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DOCE DE ESPADAS

Limedis Castillo

Salí del convento a toda prisa. La cita estaba pactada para las seis. Un inusual brote de ansiedad me invadía; para atenuarlo, me dediqué a arreglar todo lo de la Eucaristía de las siete. Puse los corporales y los purificadores en agua de jabón cocido. Había limpiado con brilla metal el cáliz y la patena. Todos los ornamentos iban quedando dispuestos: la estola, el alba casulla y las vinajeras.

La tarde mostró algunos cambios atmosféricos. Un afanoso aguacero se había precipitado sobre ella. Aunque el sol y la lluvia consumían la ciudad, me sobrepuse. El trayecto era corto, pero tomé un taxi para llegar más rápido y sin contratiempos. Le entregué al conductor un papelito donde estaba anotada la dirección. “Lléveme a esta casa”, le dije con una voz casi ajena. Miró el papel con detenimiento y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Supuse que ya sabía adónde íbamos. Los taxistas siempre saben. Pensé en Sebastián. Tenía dos días de estar enojado conmigo. Si viera todo lo que hago por él, tal vez me lo agradecería. Pero el amor es ingrato. “Ese amor que no se atreve a mencionar su nombre”, como lo definió Oscar Wilde. “Los taxis en esta ciudad, además, sirven para hacer siesta”, razoné. Rodé por muchas calles desconocidas. El camino ya se me hacía infinito. Tal vez, el taxista buscaba esquivar los trancones.

— ¡Que día tan verraco! le dije, buscando de él un poco de familiaridad. 

Me miró por el retrovisor, me soltó una sonrisa pícara y, para disimular su silencio, encendió la radio. La música atrás era estridente. El rey del despecho, Darío Gómez, se desgargantaba por el altoparlante, cantando a un amor traicionero. Pero me pareció que esa música incitaba al suicidio. Le sugerí con la mano que le bajara un poco al volumen. Lo hizo, rápidamente, acompañado con una excusa:

—¡Disculpe!

Habíamos llegado. Pagué. Él me devolvió el papelito.

Esa es la casa me dijo.

Era una de esas casonas de estilo antillano, con sus balcones en madera de abarco, que aguantaba el peso de los siglos. El lugar parecía deshabitado, sin embargo, golpeé a la puerta. Nadie salió. Insistí con un poco de vehemencia.

—¡Buenas tardes! —dije midiendo el grito, procurando ser escuchado en el último rincón de aquel edificio de mala muerte. Un anciano de ojos pardos asomó.

—¿A quién busca? —me preguntó con una voz cavernosa y demorada.

—A la señora Juana —le respondí sin más. Abrió del todo la puerta. 

Sígame dijo.

Y me condujo por corredores inimaginables. Subí una escalera en forma de caracol hasta la segunda planta. Era un inquilinato. Me pude percatar que allí vivían familias numerosas, muchas de ellas en hacinamiento. El piso de madera divulgaba mi presencia y cada pisada mía se repetía hasta la eternidad de las grietas, producidas por los años y las termitas. El anciano, que parecía levitar, abrió una puerta verde y me hizo entrar en una habitación de las tantas que tenía aquel laberinto. 

—Siga me dijo con una parsimonia sagrada que demostraba un ritual repetitivo y mitológico.

—Juana… Juana… te busca un señor —dijo mirando hacia la cortinita que cubría una división interna.

—Siéntese —dijo el anciano con aliento de ángel jubilado. 

Así lo hice. Me senté. Me encontraba en una especie de salita improvisada, conformada por cuatro taburetes, una mesa armada con el esqueleto de una máquina “singer” de pedal y un tablón. Más al fondo, había otra mesa de madera, adornada con un florero de cristal con rosas sintéticas. Colgaban de la pared, una imagen de San Gregorio Hernández, otra de la Mano Poderosa y, la última, representada por un Sagrado Corazón de Jesús con facciones de italiano.

Del aposento contiguo, salió la mujer. Casi llegué a imaginarla tal y como la tenía enfrente, a pesar de lo eterno de la espera. Era gorda. Su rostro mostraba la elegancia de muchos años llenos de dicha, las experiencias acumuladas, los deseos prohibidos y una belleza detrás de la gordura, por la cual muchos hombres debieron sufrir mal de amor. Pero ese rostro había padecido el rigor de los años. Del humo. Me miró, fijamente. 

¿Es usted el recomendado de Cleotilde?”

—Sí —respondí con viva voz. 

Cleotilde es la señora que nos hace el servicio doméstico en el convento. Es una mujer morena. Ella es un poco celosa conmigo. Por cierto, ella sabe de mis intimidades. Es una cómplice silenciosa, discreta.

—¿Viene por negocios, dinero, amor, enemistad? —me preguntó, sin más advertencia.

—Por todo —le respondí a secas.

Ingresó al aposento. Me imaginé que fue a buscar las baraja españolas y a preparar su ritual, no sin antes encender dos velas rojas que hacían juego con el florero de la mesita. El tiempo que duró buscando las barajas me pareció infinito. Hacia un rincón de la salita, había un altar en piedra, con huesos de animales y de seres desconocidos; un muñeco de trapo descabezado, otros muñecos con alfileres y varias fotografías de hombres y mujeres, sumergidas en un recipiente de cristal. Les acompañaba un letrero determinante: “Que se mueran ya”, creo que decía aquella caligrafía burda.

Según Cleotilde, la señora Juana no sólo tiene pacientes acá, sino también en otras ciudades, inclusive, se ha extendido a otros países. “Es muy buena “, me confirmó el día que le encargué la cita.

Cuando salió de la habitación sudaba y olía a tabaco. Fumaba un tabaco inmenso. Comenzó a tirar las cartas encima de la mesa y a inundar de humo su mundo. Luego, por el espacio que le permitía el tabaco y apretando éste con mucha destreza, me dijo algo casi incoherente, algo como:

—Divídala en tres y repita después de mí: por mí, por mi casa, por lo que ha de venir.

Comenzó a extenderla de izquierda a derecha, en grupo de ocho cartas que iba anunciándome, de arriba hacia abajo. La primera carta que me salió fue el doce bastos. Luego, llegaron el siete de copas y el siete de espadas; el tres de espadas, la sota de copas, el seis de espadas y, por último, el tres de bastos. Me miró con sus ojos de cuervo. Chupó otra bocanada de humo y exhaló un vaho misterioso antes de iniciar la interpretación:

El doce de bastos es una mujer morena; ella lo piensa mucho. La carta aconseja cuidar esta relación; materialice ese amor mediante la expresión de sus sentimientos: dígale palabras tiernas, dulces, amorosas que usted no pronuncia por temor o porque lo considera cursi.

—Soy marica. No me gustan las mujeres —la interrumpí.

—Pensé que era sacerdote —dijo y se regresó en su discurso—. El doce de bastos es un hombre moreno; él lo piensa mucho. La carta aconseja cuidar esta relación; materialice ese amor mediante la expresión de sus sentimientos: dígale palabras tiernas, dulces, amorosas, que usted no pronuncia por temor o porque las considera cursi. Luche contra sus propios demonios, que se reflejan en las dificultades que tiene para amar. Ábrale el corazón. 

Quedé petrificado por sus palabras. Mi silencio afirmaba sus premoniciones. Ella siguió descifrando las cartas: 

El siete de copas es un pueblo; usted será trasladado. El siete de espadas, representa un peligro para su relación; enfermedad, hospitalización; debe tener cuidado los días nueve, dieciséis y veinticuatro de cada mes. El tres de espadas es la pérdida de un documento. La sota de copas es una mujer morena; ella está celosa de usted; tiene que tener cuidado; ella sabe muchas cosas suyas. Tarde o temprano, lo traicionará.

Al pasar a la siguiente, hizo un silencio que me sacudió.

—Pero aquí le sale el doce de espadas: un hombre trigueño, corpulento, va a llegar a su vida de la forma más inesperada y, a partir de allí, vendrán muchas velas rojas. Que no se le olvide, son velas rojas de pasión.

—¡Ya basta! ¡Ya basta! —le dije; luego un silencio prolongado aleteó por la habitación y revolvió las barajas.

— ¿Cuánto cuesta toda esta sarta de embustes que me ha dicho? —le pregunté agitado.

—Aporte lo que esté a su alcance —me dijo como si no hubiera escuchado mis insultos, lanzándome otra bocanada de humo con sapiencia, como si conociera mi pasado y mi futuro.

Saqué del bolsillo algunos billetes y sin contarlos lo tiré con indignación sobre la mesa. 

—Muchas gracias —le dije—, aunque no era necesario.

—No hay porqué —contestó—. Y tenga muy en cuenta que no he terminado —sentenció.

Di la espalda y salí. “Maldita profeta de calamidades”, pensé en voz baja. Bajé las escaleras a toda prisa, quería huir de ese tugurio. Subí a un taxi y me dirigí al convento. Faltaba poco para las siete. De seguro, la feligresía estaba esperándome en la capilla para la misa de las siete. Pagué y me fui a la sacristía a revestirme.

Celebré la Eucaristía a toda prisa. Nada de confesiones. Me encontraba muy preocupado para atender a los penitentes. Subí al comedor, donde el Padre Superior me había dejado un documento en la mesa. Era de la curia Provincial. Abrí el sobre. En la misiva, se confirmaba mi traslado a un pueblo llamado Dunaria. “Un pueblo en el desierto”, decía claro en el texto. Intenté cenar. Probé un poco de esto, un poco de aquello; en fin, mi apetito estaba lejísimo.

Salí nuevamente del convento. Eran como las nueve. Algo raro me pasaba. La sugestión a la que fui sometido me mantenía en vilo. Caminé varias calles. Por momentos, no sabía qué hacer ni adónde ir.

Llamé a Sebastián, aquel hombre con cara de guerrero dulce y amargo a la vez. Su celular estaba apagado y me mandaba a buzón. Lo busqué en todos los lugares que frecuentaba. Me eché una rodadita por el parque de Los Cañones; No estaba allí. Fui al malecón, rastreé toda la zona y tampoco di con él. En medio de las tribulaciones y la afanosa búsqueda de Sebastián, fui a parar al bar de los poetas. “Un aguardiente me vendrá bien”, me dije. Sin embargo, llevaba muchísimos más cuando sonó mi celular. Era Cleotilde:

¡Ay, Padre Vichenzo! ¡Padre Vichenzo!, ¡Sebastián se pegó un tiro en el paladar! —quedé más abatido frente a la botella de aguardiente; No sabía si gritar, llorar, maldecir al destino, pelear contra Dios. No sabía qué hacer.

Permanecí absorto. “Siete de espadas”, repetía después de cada trago. En el bar, había mucha gente. Mucho ruido. Cleotilde no dejaba de llamarme. “Padre Vichenzo”, escucho a mi espalda. Una voz joven me sacaba de aquel despeñadero. No la reconocí, no reconocí a aquél que me llamaba por mi nombre. Pero, en ese estado, no reconocería ni al mismo Sebastián. 

—¿Quién eres tú?”—le pregunté.

—Padre Vichenzo, soy el poeta Juan Aurelio, del grupo de los impresentes —me decía con entusiasmo—. ¿No me recuerda?

Recordé que el padre Guillamat me había recomendado aquel grupo de jóvenes. Sabía de mi afición por la poesía y del fervor que me producía San Juan de la Cruz.

—¿Qué hace usted aquí, padre? —volvió a preguntar.

—Un amigo se suicido —le dije consternado, casi sin respirar.

—Lo siento mucho, padre —me dijo.

Tenía un cuerpo atlético; sus brazos eran carnudos; sus labios armoniosos; su piel trigueña y su timbre de voz era suave y pausado. Tenía el rostro limpio.

Quizás en una de esas treguas que da el licor, llegué a dimensionar su personalidad. Me invadió. Sacudido por el encanto, pensé en el doce de espadas: “un hombre trigueño, corpulento, iba a llegar a mi vida”. En aquel momento no quería dejarme llevar por mi destino. El hombre, tal vez, no era ése…

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4 comentarios en «Doce de espadas»

    1. LIMEDIS CASTILLO, este cuento me gustó mucho por su estructura narrativa bien planteada, las descripciones de la atmósfera, los personajes, las emociones. Felicitaciones y un fuerte abrazo. ????

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