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LA BICICLETA

Jorge Alberto Narvaez

I

Cuando cumplió doce años le regalaron una bicicleta, a partir de entonces recorrió de punta a punta las calles de la ciudad: desde Chapal hasta Pandiaco, del Agualongo al Corazón de Jesús. Esta se convirtió en el mejor de los pretextos para imaginar largos viajes y conocer el mundo, como aquel épico recorrido del Che por Suramérica o en participar en las etapas de Patrocinio Jiménez que escuchaba religiosamente del tour del Avenir cada madrugada en un radio de pilas que había reconstruido en sus ratos libres.

Algunas tardes se volaba de las clases del liceo para realizar largos trechos en los parajes andinos de Pasto; emprendió jornadas dominicales para llegar hasta Chachagüí o para subir hasta el Cebadal parando en la Coba Negra por una quesadilla.

Cada vez pedaleaba con más fuerza mientras pensaba en las cosas que sus tardes de lectura le dejaban como tarea. Hubo otro regalo de cumpleaños que llegó una tarde en un paquete como encomienda desde Medellín; un sobre de manila amarillo ocre con varias estampillas. Era una colección de Rius: Marx para principiantes, una edición mejicana con dibujos que se convirtieron en una lectura habitual; historietas que leía con avidez hasta altas horas de la noche. En los cacharros del taller de su tío encontró una linterna un tanto oxidada que recuperó con brilla metal y la que encendía bajo las cobijas en las noches cuando todos dormían para poder continuar la lectura.  

En bicicleta descubría el entorno y en la lectura trataba de comprender ese nuevo mundo que se abría para él. Regresaba a casa a escuchar la radio o a mirar televisión o se tendía en un guacal que habían convertido en una especie de baúl para depositar la ropa seca antes de ser planchada y doblada; allí se escondía tardes enteras a leer. Hasta que una tarde la vio por primera vez, bajando del bus del colegio con su cara blanca, sus manos limpias, su uniforme azul a cuadros, sus zapatos negros y sus ojos color de miel.

II

Esperaba con ansiedad las 5:30 de la tarde, hora en que descendía del bus, justo en la esquina de la casa.

Una tarde de jueves, mientras esperaba el bus montado en su bicicleta, ella lo vio directamente a los ojos, se dio cuenta que estaba vivo. Ese día también descubrió que comenzaba a morir. Uno empieza a morir de tiempo, de amor, de soledad, de alegría, hasta por exceso de vida. Entendió que se comienza a dejar la vida en las cosas y personas en las que uno descubre que se siente vivo.

De pronto se vio enredado en la tersura de unas manos, en el color de unos ojos, en el sabor de unos labios, en el perfume, en la sombra, en los minutos de esperar parado en esa esquina, en las mañanas que no escuchaba su voz mientras estaba en las clases en el liceo, en las tardes pedaleando con más fuerza para que esa ansiedad de verla no lo alcanzara. Se enmarañaba en la simpleza de un gesto, en los sueños que se sueñan despierto y se dio cuenta que se empieza a morir con la ausencia, que duele aún más que la misma soledad; la vida se pierde en el desamor.

III

Las tardes después de verla tenían una alegría especial, entonces hablaba en voz alta a sus amigos y reía a carcajadas. Una fuerza vital lo inundaba de tal manera que era evidente que algo pasaba; las risas estruendosas eran opacadas por largos momentos de silencio.

Sin saber cómo, se hizo amigo de ella y sus tardes de bicicleta y juegos con los amigos del barrio fueron remplazados por su compañía. Jugaban a la “lleva” un juego que era igualito al “tope”, salían a comer helados al Amorel de la avenida y hasta los papás lo llevaron el día en que le compraron una bicicleta a ella.

Entonces llegaron las vacaciones de mitad de año, en el mejor momento de la vida: se levantaba temprano, se bañaba con agua fría, dejó de leer, ya ni en la noche, momento en el que se quedaba dormido con el libro en la cara.

Caminaba por la orilla del río Pasto hasta la casa de ella y entraba a esperarla, jugaba con el perro labrador negro que también ya lo recibía con cariño.

Encontraba mágico ese patio con marquesina de vidrio y sobre todo la biblioteca donde había al menos unos dos mil libros de cuanto tema se pudiera imaginar.

Salían a dar vueltas en bicicleta por los entornos del barrio o caminaban hasta la mina de piedra tras el Hotel Morasurco. La tarde en que vieron volar un halcón ella le regalo un ejemplar de El Principito, él se sintió más feliz que cualquier día que tenga memoria.

IV

En ese tiempo encontró además, el placer de la presencia, el placer de saborear el agridulce de la no ausencia, no importa si eso después se convierte en nostalgia, “nostalgia de sentirse abandonado”.

Escribió en un cuaderno que él mismo hizo con las hojas que sobraban de otros, los primeros poemas al amor y trató sin éxito de dibujarla.

Las tardes eran cortas y las noches largas, las visitas en su casa eran su razón de vivir. En esa casa escuchó por primera vez las canciones de Silvio Rodríguez y grabó en varios cassettes su música, así como la de Carlos Puebla, Pablo Milanés y la misa campesina de los hermanos Godoy.

Había escrito casi la totalidad de su cuaderno cuando decidió entregárselo. Esa mañana como todas las últimas, se levantó temprano, se bañó y se vistió, se echó un poco de la loción de su padre y desayunó en la mesa de la cocina mientras su madre le decía que tenía una sonrisa de oreja a oreja provocando que él se sonrojara, bajó la cabeza y terminó el desayuno.

Sacó su bicicleta y metió entre la camiseta su cuaderno, pedaleo con rapidez hasta su casa y timbró, pero no ladró el perro y nadie abrió. Regresó a su casa con cuaderno, bicicleta y su nueva nostalgia.

Nadie le dio razón del paradero de la familia, lo cierto es que desde ese día pasa frente a su casa mirando hacia adentro esperando una señal. Lee al Principito más que a Marx sobre todo ese pedazo en el que el zorro se da cuenta que tiene un amigo, pues sabe que “solo se puede ver con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”.

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3 comentarios en «La bicicleta»

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