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PENISLA

Ángel Roys Mejía

El ingeniero Mendoza bajó del avión sintiendo de inmediato el golpe del Nordeste que lo aterrizó en la capital de Penisla. La caricia del viento arrancó unas hebras de cabello de su frente que se posaron en el mamotreto de documentos que traía en su portafolio de mano. Regresaba luego de diez semanas enclaustrado en un módulo intensivo de formación al que lo había enviado la empresa explotadora de Piedra Negra para la que trabajaba hace ya veinte años. 

La Piedra Negra era un mineral que ocupaba la mitad de la península, que era utilizado para generar energía y se había convertido en el motor de economías desconocidas ubicadas al otro lado del océano. Mendoza era una eminencia en su conocimiento y aprovechamiento, por eso la empresa confiaba siempre en su criterio para los laboratorios de científicos que se hacían por todo el mundo con el objeto de mantener su calidad y perpetuar el negocio de su uso. Sus orgullosos hijos lo esperaban observando desde la ventana alta del Aeropuerto Padilla junto a su mujer, asediada por la mirada lasciva de pasajeros y transeúntes; mientras ella gozaba en silencio sintiéndose apreciada. El Ingeniero se fundió en un emotivo abrazo con su familia en el único gesto de afecto que se permitió antes de sucumbir a las juntas y reuniones que lo esperaban en el campamento, más que el trabajo, ya el polvillo empezaba a incubar en él.

La empresa gringa Black Stone Co. había negociado con el Estado la explotación de las minas de Penisla desde antes de haber sido descubiertas por el ministerio y poco a poco se habían ido apoderando de la mitad del territorio, arrinconando a las comunidades, reubicando poblaciones enteras y repoblando otras ya existentes. Todo pactado con el gobierno a cambio de modestas compensaciones que nunca alcanzaron para mitigar la epidemia de hambre que se instaló en el corazón de la región. Las poblaciones en las mudanzas cargaron con su voluntad y en el camino se fueron perdiendo los santorales, las tradiciones, los secretos escondidos en las casitas de bahareque, las palabras inventadas para descifrar lo inexplicable y hasta los apodos que renovaban la existencia y eran más fuertes que los registros públicos; huían de la memoria colectiva espantados por el desarraigo. En las nuevas casas, todo era ajeno, impropio.  En Melonal, un pueblito nacido sobre la mina de Piedra Negra, vivía la abuela de Mendoza, a quien le fue confiada su crianza, ella le enseñó a persistir y a amar lo propio. El día que murió, en medio de su agonía, cuando intentaron levantar el catre en el que la había postrado la tristeza y la dejadez de sus cien años, sentenció en su último suspiro, que no había cuña que más apretara que la del mismo palo.

La Piedra Negra abundaba en Penisla, pero no se podía comer. El gobierno había decidido además “repartir la mermelada” de las rentas que daba en todo el país, entonces junto al hambre llegó otra epidemia: la del silencio.

La gente evitaba hablar para que no le diera sed. Los políticos empezaron a procesar el miedo de los peninsulares y tomaron la decisión de acaparar el agua con la que en cada elección compraban los votos, hasta cuando se perdió la conciencia de tanto lavarla con la democracia, en cada carrotanque o molino de agua salobre con el que terminaba curtiéndose hasta la voluntad misma.

Sobre la Piedra Negra empezó a levitar la economía del país, pero, mientras el gobierno festejaba la entrada de divisas, en Penisla se confirmaba el proverbio de los chilenos: pueblo de mina, pueblo de ruina. Junto a las epidemias de hambre y silencio, se empezó a apoderar de la gente el mal de la dejadez; la indiferencia se posó como una nube sobre los ojos de los peninsulares, hasta el punto que le dio lo mismo el día que el gobierno hizo efectiva la ley “mermelada” para repartir las compensaciones a las que tenían natural derecho, en otros pueblos con hambre para instaurar el silencio.

Mendoza había perdido la tranquilidad, sentía hambre pero no le provocaba comer. Cada mañana observaba cómo el cabello caía sin remedio y sin contemplación despoblando su frente, atribuyéndole al estrés la debacle capilar. Empezó a pasar las noches en vela, porque luego cerraba los ojos lo asfixiaba una pesadilla sobre una piedra de una tonelada que, al caerle en vez de aplastarlo, lo ahogaba. Empezó a perder interés por sus pasiones, enajenado en un mundo sin afecto; mudo y desaliñado.

Era la dejadez que seguía haciendo estragos y terminó siendo peor que el hambre y el silencio juntos. Las obras impulsadas como “regalos” por la explotación, se hacían a medio acabar y se apoderaba de ellas la suciedad y el abandono. En la capital de Penisla se construyeron diez tanques elevados para almacenamiento de un agua que nunca llegó, terminaron convirtiéndose en un estorbo hasta para el paisaje. Mendoza sin saberlo, entretanto deambulaba con desgano, contagiado.

El Ingeniero, que ya representaba alarma para sus superiores, para quitarse de encima la presión jerárquica de los resultados, se le ocurrió como fórmula para el tedio exhibir en los museos de la región la reconstrucción de un fósil de una serpiente prehistórica gigante hallada en las labores de exploración. La piedra negra se forma con los restos de plantas y animales que habitaron los gigantescos bosques que existieron en Penisla hace sesenta millones de años y sus moléculas aún conservan en su memoria la composición de esos seres del paleoceno cuyos cuerpos contenían abundante agua. Cuando el paseo de la enorme serpiente llegó a la península, el encantamiento duró dos semanas, luego de los cuales hasta los estudiantes de los colegios hacían firmar excusas a los padres con el pretexto de una crisis viral de aburrimiento que les impedía abrir los ojos.

Los trabajadores nativos de la península que la compañía entrenaba como obreros con largos y extenuantes turnos se fueron enfermando con un polvillo que derivaba en una impotencia afectiva, que el vademécum coloquial bautizó como “cuatro por cacho”. Su efecto tan contundente en la familia nuclear y tradicional de la península no fue atajado siquiera por la explosión de iglesias protestantes puestas de moda por los gringos habituados a los salpicones espirituales. Uno de sus síntomas más críticos eran dos hoyuelos de calvicie que aparecían a cada lado de la frente.

Al regreso de este último laboratorio había algo que desbordaba la preocupación de Mendoza y que rompía con el equilibrio de poder, alcanzado por la empresa durante dos décadas. Tenía que ver con otra extraña propiedad de la piedra, algo casi mágico, tan inexplicable que resignaba la misma ciencia.

La naturaleza fue presa de una mutación, el nordeste imperturbable cuando se posaba sobre la Piedra Negra en etapa de su maduración la diluía y la convertía en agua. Cuando este cataclismo empezó a ocurrir las piedras expuestas después de la dinamita, las toneladas trituradas y apiladas y toda aquella que sintiera el beso del nordeste se transfiguraba en agua cristalina y pura. Mendoza y toda su corte de gringos histéricos veían como se fugaba de sus manos el “oro negro” de su imperio y nada de lo intentado por la ciencia podía impedir, lo que los ambientalistas llamaron, un triunfo de la naturaleza.  La explicación la encontró un geólogo revolucionario contratado por el sindicato escamoseado por la eminente amenaza de despidos masivos que se originarían en la empresa por el freno de la producción. En su hipótesis laureada anotaba que por comprensión de los sedimentos y rocas que se depositan encima, la piedra negra por las altas temperaturas a profundidad se evapora como agua y otros gases y cuando el medio se enfría, tocado por el nordeste se precipita en forma acuosa.

Hambre, dejadez, silencio, cacho y olvido fueron haciendo metástasis en el Ingeniero, arrastrando su prestigio. En sus ratos de delirio cerraba los ojos y con el nordeste llegaba como murmullo las voces de la abuela que había perdido la paz desde antes del día de su muerte.

Una noche de luna oculta, Mendoza abandonó el campamento atormentado por la pesadilla subió hasta lo más alto de una roca de Piedra Negra gigante y se tiró en clavado. A la mañana siguiente los compañeros que tomaban el turno de vigilancia notaron en una piscina natural de agua reciclada para uso en riegos, un brillo que encandilaba con los rayos del sol. Eran los dos hoyuelos de la frente de Mendoza que asomaron al flotar su cuerpo inerme.

Los ríos y fuentes de agua recuperaron su cauce acabando con la sequía; poco a poco también con el hambre. Las aves volvieron y se llevaron el silencio. Cuando redescubrieron el agua los peninsulares en medio de la fiesta se bañaron y bebieron de ella como fuente de vida. Y notaron que el agua tenía un extraño sabor, era el gusto de las cosas que duran, cuando la alegría del olvido triunfa sobre la dejadez. Al pasar el tiempo, solo en los libros de historia se podía consultar sobre la Piedra Negra, aquella sobre la que existió alguna vez un imperio.    

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