OSCURIDADES, TELAS Y BASTIDORES
Anushka Tereshkova
Me costó horrores dar con la modelo apropiada hasta que me la crucé sin pensarlo en la plaza donde practicaba largas caminatas matutinas observando a la gente y buscando personajes para mis novelas. Ya era más que aficionado escritor y un pintor novel.
Carla tenía el cabello rojo, ensortijado y brillante; le caía y bamboleaba de un lado al otro cuando trotaba alrededor de la plaza. Sus largos tirabuzones le tapaban los ojos azules y las mejillas sonrosadas. También tenía una figura esbelta y armoniosa, pero me gustaba su cara más que todo y eso fue lo que me hizo proponerle ser mi modelo.
Me costó abordarla, uno no va por ahí ofreciéndole a las chicas posar desnudas para sus primeros cuadros, así que tuve que usar todo un arsenal de frases y temas de interés para cazarla. Ella no era tan tímida, en su justa medida. Creo que me facilitó las cosas. “La mujer sabe desde el primer instante si ha de aceptarte, para lo que sea; lo demás es pura histeria necesaria para no parecer desesperada”, me lo dijo días después entre mis brazos en un colchón de mi atelier.
Lo más convocante para las sesiones de pinturas al desnudo fue el dinero que le daba a diario y el suculento almuerzo que le preparaba luego de pintarla y, algunas veces, hacerle el amor. Carla era sencilla en todo. Famélica en las comidas y las artes amatorias, curiosa, aniñada y espontánea; siempre sonriente y con un poco de socarronería en sus palabras. Llegó a enloquecerme.
Llegaba a las once de la mañana y se iba pasadas las catorce. Vestía un sobretodo negro y un conjunto de ropa interior rojo debajo, usaba botas largas y un bolso de piel muy caro, aretes enormes, sombrero de alas anchas y anteojos tornasolados. Sabía posar: aguardar y lograr que todo mi trabajo fluyera, como si lo hubiera vivido de antemano.
La pinté en mil poses, con miles de expresiones y cada día que pasaba mi obsesión por ella se iba incrementando, al límite de soñarla y volcar mis sueños en las telas. Mi representante y maestro me decía que estaba endemoniado y que lograr esa conexión con la modelo era el ideal de todo artista, pero para mí era algo enfermizo y preocupante.
Empecé a citarla más días y más horas. Me gasté todos mis ahorros y le insinué sutilmente que no podría seguir pagando las sesiones a lo que ella respondió que lo tomaba como un trabajo y que si no había paga, no había modelo. Todo esto entre risas y ademanes que no me dejaban claro si era cierto. No puede decirse que estaba enamorado, solo necesitaba verla desnuda y pintarla, robarme algo de ella cada día y dejarlo conmigo, enjabonarme con sus miradas, sus labios, su pelo, su dentadura impecable, sus suspiros al finalizar la sesión. Era realmente tortuoso que al llegar la hora de comenzar ella se tardara unos minutos.
Comenzó a faltar a las citas y un día dejó una esquela debajo de mi puerta, diciendo que no regresaría pues estaba pasando por un mal momento. No conocía absolutamente nada de su vida, nunca quiso contármelo, así que no supe dónde buscarla, pero lo hice. El primer lugar fue la plaza donde la encontré y luego en los alrededores, en los escaparates donde venden abrigos y en las sombrereras, pero no estaba. Mi día se limitaba a buscarla y mi desespero aumentaba con el tiempo.
Cierta mañana fui a caminar sin esperanzas y la vi trotar por la plaza, como la primera vez y la seguí. Ella no permitió que la alcanzara y se escapó en la espesura de los árboles hasta desaparecer. Cansado de la carrera me senté en un banco y me seque el sudor. Sentí una mano apoyarse en mi hombro y me di vuelta rápidamente: era ella.
Tenía la mirada triste y no había rastros de su constante cascabeleo. La noté ajena y distante sentada junto a mí.
—¿No volverás a posar? —le pregunté en un hilo de voz, era casi un ruego.
—Sabes que no, la última vez me despediste diciéndome que era una obsesión y cuando me negué, te pusiste furioso y… lo demás… fue horrible.
—No recuerdo nada de eso, cuéntamelo.
—Me oprimiste la garganta, te dije que me asfixiabas y de todos modos seguiste presionando; me gritaste que querías pintarme muriendo y que debías hacerlo, te gustaba mi cara de desesperación y que incluso en la tela se podría impregnar la urgencia que tenía por seguir viviendo; estabas enloquecido, poseído, tus ojos… Estabas fuera de ti, en un momento vi todo rojo, perdí el conocimiento y dejaste de apretar mi cuello; quedé tendida sin fuerzas para levantarme e irme, sentí a lo lejos que hablabas con alguien y nada más.
—Te juro que todo eso no está en mi mente, se ha borrado.
—Me desperté en un lugar húmedo y oscuro, viendo como un hombre se marchaba, me paré y a tientas y encontré la salida del lugar; supongo que alguien me arrojo allí, tal vez tú.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿O no me denunciaste? ¿Por qué no supe nada más de ti?
—No lo sé, uno no sabe por qué hace las cosas, yo no debí ir a posar para un desconocido, fue mi culpa también.
—Y ahora, ¿por qué viniste a contármelo? ¿Qué harás?
—Quiero que dejes de buscarme y debes marcharte muy lejos de aquí —se levantó de mi lado y me toco la cabeza como autómata; era su ademan típico de despedida.
Me paré y caminé lentamente hacia mi casa, compré el diario y lo puse bajo el brazo sin siquiera mirarlo. Al entrar a casa encendí el contestador, escuché el mensaje de mi representante: “La encontraron y dicen que hay pista. Tiene señales de estrangulamiento, debes irte cuanto antes”.
No entendía de qué hablaba hasta que abrí el diario y en primera plana estaba la foto de Carla con un título enorme que decía: “Apareció sin vida la joven que se busca desde hace una semana”.
(Argentina. 1966). Aborda temas de hondo contenido humano, enfatizando en el desamor, las emociones, la cotidianidad y la búsqueda del autoconocimiento a través de la introspección y la escritura autobiográficas.