A las siete de la mañana de un veinte de abril, llegué a la plaza del mercado en Bazurto. Un grupo creciente de personas se apostaba en la acera de enfrente, pero no le di importancia, en esta ciudad costera y turística son comunes las aglomeraciones por cualquier cosa, el sensacionalismo o la curiosidad nos lleva a convertir en acontecimiento una pequeña alteración de la normalidad. Esperaba hacer mis compras temprano antes que el calor y otros visitantes me causaran dificultades.
En el interior de la plaza, vendedores bulliciosos ofrecían sus productos en graneros o pasillos, mientras en los alrededores había un silencio inusual en un lugar así. A eso de las ocho, continuaba el silencio; extrañada, me asomé a la calle. Había aumentado el número de personas, me inquieté al notar tantos ojos desorbitados, rostros contraídos, cuerpos tensos, las percibí anhelantes con una exaltación que aumentaba por segundos, como a la espera de una señal específica. Censuré a mi imaginación: “¡Ya! Estarán esperando alguna manifestación”, aunque ahora poco interesen las manifestaciones. Suspiré y empecé con mis compras semanales. Llegaron otros clientes pidiendo víveres frescos y baratos, entre bromas, risas, insultos y ruegos.
De pronto, la tranquilidad fue rota por algo así como rugidos. Los de afuera empezaron a entrar en la plaza por diferentes sitios, por decenas, por centenares, multiplicándose incontables cabezas, brazos, manos, piernas, pies. Compradores y vendedores, sorprendidos, nos regamos por todas partes, nos mezclamos con la horda, tropezamos nuestros cuerpos, varios fueron pisoteados, golpeados y heridos en medio de los gritos; otros se refugiaron en rincones o debajo de mostradores. Me aplasté contra una pared, quieta, sobrecogida.
Repentina claridad de lo que estaba sucediendo: recordé las noticias de los últimos días, cuya trascendencia debió pasar inadvertida para todos; asaltantes de las compras a desprevenidos usuarios en las puertas de supermercados; saqueadores de graneros y carnicerías; oportunistas nocturnos robando comida en las casas de familia; no les interesaban joyas, vestidos o electrodomésticos, solo comestibles, muchas veces los engullían en el mismo sitio, dejando cáscaras y empaques vacíos que denotaban su ansia incontrolable como si se estuviera rebasando los límites de la cordura.
Logré subirme al techo de un depósito y me cubrí con sacos vacíos. Algunos invasores tomaron posiciones estratégicas tratando de imponer calma a un ejército desquiciado, listo para iniciar una guerra. Sonó un grito y como si fuera una señal, empezaron a devorar frutas, panes, frituras, cada vez llegaban más arrebatándose los alimentos unos a otros. Se descontrolaron totalmente, daban patadas, codazos y puñetazos a quienes se interponían en el camino, lanzaban alaridos, mordían sus lenguas, mesaban sus cabellos, sangraban, corrían y se tambaleaban. Se apoderaron de cuanto pudiera comerse, cocido o crudo, tanto de estantes, mostradores, refrigeradores y carretas.
Varias personas alcanzaron la salida. Después de la catástrofe, supe que algunas corrían enloquecidas por las calles y otras golpeaban las puertas de las casas buscando auxilio, pero los habitantes de las mismas se atrincheraron, también víctimas del pánico.
Algunos hambrientos caían abaleados por la Policía antes de cruzar la entrada de la plaza. Adentro, el caos ejercía su ley.
Se comieron todo. Ni huesos ni granos escaparon a su ansia. Por las bocas se escurría una mezcla de baba con sangre. En el piso, personas maltratadas y rotas. Alguien levantó la cabeza y dirigió sus ojos hacia donde me hallaba oculta entre los sacos; sentí un dolor agudo atenazar mi estómago, pero no fui descubierta.
Parecieron tranquilizados, lanzaron carcajadas, se sentaron sobre la gente tirada en el suelo; cuando sintieron latir vida, se levantaron como sorprendidos. Los cuerpos en el piso se arrastraron con desesperación. Varios hambrientos se alejaron unos metros, se miraron interrogantes, susurraron. Observaron a los maltrechos, midiéndolos, relamiéndose. Después aullaron como lobos, mostraron los dientes y avanzaron.
Incredulidad y pavor en los ojos de los caídos. Insania en aquellos insaciables como un Apocalipsis. Metí la cabeza entre los sacos, mordí mis dedos para no gemir. Apenas tuve conciencia de los gritos y gruñidos, del crujir de huesos al romperse.
CARMEN VICTORIA MUÑOZ, gracias por la narrativa de esta historia EL DIA DEL HAMBRE, me sentí con sensaciones alucinantes que me tuvieron en vilo todo el tiempo mientras realizaba la lectura. Te felicito por esa forma atrapante de Escribir que se transmite al leer. Espero pronto tener la oportunidad de continuar leyendo tus escritos. Un fuerte abrazo y que la inspiración nunca te abandone para que nos sigas despejando la mente con la magia de tu pluma.