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NICUELATOS

Francisco Javier Lozano

Idilio

Esa tarde con andar ansioso cruzó la calle, la miró, estaba ahí y de un brinco quiso acercársele. Intuyó que se había enamorado. Nadie le había revelado qué era el amor, pero algo así debía ser. Estaba embelesado y recordaba cómo había estado su hermana. Como una idiota, pensó y sonrió al tiempo que fruncía el ceño porque no se veía bien ella entonces que ya era experta en lides románticas, peor un novato incapaz de distinguir el amor de cualquier encuentro repentino. Pero el amor es repentino, meditó. Entonces sintió el sonido de las alarmas y vio cómo su primer amor bordeaba la lejanía. Su vida se convirtió en un eterno vaivén meciendo un amor de porcelana que a cada momento sentía estallar contra el suelo. Ese fue su tiempo, la verdad para tanta confusión fue demasiado tiempo. Pero la idiotez es como todo en la vida, se compone de finales, puntos que separan esto de aquello. Nada se acaba para bien ni para mal, simplemente acaba. Entendió eso, pero se olvidó de la cautela y sufrió más de lo necesario por lo que no aprendió nada. La vida corrió por su cauce, a veces respetándolo a veces desviándose, y un tiempo más allá al ver su hermana la recordó en su épico primer amor, llorosa y sin consuelo y brillo en su desbaratada memoria el suyo, igual lloroso, igual desconsolado y concluyo que siendo tan cobardes lo mejor que les pudo pasar fue no haber aprendido nada porque es suficiente conocer los riesgos de vivir para tomarlos, conocer sus desenlaces habría impedido intentar otra vez. Pagó las flores y se dirigió a su cita.

Convergencia

La observaba desde temprano alelado por su presencia, quería acercarse y hacía esfuerzos mayúsculos por lograrlo, pero en la clase de danza que le dio su hermana y la fea de Doris olvidaron enseñarle cómo carajos invitar a una dama. “Cómo hago…” Finalmente los últimos acordes del disco le dieron ánimos, se paró de la silla destartalada que habían sacado para la ocasión y con el rostro nublado de colores cruzó la sala llena de bailarines que se aprestaban a que sonara el siguiente disco. Llegó donde estaba ella, la miró estúpidamente, ya sea por enajenamiento producido por tenerla de frente, por vergüenza producida por los ojos atentos de los demás o porque la fea Doris se burlaba, no tuvo otra forma de mirarla. Y ella lo vio venir, tembló, de alguna manera quería desaparecer de la fiesta y hasta logró divisar la puerta de huida, pero se quedó quieta. Lo vio llegar y ubicarse delante suyo con una cara de baboso que no le conocía. Sintió escalofríos. La fea de Doris se divertía. Como si hubiera estado planeado sonó un bolero. Él le alargó la mano y ella dudo, pero aceptó después de todo. Se quedó esperando que le halara como solía pasar, pero nada. El ambiente diluía las notas de las trompetas que la abrazaron sin piedad alejándola de todo. Medio aturdida se impulsó y fue a quedar cara a cara sin escapatoria alguna. Él la observó extasiado. “Aurora de rosa al amanecer”, suspiró y le pasó el brazo por la espalda. “Nota melosa que gimió el violín”. Con paso cansino, pero acompasado la empezó a dirigir sutilmente, vigilante. “Novelesco insomnio do vivió el amor”. Y al apretarla sintió su cara rosar. “Así eres tu mujer”. A su lado como nunca había estado gozó. “Principio y fin de la ilusión” A su lado por fin y a punto de hablarle. “Así eres tú en mi corazón, así vas tú de inspiración”. Casi desfallece. “Madero de nave que naufragó, piedra rodando sobre sí misma”. Tanto la había esperado y era el momento. “Alma doliente vagando a solas, en playas olas así soy yo”. Y con la angustia del final. “La línea recta que convergió, porque la tuya al final vivió».

Así iniciaron su baile, mientras Bienvenido sonreía, sin despegarse hasta que la fiesta dio fin.

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