CANTALICIO
Irene Tapias
Después de la cena fuimos a sentarnos bajo el olivo de la entrada principal, como lo hacíamos casi todas las noches cuando pasábamos vacaciones en el Edén, a escuchar las historias que nos contaba la bisabuela Magdalena. Aquella era una noche hermosa, engalanada por una luna majestuosa que parecía puesta adrede sobre la casa.
Magdalena acomodó su falda amplia entre las piernas, se reclinó en su butaca preferida y subió a mi hermanita Paulina sobre su pierna derecha; me senté a su lado en una silla pequeña y recosté la cabeza en su pierna izquierda desde donde le miraba la cara y, me perdía en sus palabras. Mientras, Paulina también escuchaba atenta mirando al cielo como contando estrellas y jugueteaba al descuido con un mechón de mi cabello. A mi hermana y a mí nos extasiaban las anécdotas de una juventud que empezó con el siglo XX, transportándonos a un mundo fantástico que era para mí ese pasado, donde la gente no solo se vestía diferente sino que pensaba diferente; donde la palabra de un hombre valía más que sus bienes y, la desobediencia e irrespeto de un hijo, se castigaba con dureza y amor.
Gracias a las historias que nos contaba la bisabuela en las noches de nuestras vacaciones en el Edén, fue que conocí un poco del bisabuelo Calixto, quien siendo músico alegró muchos festines en esta región. Y supe del gran amor que se profesaron, del dolor que le causó la muerte precoz del bisabuelo, de lo difícil que fue para ella asumir su viudez siendo muy joven, enfrentar la vida con cinco hijos y encargarse de la administración del Edén. Esa noche, contándonos cómo conoció, la voz se le llenaba de nostalgia, mientras el viento que venía del mar abanicaba las hojas del olivo y movía sutilmente los rizos de su cabello blanco, como si fuera la mano del bisabuelo la que los estuviera acariciando.
Intempestivamente las vacas en el corral empezaron a mugir y los chivos se inquietaron; el macho de la manada se estrellaba contra la cerca del viejo corral buscando salir. Las gallinas que solían pasar la noche en el guayacán, cacareaban y los gallos cantaron. Aquella no era una manifestación cualquiera, era un festejo, un verdadero canto a la vida. Tío Juan, papá y el abuelo, salieron a inspeccionar el área. Recorrieron palmo a palmo los cuatro costados de la casa. Llena de curiosidad intenté ir detrás de ellos, pero la orden estricta de mi madre me lo impidió; obedeciéndola tomé a mi hermanita de la mano y nos fuimos a la habitación donde traté de quedarme en vigilia para enterarme de lo que sucedía, pero el sueño fue más fuerte que yo.
A la mañana siguiente, en el desayuno, quise saciar mi curiosidad, saber qué había ocurrido la noche anterior, pero Paulina lamiéndose el bigote que le dejó la espuma de la leche, se adelantó y preguntó:
—¿Anoche se metió un ladrón, Abuela? —Ella movió la cabeza en gesto negativo y sonrió.
—Hay una sorpresa, seguro les gustará —dijo mientras se levantaba de la mesa. Nos tomó de las manos y nos llevó al corral donde estaba él, tan chiquito, irradiando tanta ternura.
—Nació anoche —dijo Magdalena que llegaba en el momento.
—¿Dónde está la mamá? —preguntó Paulina.
—Se murió en la madrugada.
Paulina y yo lloramos de tristeza al pensar la suerte del recién nacido sin su madre. Imaginábamos lo triste que serían las noches frías en tan cruel orfandad. Desde ese día, durante el resto de las vacaciones, nosotras cuidábamos del chivo y jugábamos con él como si se tratara de un muñeco, su fragilidad me enternecía.
El fin de las vacaciones siempre me llenaba de nostalgia, aunque teníamos la certeza de volver al Edén una vez terminara el periodo académico. Nos costaba trabajo desprendernos de aquel sitio donde éramos libres y felices. Tener que dejar solo al chivo nos entristecía aún más. Por ello, el día anterior a nuestro regreso al pueblo, le pedimos a nuestros padres que nos dejaran llevarlo a la casa. Al principio se negaron, pero ante la insistencia y los planes de una nueva vida para él en el inmenso solar de nuestra casa, bajo nuestros cuidados y cariño, papá, mamá, los abuelos y la bisabuela, aprobaron la idea.
Cuando llegamos al pueblo lo primero que hicimos, antes de reencontrarnos con los amiguitos de la cuadra y de preparar los útiles para regresar a la escuela, fue mostrarle al nuevo miembro de la familia, el lugar que en adelante sería su hogar y escogerle un nombre. Pensamos en muchos sin que ninguno nos agradara totalmente, hasta que mi papá puso fin al dilema, cuando dijo: ¡Cantalicio! Llámenlo Cantalicio. Paulina levantó la cabeza y apartó de su cara los rizos de su cabellera negra, frunció las cejas, sus ojos grandes y brillantes me miraron, le sonreí y agarrándonos de las manos saltamos gritando: ¡Cantalicio, Cantalicio! Desde entonces, nadie volvió a llamarlo “chivito”.
Con el paso de los días Cantalicio se convirtió en un gran compañero de juegos, sobre todo cuando jugábamos futbol en el solar con nuestros amigos. Corría detrás del balón como si fuera un niño más. Lástima que tiempo después esa pasión de cabecear el balón lo convirtió en un peligro para él mismo, para los demás niños del vecindario e incluso para Paulina y para mí.
Cantalicio fue creciendo sano y hermoso, pero al tiempo le iban saliendo un par de cachos; poco a poco olvidaba su pasión por él futbol y ya no solo cabeceaba pelotas sino que embestía todo lo que se moviera. Sin embargo, era respetuoso y obediente con sus amos y nunca, al menos mientras vivió con nosotros, golpeó a alguien de la familia. Un jueves, a la hora de la cena, mamá nos comunicó la decisión que había tomado papá y ella: Cantalicio se iría de la casa. Según ellos era mejor llevarlo nuevamente al Edén y así evitar una calamidad. Para nosotras la noticia no fue agradable, pero la mirada firme de papá nos indicó que pese a nuestros berrinches, lágrimas y chantajes, Cantalicio se iría sin que nada lo impidiera. Con mucha dulzura mamá nos hizo entender que para él volver al Edén era de algún modo la oportunidad de disfrutar de una libertad, que querámoslo o no, había perdido, pues, aunque el patio de la casa era grande y estaba lleno plantas y árboles, era en sí muy reducido para un chivo como él. Además, vivía solitario. En cambio en el Edén, había una manada esperándolo y un paraíso que conquistar.
La finca era hermosa, un sitio que hacía honor a su nombre, una tierra fecunda donde la naturaleza derramaba su generosidad. En el Edén, la casa estaba ubicada en la cima de una loma. Hacia el norte la vista ofrecía un potrero fastuoso, rodeado de árboles grandes que engalanaban el entorno con gajos de flores de diferentes colores, como compitiendo entre ellos para regalar mayor belleza. Se destacaban el violeta de las flores del roble, la imponencia de unas veraneras que juntas simulaban formar un arcoíris, las acacias y los lluvia-de-oro, con sus flores amarillas daban brillo al paisaje. Un poco en la distancia se divisaba el mar gallardo, haciendo alarde de sus siete colores, en contraste con el cielo azul. Al occidente estaban plantados unos cultivos de yuca, plátano y maíz. Al oriente, había un espeso bosque, al que siempre temí y por eso nunca entré sola en él. Hacia el sur, de un lado estaban los corrales y junto a estos estaban plantados dos mamoncillos y varios guayabos, un poco más adelante había dos viejos árboles de mango. Abajo, la falda de la loma se vestía del rojo hermoso de una multitud de cerezos y se bañaba con el agua cristalina de un arroyuelo que parecía estancarse al pie de la loma pero seguía su recorrido hacia el norte por detrás de ella, para finalmente entregarse al Caribe.
El sábado temprano nos preparamos para viajar con Cantalicio al Edén, el recorrido no fue tan aburrido como sí el viaje de regreso a casa el domingo por la tarde, sin nuestra amada mascota. Desde entonces lo veíamos sólo en vacaciones. Sin embargo, el tiempo fue causando estragos en la memoria de Cantalicio; poco a poco se acostumbró a nuestras prolongadas ausencias y nos fue olvidando, lo que no olvidó fue su costumbre de cabecear cualquier cosa según su antojo. Sus pilatunas le dieron fama en la región, pero las voces que lo acusaban de haber golpeado a fulanito, a zutanito, al perro, al gato, a otros chivos, incluso a los caballos, lo tildaban de peligroso, porque a medida que pasaba el tiempo también crecían sus cachos.
Transcurrido casi año y medio, en unas vacaciones de mitad de año, llegamos al Edén, y “Canta” no estaba cerca de la casa como solía estar. Según nos contó Magdalena, se había cansado de estar solo en los alares de la casa mientras los otros chivos correteaban en manada por los pastizales y potreros. Ya era padre de familia, ahora era el macho alfa de la manada. Una tarde cuando recogíamos cerezas, Paulina, el tío Juan y yo, vimos la manada de chivos; algunos abrevaban en el arroyo, otros comían pasto y una que otra cereza. Divisé a Cantalicio en la distancia, venía subiendo la loma detrás de una chiva coqueta. Llevada por la emoción, corrí feliz a su encuentro gritando su nombre. Hice caso omiso a los gritos de mi tío que me advertían no acercarme a él. Por un momento pensé que me había reconocido y que venía hacia mí como en otros tiempos. Pero cuando lo tuve en frente el movimiento de su pata delantera derecha y la leve inclinación de su cabeza me confirmaron que “Canta” ya no me recordaba, comprendí entonces que era mejor correr hasta la casa para ponerme a salvo.
Ya casi habíamos subido la loma, esta vez él detrás de mí, cuando caí al suelo; ahí probé la fuerza de su cabeza y lo cruel de su fiereza. Como pude me levanté, pero me embistió muy fuerte y rodé cuesta abajo sobre el tapiz de hojas secas y cerezas maduras. Una de las raíces del viejo mamoncillo detuvo mi recorrido. El sonido de un disparo me asustó aún más. El abuelo estaba sentado en el jardín de la casa, limpiando la vieja escopeta que fue del bisabuelo Calixto y, al ver la fiereza con que Cantalicio me agredía, gastó su último tiro para apaciguar su ira y salvarme. Tío Juan me llevaba en brazos hasta la casa, cuando estábamos junto al olivo, a pocos metros vi a “Canta” tendido en el suelo, salté de los brazos de mi tío y corrí hacia Cantalicio nuevamente. Estaba sobre un charco de sangre y sus ojos de chivo explayados.







(Moñitos, Colombia. 1980). Estudió Derecho en la Universidad Pontificia Bolivariana, seccional Montería. Escritora de los géneros: Narrativo y Poesía. Ha publicado en el periódico el Meridiano de Córdoba; la revista Letralia Tierra de Letras de Venezuela; revista Libros & Letras de Colombia; Palabra Abierta (Revista Independiente de Cultura Hispanoamericana, de New York); la Revista Junta Letras; en la antología “Con El Perdón de los Árboles” (2012), publicado por el Ministerio de Cultura de Colombia, a través de Relata (Red Nacional de Talleres Literarios); en la revista cultural Hoja-Lata (2020). Tiene publicado el libro POEMAS AL VACÍO, Editorial UPB, Medellín, 2019. Actualmente dirige el Taller Literario “DAVID SÁNCHEZ JUALIAO” de la Universidad Pontificia Bolivariana, en la seccional de Montería. Conduce el programa radial “Orión”. Forma parte del colectivo literario denominado Cuerpo literario volverán las oscuras golondrinas. Ha participado en varios eventos culturales, entre ellos: El encuentro de mujeres poetas del Caribe.
Querida Irene, ¡qué linda historia!
Nunca imaginé el final de Cantalicio.
Gracias.
Me gusta más la narrativa y me gusta cómo lo haces.
¡UN ABRAZO HASTA MONTERÍA!
Estimada Irene, al leer tu cuento mi imaginación acompañaba cada instante narrado. Hasta sentí el golpe de «Canta». Me puso triste el final, sorpresivo. Muy bien logrado. Felicidades.
La historia de Cantalicio nos reafirma la importancia que los animales crezcan en su habitad. Un cuento lleno de amor y de dolor. ?
Que bella narración. La historia de Cantalicio nos reafirma la importancia que los animales crezcan en su habitad. Una historia llena de mucho amor con un final doloroso?