años, luego la pareja consumaría su unión en el altar, suceso que a la larga y en medio de muchas penurias terminaría ocurriendo.
Los pueblos del caribe colombiano tienen una particularidad, los hombres asumen una actitud de extremo galanteo y coquetería ante la presencia de una mujer foránea y como es propio de cada cultura, ¡si hay la oportunidad de enamorar… Se enamora! El caso de Griselda y Fermín no fue la excepción. Pese a todos los obstáculos físicos y morales presentados, sus corazones terminaron encontrándose en ese punto de muy difícil regreso. Un día, cualquiera de manera prudente pero directa, ante el calor del café de las cinco de la tarde, Fermín abrió su corazón para decirle a Griselda los grandes deseos de casarse con ella e irse a otro lugar para empezar una nueva vida, lejos de críticas y posibles señalamientos por lo atípico de la situación.
Ante esta postura, Griselda respondió: “Fermín, mi hijo no tuvo la oportunidad de crecer al lado de su padre, pero tu hijo si tendrá la oportunidad de crecer a tu lado, por eso mi respuesta ante tu propuesta es, no”. Fermín salió por la puerta trasera de la casa de la tía Herme, sin mediar palabra tomó el camino de la plaza hasta llegar a la cantina de Juancho, donde pidió el primer trago de una tanda interminable buscando ahogar las penas y el dolor que desgarraba su enamorado corazón. Varios amigos se unieron a la causa dolorosa de este hombre, quien entre sollozo y sollozo tarareaba una canción de Juancho Roís: “Aunque la gente no quiera, vamos a llegar a viejitos, porque este amor tan bonito no me lo acaba cualquiera”. Con el alba volvió la calma y Griselda no supo más nada de la vida de Fermín; su vida transcurría bajo una calma aparente, aunque su corazón añoraba a Fermín en todo momento. Por esta razón y en la búsqueda desesperada por apaciguar el corazón aceptó los galanteos de Isaías, un joven trabajador y de buenos sentimientos, vivía en la finca Las Margaritas, la cual quedaba a tan solo dos horas del Retoño.
Intentó hacer vida marital con él, incluso se embarcaron en la aventura de ir a trabajar un tiempo a Venezuela con la esperanza de progresar; eso era lo que Isaías creía, aunque el verdadero motivo de Grisel era olvidar a Fermín a como diera lugar. El tiempo pasó y al volver de nuevo al caserío se activaron los afectos, la necesidad de amar al indicado regresó y con esta necesidad llegaron las limitaciones. El desamor hacia Isaías se hizo obvio y el compromiso se dio por terminado.
Contra viento y marea, Fermín logró que Griselda accediera a los amores escondidos, convirtiéndose con el paso del tiempo en públicos; la gente empezó a reconocerlo abiertamente como uno más de los hombres del caserío cuya costumbre consistía en tener dos hogares. Así las cosas, Griselda se aferró mucho más a Fermín, pues sentía la vivencia actual como lo más cercano a la anhelada felicidad. Un domingo por la mañana, Griselda salió al puerto a comprar pescado, le sorprendió ver a un grupo de mujeres que a su paso se reían y murmuraban, no quiso quedarse con la intriga y se acercó para ver cuál era el motivo de esa actitud. Una de ellas en tono burlesco le dijo: “Mija linda, tanto esperar en vano. Allá está Fermín en la Morita con Vanessa”.
Vanessa era sobrina de Ibrahím, quien era matarife y dueño de una de las carnicerías más grandes del caserío. Ella vivía en Barranquilla y tenía fama de alegre y libertina. Como no hay chorro que no termine en gota, Griselda cambió su rumbo hacia donde las mujeres le indicaron el paradero de Fermín; indudablemente allí lo encontró extasiado por los tragos de la noche anterior, sin camisa y recostado en el regazo de Vanessa, quien con los labios pintados de rojo y una sonrisa burlona se dirigió a Griselda diciendo: ¿Qué haces aquí? ¿Quién te invitó? Griselda no le respondió, solo se dirigió a Fermín para decirle: ¡Hoy se te acaba el carnaval! Salió corriendo del lugar sin rumbo fijo, mientras Fermín intentaba incorporarse para seguirla y darle una explicación, situación imposible, ya que Vanessa lo ahogó con un beso quitándole el aliento y de nuevo sucumbió ante sus encantos.
Camino a casa, Griselda compró una botella de ron, llegó a donde Francisca, su amiga de siempre y le contó lo ocurrido. Volvió a la casa donde vivía con Fermín, con una mano bebía y con la otra hacía la maleta. Posteriormente llamó a su hijo quien se había casado y vivía en Barranquilla, para permitirle quedarse con él un tiempo. Este le abrió las puertas de su casa y su corazón.
A los seis meses de estar allí y luego de muchos intentos fallidos, Fermín dejó de insistirle a Griselda para que regresara a su lado. Ella por su parte, conoció a unos vecinos holandeses de su hijo, quienes estaban de avanzada edad y necesitaban con urgencia una dama de compañía. Griselda aceptó el cargo y viajaba periódicamente con ellos. En uno de esos viajes, desde la puerta del avión al despedirse de su hijo, le dijo lo significante de su realidad: “Quien alimenta perro ajeno, pierde el pan y pierde el perro”. Eso lo aprendí junto a Fermín.







(Santa Marta, Colombia. †). Licenciada en Ciencias Sociales con énfasis en Historia. Magister en Educación con énfasis en Gerencia Educativa. En la actualidad es docente de Ciencias Sociales en primaria y bachillerato. Es escritora por vocación, se identifica con el género narrativo en prosa por medio de cuentos, ya que desde allí puede darle vida a sus historias.