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EL VIEJO LÁZARO

Juana Padilla

Cuentan los abuelos que por allá en los años cuarenta, cincuenta y principios de los sesenta, las personas vivían en total comunión con el medio ambiente.  Cada familia tenía un cultivo de pocas hectáreas, el cual recibía el nombre de “rosa”. ¡Sí!… como la flor; estaba repartido estratégicamente con maíz, yuca, plátano, limón, patilla, melón, entre otras tantas maravillas heredadas del mundo precolombino. En cada casa había un “zarzo”, lugar privilegiado para almacenar una parte de todo lo que se sembraba en la rosa.

Recuerdo particularmente un personaje de mi pueblo, su nombre era Lázaro y vivía en una inmensa casa de barro, con un enorme techo de zinc; su patio colindaba con el cementerio y la línea divisoria estaba construida con latas de bahareque. Tenía tres hijos de un matrimonio fallido con Aniceta Castañeda, “La mulata de mis amores”. Con ese nombre la recordaba cada vez que se emborrachaba con ñeque en la popular Cuatro Esquinas, que era algo así como el encuentro raro de cuatro locales de esparcimiento en el centro del pueblo, que incluían un billar.

Aniceta fue la tragedia y el dilema de su vida. Un día cualquiera, Lázaro salió de la casa a la rosa y la dejó lavando los trastes del desayuno. Cuando regresó a las cinco de la tarde, solo encontró un papel pegado en la puerta del rancho escrito con una cursiva inventada y una ortografía bastante irregular, pero con un contundente mensaje: “Quiero a Amancio y por eso me voy con él…Ahí te dejo a los pelaos”. Amancio era el vecino quince años menor que ella, que vivía justo frente a la casa de Lázaro, fue la estocada final para la hombría y el corazón de este hombre.

Posteriormente y, por esos azares de la vida, Lázaro conoció a Consuelo Padilla; una mujer blanca, demasiado alta y fornida para ser caribeña, a la que siempre se dirigió como “Doña Consuelo”. Con ella se casó y tuvo dos hijas tan bellas e imponentes como ella; esta mujer era reconocida y admirada por hombres y mujeres de aquel caserío, pues era la única con capacidad para atravesar el Canal del Dique hasta la población de Mahate y Hender, como un “macho”. 

Lázaro, se levantaba con ella a las tres de la mañana para irse a su rosa, ya que entre su pueblo y el lugar de destino había aproximadamente tres horas de camino. Hubo días en que sencillamente estaba cansado y no quería ir a trabajar, entonces esperaba con paciencia el desayuno, el almuerzo y la comida tirado en una hamaca en la inmensidad del patio, acompañado de un puerco de un año que era casi su hijo y del que él mismo refería: “Me quiere más que Doña Consuelo”.

Un Viernes Santo se levantó temprano, cargó su escopeta con pólvora y le dijo a Consuelo: “Espérame aquí, ¡ya vengo”. Voy pa´ la montaña por un conejo, estoy antojao”. Consuelo no moduló palabra alguna en ese momento, aunque posteriormente se dirigiera a su hija mayor para decirle: “Nena, ese vicio de mierda que tiene tu papá de largarse pal monte a cualquier hora me ha puesto nerviosa”. La muchacha respondió con apariencia tranquila y descomplicada: “Déjalo mami, ya tú sabes cómo es papi”.

Camino a su destino, Lázaro se encontró con su amigo Plinio, a quien apodaban “La Caja Negra”; él estaba sentado en la esquina de la iglesia tomándose una botella de ron y al dirigirse a Lázaro le dijo: “Manito, tómate el último conmigo, uno nunca sabe si se vuelva a ver”. Lázaro se regresó, le recibió el trago a su amigo, le dio un golpe cariñoso en la espalda y siguió su camino. Pasó la tarde, la noche y la mañana del Sábado de Gloria, ¡Lázaro no apareció! Alarmada por la situación, Consuelo reunió a sus tres hijos varones para ir en busca de su padre, quien no daba muestras de vida. Efraín, Edgardo y Basilio (Así se llamaban los hijos de Lázaro) se adentraron en la montaña en busca del viejo, como cariñosamente le llamaban; daban voces por donde pasaban y la respuesta se concentraba en un total y absoluto silencio que helaba la sangre y les hacía temer lo peor. De repente, al lado de un camino encontraron a Lázaro desmayado, con la escopeta a un costado, bañado en sudor y víctima de una mala pasada que sus esfínteres le jugaron. Basilio corrió hacia un pozo cercano, mojó su camisa con agua abundante y secando la cara de su padre intentó hacerlo volver en sí.  Luego de varios intentos, el viejo abrió los ojos y de manera insistente preguntaba por “el niñito vestido de blanco”, sus hijos pensaron que era producto del delirio que pudo haberle ocasionado la traumática experiencia.

Luego de regresar a casa, en la intimidad de su hogar, Lázaro decidió contar a su familia lo que vivió en el corazón de la montaña: “Entré por el banco, porque ya en alguna ocasión anterior, viniendo de la rosa vi un cayo grande de conejos correr por esa tierra, cuando de pronto me salió al encuentro un conejo gordo y bonito y yo me eché a correr detrás de él, pero cuando ya lo tenía medio pa´ tirarle, se me fue. Así caminé y caminé, cuando quise devolverme, ya me había perdido; en ese momento recordé las palabras de la vieja mía diciéndome: “Lázaro, Semana Santa se respeta, las brujas aprovechan para hacer de las suyas”.

Se me erizó el pellejo, mis hijos y un gran remolino se me presentaron enfrente, corrí y corrí, apareció entonces un muchachito vestido de blanco, quizá de unos ocho años, quien me acompañó hasta el arbolito donde ustedes me encontraron. Hoy siento pena con Dios porque por mi desobediencia casi no regreso a mi casa. Me quedaron claras las palabras de mi papá: “Quien escucha consejo, llega a viejo”.

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4 comentarios en «El viejo Lázaro»

  1. JUANA PADILLA. Gracias por ésta historia bien contada con elementos que se van tejiendo envolviendo al lector de principio a fin con un cierre reflexivo. Felicitaciones, espero conocer más de tu narrativa. Un fuerte abrazo.

Responder a YEDENIRA CIDCancelar respuesta