Por supuesto que iré —dije—, dalo por hecho, ¿cómo iba a perderme semejante evento si yo estoy hecho para eso?

Comencé de inmediato los preparativos para asistir a la fiesta de Daniela, presidenta del club de nudistas de la ciudad donde hacía poco menos de un mes que estaba residiendo.

—Todos los miembros del club estarán —me advirtió mi compañero de trabajo.

Me depilé hasta el último vello que encontré en el camino de mi rasuradora comprada para la ocasión; me puse un corbatín de satín negro; compré una botella de wiski escocés que entregaría como pasaporte a la anfitriona de la fiesta, a quien no conocía personalmente.

La puerta del ascensor se abrió y busqué con los ojos el número de la habitación que aparecía en la tarjetica que me había entregado Luis, mi nuevo amigo en mi trabajo. El apartamento al que me dirigía estaba justo en frente del ascensor. Suspiré descansado al saber que no tendría que caminar por los pasillos. 

«Definitivamente la suerte está de mi lado esta noche» —pensé—, «qué bueno que no me haya encontrado con nadie, ni en el estacionamiento ni en el ascensor».

Cuando iba a tocar el timbre, le eché una mirada fugaz a mi pene que, en efecto, estaba algo dormido y soso. Le di dos suaves cachetadas para despertarlo: No quería dar una mala primera impresión a los invitados que estuvieran en la fiesta. Mi amigo se sacudió un poco y mejoró su semblante.

“Buenas…” —alcancé a decir…

El silencio extremo tiene un sonido y es parecido a un silbido agudo y penetrante. Veinticinco pares de ojos acompañados de sus bocas entreabiertas me fusilaron la entrepierna.

Yo era el único que había decidido presentarme con las pelotas al aire, pues no sabía que esa noche celebraban el cumpleaños de la abuelita de Daniela, la anfitriona de la fiesta.