¿A DÓNDE FUE A PARAR LA BOHEMIA DE LA MACARENA?
Alberto Bejarano
“En el invierno me defendía de la lluvia
y en el verano era una sombra luminosa”
Gonzalo Arango
Hubo un tiempo que fue hermoso… El centro de Bogotá estaba poblado de tertulias permanentes, ambulantes, inesperadas: chicherías, cafés, bares, cantinas y bailaderos. A lo largo del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, la carrera séptima y sus alrededores fueron el lugar de encuentro vital de todas las andanzas de poetas alucinados y musas descarriadas, de mujeres libres y artistas encendidos. Después del 9 de abril de 1948, paulatinamente las gentes se fueron mudando del centro y así nacieron nuevos puntos en el mapa; hacia el norte, La Macarena y Chapinero. ¡Cuántas crónicas, reportajes, cuentos, poemas y novelas podemos leer sobre las bohemias idas, en León de Greiff, Gonzalo Arango, Daniel Samper Pizano, Antonio Morales, R.H Moreno Durán, Mario Rivero…!
Recientemente uno de los sobrevivientes de la bohemia artística de la segunda mitad del siglo XX colombiano, el dramaturgo, director de teatro, novelista bogotano e histórico habitante de La Macarena, Miguel Torres, lo ha plasmado en una magistral novela, titulada, “Breve historia de un amor sin fin”, una rapsodia que recorre los amores contrariados de dos jóvenes de la Bogotá de finales de los años cincuenta:
“Pasé por el Coliseo, el único teatro con silletería reclinable que había en Bogotá, donde funciona desde hace más de veinte años una sala de cine porno. Luego fui a darle una mirada a El Danubio, ahora transformado en una peluquería en cuya vitrina, en vez de las tortas y los bizcochos que tanto le fascinaban a Dina, se exhiben cabezas de icopor con bisoñés, pelucas y postizos de colores chillones. Después comprobé que tampoco queda el menor rastro de El Bacheloz. En esa antigua esquina del amor se levanta una fábrica de cristales y espejos. Será porque todo lo que tiene que ver con Dina a la distancia de los recuerdos sea eso y nada más: espejismos. Por último me detuve ante la tumba de El Cisne: la Torre Colpatria, un rascacielos de cincuenta pisos”.
La bohemia de estudiantes, artistas, intelectuales y activistas políticos era el verdadero telón de fondo de la otrora Atenas sudamericana. En el trasegar de estas historias, el barrio de La Macarena tuvo un rol estelar, en especial entre los años setenta y ochenta. Ahora es un laberinto de fantasmas. Una primera ola de poblamiento del barrio proviene del impulso renovador de arquitectos como Karl Brunner desde los años treinta, alrededor de la construcción de la plaza de Toros, la Biblioteca Nacional y la transformación del Panóptico en Museo Nacional y la inauguración del Bosque Izquierdo.
Una segunda ola de refundación data de finales de los años cincuenta, a juzgar por las fechas de los hidrantes rojos y los registros del agua en las calles, pero sobre todo por las historias de los primeros pintores que se asentaron en el barrio: Édgar Negret, Enrique Grau, Alejandro Obregón, Guillermo Wiedemann, Eduardo Ramirez Villamizar y Fernando Botero… Grau y Negret, cuentas los viejos, instalaron esculturas en sus calles… ¿Dónde estarán ahora?
Una tercera ola se vivió en los años setenta y ochenta, liderada por los nuevos pintores como Luciano Jaramillo (destrozado cruelmente en las memorias de su padre, el historiador Jaime Jaramillo Uribe) y Umberto Giangrandi, quien aún se pasea por el barrio, último sobreviviente. Luego vendrían las Torres del Parque en el año 1970 y de ahí hacia adelante la edad de oro del barrio, hasta fines de los años ochenta. La gente se iba a bailar al Goce pagano original, en la Calle 24 con Carrera 13A, al lado del edificio de Telecom y de ahí desfilaban a pie de madrugada entre los letreros luminosos de los cines de la calle 24, la manzana del cine en Bogotá, los Cinemas, el Embajador, luego el Terraza Pasteur y el Calle Real, para bordear el Planetario o la Biblioteca Nacional hacia La Teja corrida en La Macarena. De ella recuerda Antonio Morales en su crónica en el libro, Fuera Zapato viejo: “entre otros lugares, el hipperío revenido de los años sesenta fundó primero Casa Colombia a donde llegaron influencias bienvenidas como Los gaiteros de San Jacinto y a la rumba bogotana se le sumó el folclor caribeño. Lugo, Andrés y Vieria se dieron la pela de abrir La Teja corrida, que supo hacer una síntesis de folclor y salsa a la cuál aún le tenemos ganas. ¡Qué rumba! En ese lugar hasta aprendió a bailar Óscar Collazos”.
Todo estaba conectado, todo estaba a un paso, a un pasito cañandonga, como cantaban en esos años Jairo Varela y Alexis Lozano en los inicios del grupo Niche que nació, justamente entre el barrio Santa Fé y La Macarena. ¡Pocos se quedaron a vivir en La Macarena! ¡Que dificil tratar de ver en los ojos de los “adultos mayores” de ahora que pasean el perro en pijama a los bailadores, de cañandonga, cuarenta años atrás!
Eran tiempos peligrosos y agitados. Dicen que hasta Bateman y otra gente del M-19 se escondía en las casonas inter-conectadas, como posmoderna orgía salvaje de Las Hinojosas. Entre los años setenta y ochenta todo estaba acá en La Macarena. Artes, salsa, bohemia, revolución, librerías, talleres de fotografía, editoriales, postres de natas, tertulias y amanecederos ruidosos: La teja corrida, la casa Colombia, las librerías La Loma, Gaviotas y Carpediem, el taller La Huella, la droguería Hilton… Se han conservado los postres de natas, la droguería Hilton del señor Patiño, una nueva librería y sus fantasmas. El resto son fantasmas. La Macarena alberga en los pasadizos de su historia, las memorias de grandes artistas e intelectuales y de no pocas anónimas almas que aquí soñaron, lucharon, creyeron, bebieron, fumaron y en su mayoría fueron vencidas.
Sin embargo, no todo el mundo concuerda con esta semblanza que procuro hacer. El guión turístico de Bogotá en 2019 publicado por el Instituto Distrital de turismo[1] habla de esos años en estos lamentables términos:
“Debió ser contrastante la vida y bullicio de la citada calle, riñendo con la fría, taciturna y gris resto de ciudad de Bogotá. En esta cuadra no había horarios, la fiesta podía comenzar en una tarde y terminar al otro día a cualquier hora, tras trasladar la fiesta del interior a la calle, haciendo muestras de bullicio, anarquía y caos… De aquellos tiempos tenemos un amplio legado, pues no solamente se dieron resultados de una debacle permanente, en donde hombres y mujeres se disfrazaban, se pintorreaban y bebían licor incansablemente.”[2]
¿Anarquia y caos?
¿Deblacle permanente?
¿Mujeres disfrazadas y pintorreteadas?
¿Quién habrá escrito semejante encíclica?
¿Algún personero de La Inquisición?
Seguramente quienes escribieron ese guion son los mismos que desprecian la bohemia y quizá algunos viven actualmente en La Macarena y llaman a la policía cuando escuchan música, gente cantando o bailando y reniegan de la peatonalización. Quisieran que las bellas casonas de la Carrera 4A, en especial la de San Anselmo, -como salida de una postal del barrio la condesa de México- fueran monasterios del silencio.
¡Que lejos quedó la bohemia de La Macarena!
En cambio, qué distinta es la imagen de una lejana crónica de 1980, del periodista y “rumbero mayor”, Antonio Morales, legendario habitante de La Macarena: “Entonces todos fueron a dar al «Barrio». Gonzalo Arango y Eduardo Escobar, Santiago García, el acto Latino, los hippies que vivían comiendo queso fresco y asoleándose en Ráquira, los estudiantes de la Universidad Nacional, eternos estudiantes siempre con Artaud en la mochila y Norman Mailer en la mano.”.
Desde los años cincuenta, como hemos dicho, La Macarena fue el refugio de jóvenes pintores del arte moderno colombiano, inmortalizados en las fotos de Hernán Díaz en las escalinatas del Pasaje Mompox y de la Colina de la Deshonra. En los años ochenta fue epicentro de la bohemia revolucionaria y salsera, -las dos cosas iban de la mano-, luego muchos se fueron y otros se volvieron godos, otros llegaron, extranjeros, curiosos y neo-bohemios-chic, y de otros no sabemos. Las Torres del Parque del arquitecto Salmona siguen ahí, vigilando el tiempo, de espaldas al crecimiento desbordado de la urbe, con vista a Monserrate y Guadalupe.
Pero en los últimos años la ciudad se ha ido desclasando y clasificando en otros términos: Zona G, Zona T, Zona M… Hasta marzo pasado La Macarena era un epicentro de sabores y encuentros. De menú internacional, de cafés, de centros de yoga, de galerías de arte, de almacenes de delicatesen y de souvenires, de tiendas orgánicas, de templos de té, de bares, de pubs y de una singular librería, Luvina. Un periodista del New York Times llegó a calificarla como el Soho bogotano. Ahora el paisaje está nublado. Las caras de los que nos quedamos, lo dice todo. Son rasgos cansados, pálidos por el sereno y las nubes de la montaña. La convivencia no ha sido fácil en los edificios. Se escuchan peleas de parejas, gritos, estruendos, platos rotos. No alcanzamos a rastrear los rumorosos silencios de las soledades apabulladas. Unos hacen yoga, pilates y se entrenan para no perder la forma, salen a trotar cuando se puede. Otros, los más raros, hacen mini fiestas de media noche y se escucha una salsa en la misma ventana de un quinto piso. En los postes hay avisos de budistas diciendo “aprovecha el silencio” y hojas sueltas sobre gatos y perros perdidos. Los afiches del pasado están descoloridos, del mismo color del futuro. Los escobitas hacen su ronda cada día, recogiendo la mierda de los perros consentidos y los amos descuidados. Las motos de los policías de la estación de la Quinta, recordada por su actitud valiente el 9 de abril, van a mil, de sur a norte y de norte a sur. Arriba, en la avenida circunvalar, se escucha el ruido de otras motos que hacen piques al amanecer.
¿A dónde fue a parar la bohemia de La Macarena?
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[1] Publicado por la anterior administración distrital, sigue siendo aún, desafortunadamente el actual.
[2] http://www.bogotaturismo.gov.co/sites/default/files/Gui%C3%B3n%20Ruta%20Centro%20Internacional%20-%20La%20Macarena%20-%20La%20Merced.pdf







(Bogotá, Colombia, 1980). Doctor en Filosofía en la Universidad París 8 sobre Roberto Bolaño. Investigador en Literatura comparada en la Maestría de Literatura y Cultura en el Instituto Caro y Cuervo. Profesor universitario en Literatura y Artes en universidades colombianas y en Brasil. Escribe poemas y cuentos cruzados de dos en dos, publicados en revistas, antologías y concursos hispanoamericanos. Ha escrito dos libros de cuentos: Litchis de Madagascar, Ed. El Fin de la Noche, Argentina. Y la jaula se ha vuelto pájaro, Ed. Orbis, Bogotá. Sus publicaciones: “Antología y estudio crítico de la Revista Espiral (1944-1954)”, Sílaba, Medellín, 2018. “Archipiélagos e islas desiertas en clave francófona”, Ed. Universidad Santiago de Cali, 2019. “Ficción e Historia en Roberto Bolaño”, Instituto Caro y Cuervo, 2018. Ganador del Concurso de Relatos Moleskin, España, 2011. Ganador del Concurso Literario Bonaventuriano de Cali, 2011, en la categoría cuento. Finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2013, con un libro sobre Roberto Bolaño. Finalista del Premio de Novela Breve Oscar Wilde 2014, España, con su novela A tientas. Ganador del Concurso de Libro de Poesía, Bogotá, Idartes. 2019.
Soy mexicana, y con este relato tan descriptivo el autor ha logrado mi transportación hacia un país, una ciudad y un barrio desconocidos para mí. Tantos colores, bulla, olores, sabores, han venido mezclados a mi mente.
Lamentablemente el tiempo no se detiene y hay que aprender a adaptarse al cambio inminente que trae consigo «la modernización».
Mis felicitaciones al escritor.
Soy hija de los profesionales de la nacho que compraron en las torres y he vivido en el 904b la mayor parte de mi vida, recuerdo los tiempos del parque de los perros y me entristezco por el candado que ahora lo condena, Tengo casi medio siglo de andar en este territorio y disfruto de los lugares en el sector de los 80 para acá; alcancé a ir a la teja corrida cuando de 14 los mayorcitos me invitaban, esperanza de aprender a bailar, así como ahora lo hago. El cafetín de la deshonra se guarda en mi corazón por lo especial del espacio y de la gente que en el se reunía. hoy visito la chocolatería y de vez en cuando un monapizaso en su nuevo local… música en vivo con el jazz por testigo que no es facil conservar el espacio, epitafio de mi propio café espirituoso «étnica» diagonal a la antigua monapizza por allá en el 2000. tiempos de tiempos que pasan entre campanadas de misa, tiempos de tiempos entre grupo y grupo que nos despierten en jolgorio callejero, aquí seguimos, en la fiesta diversa que fue colgar la bandera en pandemia y caminar juntos a recrear la primera foto entre el planetario y la plaza, feliz como el día, por seguir hoy tan campante, esperando el amarillo del ascensor para criticarlo.
Falté yo en la lista de fantasmas que añoran ños años de libertad que disfrutamos tanto en la Macarena como en el Gozque Izquierdo. Como mecgustsria volver! Rudolf Hommes