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PERFUME EN LAS SÁBANAS

Limedis Castillo

No sé en qué momento me la llevé al apartamento. Desde el principio nos habíamos entendido perfectamente. Hasta en la cama llegamos a ser cómplices. El leve resplandor de la luna pasó llevándose mis días tras de ella. Nuestra intimidad creció por tres años. Se extendió entre las dos: en sus labios y los míos, en nuestros senos, en mi pubis, en el suyo.

Hace dos meses, sin más preludios y de una manera inesperada e incomprensible, me dijo que se iba de la ciudad. A casa de su madre, dijo. Quedé estupefacta. Hice un largo silencio como una ostra. Algo inexplicable me impedía hablar. De entrada, no le creí ni una sola de sus palabras, o no quise creerle. Sentí, por primera vez, el frío de su voz.

Abatida, no tuve tiempo para recoger lo poco que me quedaba de ella; se llevó casi todo lo que nos unía, como un incendio voraz. Nunca pensé que esto sucediera. Me derrumbé a pedazos cuando cerré la puerta. Arrastré mis miedos y me eché a llorar, grité a los cuatro vientos, maldije su vida y su ascendencia. Luego, quise pintar su rostro muchas veces, con un labial, sobre la almohada que expelía su olor; un olor a campo, a hierbas silvestres. Esperé un momento para calmar mi impotencia. No pude. A punta de tijerazos despedacé la almohada, como tratando de exorcizar su abandono y su perfidia. Todavía, hoy, rondan las piltrafas de la sacrificada almohada por mi cuarto, multiplicando su olor en todos los rincones de mi apartamento.

Siendo muy niña, mis sentidos hacían del cuerpo femenino un “preguntario”. En vacaciones, cuando íbamos a casa de los abuelos, yo era feliz jugando a “la familia” -haciendo el papel de papá-. En aquellos tiempos, mis primas me suscitaban deseos. Sin embargo, no los dejé crecer, los reprimía. Con silencio y mesura, pude disimularlos.

Tan solo me deleitaba con bañarnos juntas, desnudas en el patio, contemplando nuestros cuerpos ante un sol tropical que se quebraba entre los mangos.

La primera noche de su ausencia caí en una especie de delirio. La imaginé a mi lado, durmiendo casi desnuda. Ese hueco de ansiedad acalambraba mis sueños. En el aliento cerrado de la noche, ansiaba sus manos suaves, sus besos y sus senos abundantes. Buscaba a tientas entre la oscuridad de mi habitación. “Siempre guardaré la ilusión de que ella regrese”. Muchas veces alcanzo a sentir su risa, la transpiración progresiva de sus axilas, el murmullo agonizante de su voz, extasiándome.

Las siguientes noches fueron de desesperación, me acorralaba la duda de que estuviera con otra mujer. Quise llamarla pero mi orgullo me lo impidió; un orgullo hipócrita, de poca valía, que nunca he logrado entender.

Cualquier día, sonó el timbre. Pensé que era ella. Vacilé para abrir. Cavilé durante unos minutos, no sé en qué. Abrí la puerta de una forma pausada. No, no era Zoraida; eran dos señoras muy elegantes; tenían la intención de predicarme su religión. Traían algunas revistas en las manos. No las dejé hablar. Discúlpenme, pero no creo en su dios, les increpé. “¡Maldita sea, lo que me faltaba!”, dije para mí, tras el ruido de un portazo que sacudió el día por entero.

Ella cambió de celular. Lo supe un tiempo después que me llené de valor e intenté llamarla. Reconozco que la lloré durante muchas noches. Invertí mi tiempo en una búsqueda infructuosa y sorda. Pensé que ella era cruel, que su amor había sido un paraíso artificial; con su abandono me había hecho sufrir demasiado. Ahora, estoy casi convencida que le he gastado la última lágrima. Pero aquí estoy, he sobrevivido. Suspiro un poco… Aguanto la emoción… Con su ausencia y apatía, me di cuenta de que ella hacía su vida, que nuestro amor de tres años había muerto y era un cadáver que yo quería resucitar.

Una tarde, la observé en un centro comercial. Era octubre. Qué sola se veía. En un instante, mi corazón aturdido por la soledad había dado un triple salto mortal; quería salirse. Me detuve a mirarla de lejos. Iba de compras; era lo que más le gustaba hacer.

Evidentemente, no me vio. Permanecí de pie, ensimismada, con la mirada fija en ella. Estaba altiva, seguía siendo una mestiza enorme, apuesta y sagaz, de cabello abundante, ojos miel, evasivos, como los de un felino. Andaba a sus anchas con ese cuerpo que en otros tiempos me deleitaba contemplándolo, poseyéndolo. No me atreví a llamarla. La seguí con la mirada. Ese andar de Zoraida era todo un espectáculo; sus nalgas voluptuosas y apretadas, su cabello suelto, zigzagueándole sobre la espalda. Logré dominar aquel trance. Hacía ya muchos días que no había dormido muy bien, por ella. No se percató de mi presencia y siguió perdida entre tantos avisos, promociones y cosas burdas. Me alejé como una perra apabullada sin hacer nada, desde luego, para no sufrir más. La tarde transcurrió gris y desaliñada. Un fuerte aguacero se precipitó luego sobre la ciudad. Por la noche, me fui a tomar unos tragos al bar de los poetas. Allí pude ver, casi ebrio, al Padre Vichenzo.

Hace un mes, entendí que Zoraida no volvería conmigo. Me resigné. No dejé de arreglarme. Busqué amigos, quería vivir experiencias nuevas. Sabía que la desilusión por ella, tarde o temprano, sanaría. Entró en mí el rumor caudaloso de la vida y la esperanza de volverme a enamorar. “Sal con algún hombre”, me dije, a mí misma, tantas veces. Lo hice. Salí con muchos. Pero, que va, nada serio pasaba. Hasta que di con el gerente de un Banco: Iván. Él era un hombre espontáneo y notable, por lo que yo conocí de su personalidad, aunque de naturaleza sosegada. Acostumbrado a tomarse la vida con una seriedad pontifical. De cabello plomizo, pómulos salientes, de cuerpo macilento. Tenía un carácter noble de hombre separado. Su esposa se había ido con un superintendente de una multinacional petrolera. Fui su paño de lágrimas. Fui un florero de cristal donde él depositó todas las infidelidades y dolores que aquello le produjo. Creo que se estaba enamorando de mí.

Me he tomado todo el tiempo necesario y la valentía para reanudar mi vida. Pero me hice la promesa que no lo llevaría a dormir a mi apartamento. No fue así. No sé con qué pretexto, una noche, siendo ya un poco tarde, nos tomamos unos tragos. Fijé en él mis ojos de fiera y noté que sus pupilas penetraban en la lujuria de aquella noche. Lo dejé que me llevara. Nos besamos. Me miró, fijamente, con una potestad de hombre curtido en esos avatares. Nos desnudamos. Hicimos el amor muchas veces. No obstante, no quedó todo allí; faltando un orgasmo para despachar la noche, tuve la desdichada sensación de haber vivido una pesadilla. De las sábanas resurgía Zoraida; su olor alborotado me llevó a considerar esto como una traición. Él, por su parte, estaba ebrio de satisfacción, extasiado por su hombría en mi cama. Me preguntó, con una voz casi chocante, algo así como: “¿Te gustó…? ¡Ah te gustó! Tengo más para ti… nunca nadie me lo había…” Hasta entonces, él se creía amo y dueño de aquella noche. Lo saqué casi a patadas del apartamento. Por primera vez, me sentí utilizada, manipulada, menoscabada hasta las pezuñas. Entonces, alcancé a comprender que no había valido la pena experimentar con aquel imbécil. Quería olvidar a Zoraida, ¡era cierto! Esa noche desenfrenada caí en la depresión, me daba asco lo que hice. Sentí, de nuevo, el viejo olor de ella en las sábanas. Aquello me dejó sin aliento. De ella he guardado en mi memoria, ese olor a sexo infecundo y la imagen desnuda e idealizada que me retrae; ese aroma a hierbabuena y menta que debe manar aún de su pubis excitado. Y entre dientes me dije: “No hay una persona que haga el amor como Zoraida”.

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3 comentarios en «Perfume en las sábanas»

  1. LIMEDIS CASTILLO. Muy buenos días amigo y hermano de letras. Felicitaciones por tus habilidades camaleonicas como narrador, por la estructura narrativa que utilizas, como con cada palabra vas esculpiendo el relato y va creciendo hasta lograr resplandecer. Un fuerte abrazo ???✍️?????????

Responder a Ana Esther Riaño HerreraCancelar respuesta