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ISIDRA

Mara González Zuñiga

—No te vayas, señora Isidra, quédate a dormir solía decirle entre sollozos antes de ella partir.

— ¡¿Y dónde voy a dormir, si aquí ya no cabe más gente, mi niña?! —decía riendo a carcajadas Isidra.

— ¡Conmigo, quédate conmigo!

—Otro día será, mi niña, porque ya va a llover, ese cielo está oscuro ya casi cae la lluvia, planché mucha ropa y mira que si me mojo me puedo quedar torcía —dándole un beso de esos que suenan fuertes; para esa niña era el beso de una abuela.

Isidra, sacó su paraguas que parecía una carpa de color negro y puntas de acero, mango de cuero; lo sujetó fuertemente con la mano y en ese mismo brazo, su bolso. Del otro lado, cuelgó una bolsa con cositas que Antonia siempre le daba y un portacomidas.

—¡Pero vengo la otra semana! —gritó mientras cruzaba con agilidad la calle para tomar el bus.

Con su pañoleta en la cabeza color café anudada al frente y una camisa manga larga de jersey color verde, se dispone Isidra irse a su casa en algún lugar de invasión de la ciudad, luego de haber planchado bultos de ropa en la casa de Antonia, su gran amiga y patrona, que se entendió así años después.

Isidra, una mujer negra, delgada pero fuerte, parecía inquebrantable; de baja estatura, cara delgada, labios finos y con un ligero tono color café develaban su gusto por fumar cigarrillos sin filtro, especialmente Pielroja(1); cabellos delgados también color café, escaso y siempre recogido con peineta; sus ojos eran pequeños y redondos como boliches y de un extraño color, no se sabe si grises o azulosos, ella decía que era la vejez; siempre usaba faldas que le daban a la mitad de la canilla y sus zapaticos de “abuelitas”, engamusados sin tacón que no maltrata, eran muy usados por las señoras en ese entonces.

Corrían los años 70 y principios de los 80, era rarísimo tener una máquina para lavar ropa en casa, razón por la que Isidra era la lavandera preferida de aquella familia; pero algo pasó y no volvió a lavar, solo a planchar.

Ella llegaba muy tempranito por lo que desayunaba con la familia, se tomaba el tinto, acompañada de las infaltables arepas y bollos de queso al vapor, porque bien atendida por Antonia siempre estuvo y todo cuanto se preparaba en esa casa le era compartido, era una más de la familia, su risa era estruendosa y su tono de voz era muy agudo, parecía cantaora de bullerengue (2). Su edad era algo indescifrable, tenía los años exactos, para amar perfectamente a todos.

— ¡Isidra llegóóó! —con un tono de alegría gritaba la señora Antonia. Creo que para ella era un regocijo tener a esa señora en casa. Claramente existía un vínculo casi filial.

— ¡Yo le doy el tinto! —se apresuraba su pequeña hija a servirle y a sentarse a sus pies en el antepatio para recibir visitas, mientras escuchaba las historias de Isidra sobre su hija con la que vivía y sus nietos, quienes por lo visto no la querían mucho y era un estorbo, pero Isidra solo decía: Un día me levantaré a la una de la mañana y me iré de esa casa para mi pueblo… ¡Ah, sí! Vamos a ver quién les va a lavá, planchá, cociná, y atender… yo mejor me levanto a la una, recojo mis cuatro trapitos y me largo.

Insistía mucho en esa hora, algo pasaba a la una en esa casa, era como si entraran en hipnotismo sepulcral en el que nadie se percataba de lo que sucedía alrededor.

Cuando Isidra lavaba, lo hacía a la antigua, iba acumulando los pedazos de jabón que se iban gastando y que quedaban como tablita; luego, con un manduco (entiéndase palo o garrote) metidos en un pedazo de trapo o bolsa plástica los apaleaba hasta unirlos y con la fuerza de sus manos, moldeaba una bola, costumbre de pueblos costeños, de ahí la canción “las tapas” de Lisandro Meza:

Las tapas están en el suelo

Se me han ensuciado sola

Ahora me pides mi negra

Que las lave con jabón de bola,

Mi vida…

El que no compraba el jabón de bola, que era vendido en cualquier tienda, lo hacía en el confort de su lavadero, que por ese entonces eran hechos en piedra o cemento. Los que hacía la señora Isidra, parecían boliches o canicas gigantes, matizados por muchos colores, gracias a los pedazos que quedaban de otros: oro, el de coco, rey y el éxito.

Separaba en poncheras la ropa de color y la blanca. Esta la dejaba al último para que se despercudiera; la forma de lavar bluyines era a punta de cepillo y palo o manduco, instrumento indispensable en toda casa que se respete; ingeniosamente era personalizado a la mano de la lavandera, con machete o cuchillo era torneado a su gusto y comodidad. Se les oía hablar de lo bonito que eran algunos palos y cómo desmugraba rápido; los bluyines eran la primera cochá(3) en salir, Isidra, iba abriendo cada pantalón sobre las paredillas que tenían incrustadas unos trozos de vidrio de botellas de gaseosa, tapizaba las paredes de aquel inmenso patio que parecía una finca; luego las sábanas, que también ya había puesto a remojar mientras se tomaba su tinto y su cigarrillo Pielroja sin filtro. Cuando le tocaba el turno a estas y a las toallas, el patio sonaba como si estuvieran demoliendo una casa a golpetazos, no se entendía cómo no salpicaba de jabón su cara; ella tenía la técnica exacta, en su ciclo de lavado, minimizaba la espumadera con pequeñas escurridas que daban paso a la manduquera para despercudir la ropa y así era su labor hasta que ya caía el sol y se disponía a bañar para arreglarse, porque vanidosa sí era. La potasa jamás quedaba pegada en sus manos, se las veía al terminar como guantes blancos a causa del jabón y ella las quitaba con crema de manos perfumada y quedaba olorosa y lista para irse a su casa, que nadie sabía dónde quedaba exactamente.

Muchas veces le quedaba ropa para el siguiente día, y ella llegaba como si no hubiese tenido una batalla campal con un liazo de ropa de once personas; sus huesos se notaban por encima de su cuarteada piel con cada esfuerzo; eran gruesos, los más robustos que nunca se hubieran visto. Ella misma contaba que en su pueblo nada se compraba, todo lo tenían a la mano: la vaca, el cerdo, la leche, la gallina, la tortuga, yuca, ñame, batata, malanga, ahuyama, suero, queso y una larga lista de alimentos que no todos han tenido la dicha de probar. No como los de ahora, que saben diferente, decía.

El caso es que Isidra dejó de pelear con la ropa percudida y el trabajo sucio era cosa del pasado; se dedicó solo a la planchá, eso le daba otro caché.

Era la confidente de la señora Antonia, que por ese entonces lidiaba con problemas de sus hijos que estaban en la edad de la “mala cabeza” para tomar decisiones. Tales, hicieron que Antonia enfermara y su presión arterial no estuviera bien. Bondadosa como pocas, Antonia era dueña del don demostrado por Jesucristo en aquella sinagoga al multiplicar los peces y los panes, ella hizo milagros cada día por estirar la comida que preparaba, sus hijos decían que tenía maná en las manos porque todos comían. hasta los “caradura” o “paracaídas”, los cuales aparecían “en punto” para asegurarse uno de los golpes del día. Sus charlas interminables, siempre iban acompañadas por muchos tintos que, de ser aguardiente, aquello habría sido una borrachera cada semana.

Antonia preparaba café en una jarra metálica gigante que fue comprada cuando se casó, en una cooperativa donde sacaba todo cuanto necesitara. Su marido tenía un excelente trabajo en una muy buena empresa en la época en que solo uno en la casa trabajaba y alcanzaba para todo. Ella llenaba dos termos de tinto que duraba todo el día y si se terminaba por las innumerables personas que visitaban aquella casa, solo volvía a llenar la jarra con agua, ponía una astilla de canela, un trozo picado de panela(4), café y dejaba hervir todo; por último, lo tapaba para que se asentara y así poder sacar el café a los termos que ubicaba en el mesón de mármol de su blanca cocina.

La hija más pequeña de Antonia siempre estaba pendiente de Isidra, hacía las tareas junto a ella y aprovechaba para preguntarle curiosidades mientras la veía cómo, de forma impecable, planchaba las camisas de su padre y hermanos, dando la apariencia de haberlas sacado de una lavandería industrial, de esas que planchan a vapor. Isidra, planchaba hasta las sábanas, los bluyines, todo.

— ¿No te cansas planchando? —increpó la niña—. De solo verte ya me duele la mano.

—No niña, a mí me gusta planchar y las manos no duelen, es la espalda, esa sí que molesta a veces —soltó la carcajada.

Tenía una totumita con agua para rociársela a algunas prendas que eran más difíciles de estirar y un pañuelo para ponerlo sobre los pantalones oscuros y no quedaran brillantes. Era una experta en el arte del cuidado de la ropa.

Insistía en querer irse a su pueblo, ya había ahorrado en varias ocasiones, pero sus nietos e hija le robaban la plata si le pedían y ella se negaba. ¿Acaso se puede ser más cruel?

Isidra Peña Guata, esos no eran sus apellidos, pero como nunca los quiso revelar, aquella niña decidió llamarla así y ella solo reía, y terminaba con una tos de esas que suenan como “caja de checas” producto del tabaquismo.

—Bueno, esos apellidos suenan bien, pero por ninguno me dan plata —con un dejo de añoranza soltó su mayor deseo—. Yo no quiero plata, solo quiero lo justo para irme a mi pueblo.

Eso lo decía mientras planchaba lo último del canasto: pañuelos blancos y azulitos con rayitas en los bordes.

—Señora Isidra, te faltó plancharme una cosita que te pedí.

— ¿Qué cosa, mi niña?

—La trusa de mi clase de gimnasia, ¡esa tela está arrugada!

—¡Ay, me se olvidó niña!, pero eso no se plancha se ve arrugado porque la tela es como de galletica.

—Sí, pero esas galletas creo que se hacen migas, porque siempre estoy con el padre ahorcao, creo que no la usaré más.

—Niña, ¡póngasela y sáquele el jugo!, que no siempre hay plata para que le compren otra —dijo Isidra. Su forma de hablar denotaba el origen provinciano y la clara influencia andaluza en el Caribe Colombiano.

Terminaba su jornada y empezaba su ritual de costumbre: amarrarse la pañoleta alrededor de su pequeña y ovalada cabeza, remataba con un nudo enfrente escondiendo las dos puntas. Se ponía su camisa manga larga de siempre y comenzaba a guardar todas sus pertenencias de arreglo, se empolvaba su cara, se ponía algo de brillo en los labios, se sentaba en el pequeño antepatio a compartir el último pocillo de tinto del día con arepa o bollo. Antonia siempre le empaquetaba un plato de comida en un portacomidas para que lo llevara a casa de su hija y lo compartiera allá.

—Parece que me se está quitando la gripa niña Antonia, he estado tomando jarabe de totumo.

—Señora Isidra es que usted fuma mucho.

—¡Ah!, ya yo muero con ese vicio, mi hija me regaña, pero y qué, si ella no me los compra, vea yo digo que más mal me cae que me trate feo.

—Póngale un palazo en la cabeza la próxima vez —soltó la risotada.

—Será pa´ que el marido me coma viva, ahí sí me debo ir ligerito pal pueblo, aunque sea a pata.

Esa fue la rutina durante cuatro años de Isidra en aquella casa cada semana; con el tiempo solo iba cada quince días. De repente no volvió y un día soleado de diciembre apareció alegando que estuvo enferma, Antonia le pidió la dirección para ir hasta allá en caso que volviese a desaparecer y quisieran saber de ella, pero siempre fue esquiva:

—Yo no entiendo de direcciones, no me la sé, me se olvidan los números.

Pero las explicaciones ya no importaban, Isidra había regresado, era todo lo que a Antonia le importaba. Llegó de visita, no a planchar, quería dar reporte de su vida y lo mucho que los había extrañado. Vestía un camisón de color rosado con blanco, una falda oscura, sus cabellos estaban peinados algo a la carrera sujetados por una peineta, olía algo a humo, pero no del cigarrillo sino de haber cocinado con leña, sus ojos parecían algo tristes, cansados y su rostro desmejorado al igual que su aspecto, lucía mucho más delgada.

—Usted no está para cocinar con leña señora Isidra, ya sus nietas están grandes, es hora que las ponga.

—No, niña Antonia, eso me toca mí, que soy la arrimada.

La pequeña escuchaba todo, y le soltó una de sus lisuras, porque, embelequera sí era:

— ¿Por qué no te vienes a vivir aquí?

—Oiga a la niña lo que dice, ¡ay mija!, si yo lo que quiero es irme a mi pueblo.

—Pero es que a la una, ¿quién te va a llevar a tu pueblo? —increpó la pequeña. La niña era astuta y sabía que Isidra ya estaba cansada de la vida llevada al lado de su hija—. Tú eres para mí como una abuela, pareces mi abuela —le susurró al oído la niña a la vez que la abrazaba.

—Claro, yo soy como tu abuela, no ves que te lavo hasta tus pantaletas —rio estruendosamente.

—No, ya no, las lavo yo misma si no mi mamá me las tira a la calle delante de mis amigas, pa´ hacerme pasar pena. El otro día me tiró una mientras iba en la bicicleta y se enredó en la llanta, me caí de boca y después, estaba apurada.

—Pero eso fue santo remedio señora Isidra, las lava más por miedo que porque deba.

—Mi niña, es verdad, ya estas grandecita, ahorita matas la puerca(5) —dijo Isidra. La niña hizo un gesto, no entendiendo aquella expresión se sirvió un pocillo de tinto y raspó el cucayo(6) que quedó del almuerzo, se sentó junto a ellas para seguir escuchándolas.

—Niña Antonia, yo ahora sí creo que mejor me voy a mi pueblo, vea, yo allá tengo familia que quiero ver, pero todavía no me puedo ir, porque como enfermé, no tengo plata, así que voy a trabajar para reunir para el pasaje.

—Señora Isidra me coge usted sin una moneda, pero voy a ver qué le levanto.

—¡Ah, no!, eso sí no la voy a poner a loquear y menos que me regale, niña Antonia; dígame cuándo vengo y le plancho.

—Usted sabe que aquí se acumula un ropero, señora Isidra, déjeme voy a buscar jabones, limpio y lavo lo que hay sucio y véngase el sábado para que me planche y si quiere irse a su pueblo, ¡váyase!, le voy a recoger unas cositas para que se las lleve, ¡qué carajo!, Su hija que se las componga como pueda, uno está donde se siente bien.

Se despidió Isidra de ellas con la promesa de volver, le da el mismo beso fuerte en los cachetes a la niña y ella siente ese olor que solo guardan las abuelitas cuando en ellas hay amor para todos. Con un abrazo fuerte la acompañan a la puerta.

Ese sábado de diciembre, Antonia se quedó esperando a Isidra, con bollos de tusa para el desayuno, huevos pericos, café con leche y los dos termos de tinto.

Nunca más se volvió a saber de ella. No se supo si un día agarró su bolso y se fue o, si la descubrieron y la obligaron a permanecer encerrada para que no escapara; o si enfermó hasta morir dejando sus despojos aquí en esta tierra sin doliente y no en su añorado pueblo; no se supo si aburrida se fue de esa casa cuando todos dormían, tal y como lo prometió, a la una.


(1) Pielroja: cigarrillo emblemático de Colombia

(2) Bullerengue: Género musical y danza de la Costa Caribe Colombiana.

(3) Cochá: Tanda, parte, porción.

(4) Panela: papilote, miel de caña.

(5) “Matar la puerca”, expresión común en algunos pueblos de la Costa para referirse a la primera menstruación.

(6) Cucayo: pega del arroz, socarrete.

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2 comentarios en «Isidra»

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