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EL COTORRÓN QUE VUELA EN EL CIELO DE LOS RECUERDOS

Alejandro Rutto Martínez

El protagonista de este relato llegó a nuestras vidas una tarde de cualquier día en 1969. En la casa nos cambiaron como para una fiesta y nos alinearon en el patio para que fuéramos testigos de un gran suceso, de los que pocas veces ocurrían en la familia.

¿Qué sería lo que estaba a punto de suceder? Era el interrogante que rondaba en la mente de todos.

—Yo creo que viene uno de los tíos de Riohacha —dijo uno de mis hermanos mayores.

—Ojalá que sea mejor uno de los de Italia —expresó otro de ellos.

Los minutos pasaban y se percibía la tensión. «Son las cinco horas con treinta y cinco minutos», expresaba el locutor de Radio Maracaibo, la emisora que nos acompañaba durante todo el día, todos los días. 

—Las cinco treinta y cinco, o sea que ya son las cuatro treinta y cinco —expresó uno de los presentes, haciendo la operación de restar una hora a la anunciada por la emisora venezolana.

Justo a esa hora, por fin comenzó a develarse la misteriosa razón por la que estábamos todos reunidos en el patio, alrededor de las faldas de nuestra madre y muy cerca del portón del patio.

El ladrido de los perros nos indicó que algo desconocido para ellos, un vehículo o una persona, se aproximaba por la calle. En efecto, unos segundos después irrumpió en nuestro patio una flamante volqueta Ford 600 haciendo un ruido estridente. Su piloto era un señor rubio, en cuyo rostro se dibujaba una amplia sonrisa de satisfacción. Para mejores señas, era mi padre, quien acababa de cerrar un buen negocio que lo convirtió en el propietario de ese vehículo que sería su compañero (y el nuestro) en los siguientes años.

En la década de los sesenta, don Ernesto Rutto Piano, mi padre, se dedicaba a hacer viajes hacia la Alta Guajira transportando a sus amigos Wayuu, para llevar sus provisiones o sus cargamentos de chirrinchi que él mismo fabricaba en un alambique de su propiedad.   Su vehículo era un camioncito Dodge 300 con carrocería de estacas, de color verde que en el ámbito familiar y el de los amigos se le conocía con el pintoresco nombre de «La Cotorra». Los viajes de mi padre a veces duraban varios días, preocupándonos por lo que pudiera haber sucedido. En esos tiempos no había radios portátiles ni teléfonos celulares, así que era muy difícil saber qué había pasado con los viajeros hasta que estos regresaban y contaban detalladamente las peripecias de su itinerario.

Para evitar estas preocupaciones, papá aceptó la oferta de unos ingenieros amigos y cambió el timón de La Cotorra por una Volqueta de propiedad de la empresa que ellos gerenciaban. En adelante, don Ernesto se dedicó a transportar materiales de construcción en el área urbana de Maicao.  Sobraba el trabajo, puesto que era la época en que se construyeron los edificios más altos de nuestro próspero pueblo, como por ejemplo, Maicao Juan Hotel.

Un año después, los ingenieros vendieron la volqueta pero no dejaron a mi papá sin trabajo. Al contrario, compraron otra, más bonita y colorida y le entregaron las llaves con el siguiente mensaje: «Don Ernesto, el vehículo lo compramos para usted, lo va pagando poco a poco».

Por eso, aquella tarde, mi papá llegaba en su reluciente volqueta de cabina roja y vagón verde que ya no era un carro prestado, sino de su propiedad. Al ver la combinación de colores, uno de mis hermanos dijo:

—¡Parece un guacamayo! ¿Qué tal si lo bautizamos así?

Pero su propuesta no fue aceptada, a pesar de que a mí me gustaba y lo respaldé, los demás prefirieron continuar apegados a la tradición y descartaron nuestra revolucionaria iniciativa.  Si el camioncito anterior que ahora estaba parqueado en un rincón, con las llantas desinfladas y convertido en nido de las gallinas, se llamaba «La Cotorra», su sucesor, que también estaba vestido de verde, aunque fuera a medias, debía llamarse «El Cotorrón». Y así quedó bautizado de inmediato.

A partir de ese momento «El Cotorrón» se convirtió en uno de los ejes de la vida familiar. De lunes a sábado era la máquina que producía el sustento para la familia. Ese mismo sábado, era el medio que utilizábamos para buscar el agua de consumo doméstico en los molinos de las rancherías vecinas; y los domingos, nos llevaba a hacer las compras de la semana al mercado.

A mí me gustaba encaramarme en la «cachucha», la parte más alta del vagón y desde ahí me sentía «más grande» que los demás niños y podía ver el mundo desde arriba. Me sentía más cerca de la azotea de los edificios y vecino del sol y de la luna.

Para mí, el momento más feliz del día era ver la entrada de El Cotorrón al patio, siempre a las seis en punto, y ver a mi papá bajarse, con su hermosa sonrisa y su bolsa de panes calientitos para nosotros, que lo esperábamos con alegría.

Los momentos más angustiosos eran cuando no llegaba a esa hora. El sitio en donde debía estar parqueado se convertía entonces en un lugar lúgubre y nuestros corazones se contraían por la preocupación.

El Cotorrón se convirtió en un personaje del pueblo y mi papá, «El Gringo», «El Polaco» o «Italia», como le decían, en una persona muy solicitada. Lo buscaban los constructores para acarrear cemento, madera, arena o granzón; los vecinos de las calles inundadas, para que les llevara escombros y material de relleno; las familias que comenzaban a construir sus casas; los recién casados, para que les hiciera las mudanzas.

Para la familia, era el transporte de los paseos a la finca de Patajamana, para hacer mercado y recogernos en el colegio, en fin…casi para todo.

La verdad, no me imagino cómo hubiera sido mi infancia sin El Cotorrón. Hoy todavía algunas personas me preguntan:

—Tu papá no era un señor alto y mono que tenía un camión rojo con verde? ¿Qué se hizo ese camión?

El Cotorrón está ahí, nuevecito en nuestros recuerdos, como la tarde en que hizo su entrada triunfal a un patio amenizado por la música de Radio Maracaibo. Aunque confieso que cuando visito el patio de la casa paterna donde me crie (la Casa de los Recuerdos) y no veo El Cotorrón, siento que me golpea una ráfaga de nostalgia que sólo puedo superar con el recuerdo de aquellos días, en que, montado sobre lo alto de su casco protector, me sentía «el niño más grande» y gozaba al ser vecino de las azoteas y amigo cercano del sol y de las estrellas.

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3 comentarios en «El Cotorrón que vuela en el cielo de los recuerdos»

  1. Amigo Ruto excelente relato descrito con el corazón en la mano y los recuerdos imperterritos en la memoria. Bellos tiempos idos que forjaron la historia de nuestro terruño

Responder a Alicia del. Carmen López GuerreroCancelar respuesta