CONTACTO
Carlos García Bonilla
Debía presentarme con traje elegante. Llevé un gabán negro, un pantalón negro, una camisa blanca, una corbata roja de seda y unos botines negros y brillantes. La discoteca quedaba en la zona rosa de Bogotá. Llegué temprano. Había sido invitado por una embajadora que había descubierto que poseía una inusual capacidad muy apreciada en reuniones sociales internacionales y que, por alguna incomprensible razón, la mayoría de diplomáticos no cultivaba: sabía bailar salsa y vallenato.
Apenas entré, encontré a varios conocidos. La embajadora que me invitó se me acercó inmediatamente. Era la anfitriona del evento y ya tenía una agenda establecida para mí. Debía bailar primero con una señora que trabajaba en una embajada europea, luego con una muchacha de una ONG internacional, luego seguía alguien de Naciones Unidas, y así sucesivamente. La anfitriona me administraba eficientemente como un recurso preciado. Yo me sentía un poco gigoló institucional porque ella actuaba casi como mi proxeneta. Decidí asumir el papel y considerarla mi manager. La anfitriona iba anotando las solicitudes en una pequeña agenda de cuero con una bella pluma Cartier, lo recuerdo porque soy aficionado a las plumas y estaba embelesado con esa.
De vez en cuando la anfitriona hacía esperar la lista y me llevaba conocer a alguien que se supone que debía conocer. Tengo la virtud de la mala memoria así que no tengo idea de a quiénes conocí esa noche. Seguro era gente muy importante.
En algún momento, cuando terminé de bailar con una señora rubia de mirada severa y risa explosiva que no paraba de hablar en un inglés con un acento incomprensible, la anfitriona se me acercó para decirme que debía faltar a orden de la lista por una solicitud especial. Se trataba de la esposa de un embajador de un país asiático. Había manifestado su interés por conocer la danza del vallenato, y específicamente en bailar conmigo. Me dijo que, como era esposa de un embajador, me podía dirigir a ella como “Embajadora”.
El Embajador era un tipo joven, delgado, de rostro oriental alargado y gafas. Mostraba una sonrisa excesiva y todo el tiempo hacía comentarios en la conversación que nadie entendía y luego estallaba en carcajadas. Su esposa era una mujer también joven, muy hermosa. Poseía esa belleza asiática que algo tiene de sobrenatural. Ya la había observado antes. Estaba todo el tiempo sentada junto a él con los tobillos cruzados y las manos descansando delicadamente sobre el regazo en actitud atenta. No hablaba nunca y se limitaba a sonreír con delicadeza. Su esposo estaba cada vez más ebrio. Alguien me había comentado que era conocido por beber hasta la inconsciencia en todas las reuniones.
Seguí a la anfitriona hasta la mesa en donde estaban. Fui brevemente presentado en inglés mencionando mi nombre y rango, y mi función actual como encargado de mostrar el baile del vallenato. El Embajador me estrechó la mano y me olvidó inmediatamente, dedicado a servirse otro trago. Yo saludé con una inclinación de cabeza a la Embajadora. Ella me miró sosteniendo la misma delicada sonrisa y se levantó. Su largo vestido azul rimaba con su belleza. La anfitriona se puso a hablar con ella mientras caminaban hasta la pista de baile. Vi que la joven Embajadora inclinaba su cabeza tratando de escuchar a la anfitriona y, un par de veces, me miraba rápidamente mientras yo las seguía.
En la pista, la anfitriona se despidió entre sonrisas. Yo no sabía cómo proceder en ese breve intervalo en el que esperábamos a que empezara una nueva canción. Cuando empezó a sonar “Nació mi poesía” de Jorge Oñate, estiré mi brazo izquierdo como si fuera a bailar vals, porque sé que la gente suele creer que así se baila todo. La Embajadora hizo lo mismo y posó su mano derecha sobre mi mano izquierda. La vi sonrojarse discretamente. Me acerqué y la tomé por la cintura. En eso momento ella dejó exclamar un pequeño quejido que no dejó de asustarme. Inmediatamente se sonrojó hasta niveles inimaginables para alguien tan pálido. Yo decidí seguir adelante.
Consideré que sería absurdo intentar forzar el ritmo vallenato en alguien que probablemente apenas tenía sentido del ritmo. Desplacé con cuidado el peso de mi cuerpo a la izquierda y ella me siguió. Empezamos a bailar un vals en medio del vallenato. Una de los secretos de saber bailar, al menos de bailar como a mí me gusta, consiste en saber seguir los movimientos del otro con tanta precisión que crea que está siguiendo los nuestros, en anticipar el cuerpo del otro para hacerle sentir que hay una comunicación, un lenguaje en el movimiento.
Era evidente que la situación era tensa para la Embajadora. Su posición erguida no era del todo natural y sentía la rigidez de sus movimientos. Imaginé lo extraño que debe ser para alguien de su cultura entrar en un contacto físico tan cercano con un desconocido. Poco a poco empezó a soltar su cuerpo. Sentí que se relajaba un poco. Todo el tiempo me miraba al pecho, probablemente para evitar mi mirada. Entonces empezó el misterio.
La Embajadora empezó a acariciar mi mano con una lentitud infinitesimal. Su gesto tenía una delicadeza exquisita, casi incomprensible. El contacto de sus dedos sobre mi mano no me transmitía deseo o lascivia (como ya me había pasado en un par de ocasiones en esa noche). No lograba descifrarlo. Ella levantó su rostro y miró nuestras manos. Pensé que en su mirada leería su intención, pero fue todo lo contrario. Miraba nuestras manos con una expresión de asombro que yo no entendía.
Me embargó la confusión. Suelo ser bueno para leer lenguajes corporales, pero no sabía qué estaba pasando. Empecé a barajar diferentes posibilidades mientras seguíamos nuestro lento vals imaginario. Pensé en que todos somos humanos y todos los humanos somos esencialmente iguales en nuestros instintos. El lenguaje del cuerpo suele mostrar esos instintitos con mucha mayor claridad que los arabescos del lenguaje hablado y escrito, el cual se usa más para encubrir que para decir.
Yo empecé a mover lentamente mi mano siguiendo la de ella. Con tanto cuidado como si acariciara un colibrí en un bosque nublado. Temía espantarla, pero ella no se alteró con mi movimiento. En un giro, ella se adelantó y nuestros cuerpos quedaron juntos por un momento. Sentí que su cuerpo se crispaba. Sus dedos asieron con fuerza los míos. Pasó del rubor a una palidez inhumana. Entonces me miró a los ojos.
No había rastro de coquetería ni malicia ni deseo en ellos. Al menos no que yo pudiese leer. Su mirada era límpida y atónita. Parecía la mirada de una niña que acaba de descubrir algo, parecía la mirada de alguien que no sabe lo que está pasando. Me miró sin sombra de vergüenza, con una curiosidad inescrutable. Volvió a mirar nuestras manos.
No dejó un momento de mover sus dedos entre los míos, de recorrer mi palma y el dorso de mi mano. Recordé ese primer contacto de las manos de los amantes, ese contacto de los novios que no saben cómo tocarse y ansían desesperadamente reconocer la piel del otro. Ese juego de recorrer una y otra vez la mano del otro para empezar a formular las primeras y silenciosas palabras del inexpresable lenguaje de la piel y el movimiento.
Pensé que me estaba haciendo ideas equivocadas, que estaba malinterpretando su lenguaje; que, así como existen diferentes idiomas para diferentes culturas, también deben existir diferentes significados en el idioma de los cuerpos para alguien que proviene de una cultura tan diferente a la mía. Dejé de mover mi mano y le permití que siguiera explorándola con la suya.
Volvió a mirarme. Noté extrañeza en su mirada. ¿Sería porque dejé de acariciar su mano con la mía? ¿Sería porque lo había hecho? Decidí aventurar una respuesta en ese lenguaje y volvía a acariciar su mano, son suavidad, pero con explícita deliberación. Para mi sorpresa, en lugar del crispamiento que esperaba, encontré que se relajaba de nuevo y volvía a mirar nuestras manos.
Me sentía cada vez más confundido. Mil conjeturas diferentes pasaban por mi mente. No sabía si sentirme seducido, si sentirme explorado como sujeto de un experimento, si ese era simplemente el comportamiento usual en un baile para ella, si era una insinuación sutil o descarada, si era todo un laberíntico malentendido del que no podría salir bien. Me sentía ante el equivalente corporal de un jeroglífico o un criptograma.
Decidí dejar de intentar entender. Tomé aire y, usando mi mano derecha en torno a su cintura, la acerqué a mí. Ella volvió a soltar un breve quejido y de nuevo estaba roja. Me miró y noté alarma en sus ojos. Sin embargo, no se retiró y siguió bailando. Ahora sentía cómo se tocaban nuestros muslos, lentamente, con esa nitidez de los cuerpos que es inobjetable. Yo no sabía si ella seguía bailando porque le gustaba, o en realidad le disgustaba y lo hacía por cortesía; pero tenía cada vez más la impresión de que estaba más allá de gustos o disgustos. Sentía que ella seguía por una simple y pura curiosidad que parecía mucho tiempo guardada.
La canción terminó. Cesó la música y nosotros continuamos bailando un poco más, siguiendo un par de compases de nuestro vals imaginario. Nos quedamos quietos a la vez y ella me seguía mirando sin despegarse de mí. Temí que fuera a besarme, temí que yo fuera besarla, temí que no nos besáramos y debiéramos hacerlo.
En ese momento se acercó la anfitriona y nos preguntó cómo nos había ido. La Embajadora dio un paso atrás y sonrió. Me miró a los ojos y se inclinó levemente. Luego regresó a su mesa sin volver a mirarme.







Ni costeño ni cachaco ni caleño ni guajiro; ni alto ni bajito ni gordo ni flaquito; ni joven ni viejo; ni diplomático ni poeta ni músico ni emprendedor ni ajedrecista ni ingeniero. Escribe a cada rato y se inventó la Torre del Silencio. No es un escritor serio, se ríe mucho. Se la pasa jugando con palabras por lo que difícilmente podría decirse que se circunscribe a alguna corriente o escuela.
Que bacano. Ese cuento habla de una de las cosas que nos separan del resto de Los Guajiro es nuestra pasión por el baile. Excelente.