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SANTA CRUZ

Juan Manuel Gómez Cotes

Bajo un sofocante calor en el poblado de Santa Cruz, ubicado en el Cabo de la Vela, Alonso de Ojeda y Juan de la Cosa en compañía de sus soldados, han estado planeando durante toda la tarde cómo lograr la ayuda para poder vencer a los habitantes de ese territorio. De la Cosa cree que hacerlo va a estar complicado, porque los nativos están dispuestos a expulsarlos de ese desierto.

Ojeda ha dejado claro que no desea regresar a Santo Domingo, la principal ciudad de los españoles en América y que se encuentra ubicada a miles de millas de allí, en la isla de Haití. Pero el español sabe que el poblado se está quedando sin provisiones, aunque confía en la superioridad de las espadas y armaduras sobre las flechas de sus rivales para que los combates no se prolonguen por mucho tiempo.

Santa Cruz fue construida por los españoles a principios del siglo XV y durante tres décadas sirvió como centro de explotación directa de perlas para la Corona Española, hasta que los nativos decidieron atacarla y expulsar a sus moradores de las playas del Cabo de la Vela.

La guerra comenzó hace dos meses y la lucha ha sido intensa, los feroces combates han dejado muchas bajas para ambos bandos y a pesar del poder de las espadas, el número se está volviendo una ventaja para los nativos que no han dejado tomar aire a Ojeda, de la Cosa y al resto de españoles que llegaron a la Península de La Guajira hace muchos años, cuando pensaban que se trataba de una isla.

En el transcurso de esa tarde, a ambos señores españoles los acompañó José, un indígena Taíno de la isla de Haití, bautizado en la fe católica y sirviente del cartógrafo Juan de la Cosa, huérfano desde la invasión de su isla por parte de los europeos. Es el único de los esclavos taínos que sobrevive porque los demás traídos por los españoles a las costas guajiras murieron por enfermedades, producto del buceo de perlas al que estaban sometidos durante horas y por las flechas del enemigo. Todos los cadáveres de estos fueron quemados en una fosa para evitar la propagación de la peste y después, a pesar de sus fuertes creencias religiosas, también decidieron incinerar los cuerpos de los soldados caídos en combate.

Juan de la Cosa al fin convence a su compañero de intentar una acción rápida en horas de la fría noche para que pudiera escapar por mar mientras él se quedaba defendiendo a la población. Ojeda se negó en un principio por arrogancia, pero dándose cuenta que no tenía otra alternativa, acepta el plan de su compatriota. Emprende la fuga durante las horas nocturnas con algunos de sus hombres y caballos aprovechando una distracción de los guerreros guajiros y logran tomar un barco que estaba anclado en la playa para huir hacia Santo Domingo.

Ojeda, mientras se aleja de las costas guajiras, recuerda todos los años que vivió en este desierto que creyó una isla, todas las perlas que extrajo para sumarlas a la fortuna de su majestad, el Rey de España y las que alcanzó a acumular, a escondidas claro, para su riqueza personal. Todavía no cree que haya tenido que abandonarlo, aún sigue recordando la realidad vivida, los nativos le hicieron resistencia y lo derrotaron.

Esa misma noche, después de la fuga de Ojeda, el cartógrafo de la Cosa, a manera de confidencia le dice a su sirviente José, que siente cerca el final de todo, y luego se dirige a los hombres que permanecen en la población para ordenarles la defensa todo el tiempo necesario hasta la eventual llegada de refuerzos provenientes de Santo Domingo.

A la mañana siguiente, finalmente la población, cuyo nombre lo derivaba de la fecha de su fundación el 3 de mayo, no resiste la arremetida de los guerreros nativos, quienes se aprovechan de la superioridad numérica que tienen ante los españoles y estos caen abatidos ante sus flechas sin sobrevivir ningún soldado.

Juan de la Cosa, mortalmente herido por un par de flechas es auxiliado por su sirviente José, quien lo lleva a un rincón donde el mismo español le pide agonizando, que lo deje morir con una cruz en sus manos y con su espada en la vaina. José logra ver una pequeña cruz que estaba tirada en el suelo y cumple con lo que su amo le ordena como último deseo, él se la coloca en el pecho, además guarda su espada donde corresponde y decide dejarlo solo.

Únicamente José, el esclavo taíno, permanece con vida al esconderse entre unos barriles, pero es encontrado por unos guerreros y observa cómo estos rematan a su amo español, decapitándolo con su propia espada y profanando la cruz improvisada.

Cuando se disponían a matarlo, el jefe guajiro aparece y decide perdonarle la vida por su juventud y porque claramente no era de la raza de los invasores. El jefe procede a incendiar la población no sin antes apartar a los animales que había en el lugar: caballos, asnos, mulas, cabras, ovejas y vacas, los cuales toma como compensación por los daños y perjuicios ocasionados durante la contienda. Estos animales de ahora en adelante simbolizarán las riquezas de los hombres fuertes de la Península de La Guajira.

El jefe toma a José como su prisionero y decide llevárselo a su ranchería, pero ese mismo día, cuando llegan a su destino es dejado en libertad y se le permite quedarse a vivir en la comunidad, durante los próximos meses el taíno se adaptará a la vida de estos hombres. Esta cultura y la de su extinta etnia comparten muchas cosas en común, porque ambas hacen parte de la misma familia de pueblos: Los Arawak. El joven no tendrá ningún problema en aprender su lengua y después de algún tiempo, será uno más de los habitantes de este desierto.

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8 comentarios en «Santa Cruz»

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