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CALLES EGOÍSTAS

Javier Quiñoez Quiroz

Las ciudades crecen en todas las direcciones y los hombres deambulan perdiéndose entre los laberintos que estas le proporcionan, cayendo vuelta tras vuelta a la misma página; corren por las líneas adoquinadas entre palabras mudas en movimiento, letras estáticas que conversan una con otra y algunas que meditan sobre el lenguaje de la calle. La noche conserva su viejo traje de luto y envuelve a los borrachos en un sueño de distancias cercanas. Allá en una esquina unas mujeres bostezan irremediablemente de frío, sus vestidos se limitan a cortejar sus muslos de almíbar. Son espíritus vendidos, pagados, violados.

Más allá unas manos se levantan en una comunión con el viento y mientras cantan un dulce, una cartilla de inglés, de hierbas medicinales, de salvación de las drogas, de una cruz que guía, de lápices y lapiceros, borradores de nata, piden una moneda para comprar un pan, para llevar la cuota para la fundación cristiana, y el viejo Baudelleire con el demonio en sus ojos cría a los nietos de Caín y besa a todas esas evas que aún no sienten el infierno como castigo sino como un cielo de placer y capitalismo dinámico donde la moneda requiere de yagas, gusanos, lepras, lástima, deseo, placer y orgía productiva. Mujeres que la noche dibuja en las calles, llenas de colores, llenas de mañas. Estériles terrenos donde la humedad de su desierto volcánico es leve e impalpable.

Cuántas veces el poeta ha corrido y recorrido los andenes de la ciudad en busca de un verso, un pan viejo, un limosnero soñador que ruega y da gracias a Dios por sus males, una acordeón ciega que irrita al viento con un ruido melódico. Muchas veces el poeta ha visto la muerte dibujada en el rostro de los niños, el hambre paseándose en el estómago de un perro, y los ultramundos contenidos en un frasco de pegante. Es allí donde la palabra se queda sin calle y es un simple aroma que persigue Grenouille para crear en su cerebro una fragancia que identifique las aceras que acaba de asesinar y, quedarse con el olor a orín, a estiércol, a dientes podridos, a cadáver y construir esa tragedia silenciosa, esas historias que solo las calles ven y conocen pero que se callan en su absoluto y odiable silencio.

Gregorio Samsa ha escuchado el llanto de las palmeras de la calle 57 por el arboricidio de sus parientes que daban sombra a la Caracas, percibe su muerte mientras cruza la ciudad en gusanos rojos repletos de alimento humano, dejándose caer en su pereza que protesta por no seguir deambulando en una existencia de número, ve como su cuerpo es una figura llena de formas geométricas, se pudre. Huele mal y prefiere seguir pudriéndose mientras su fe en el amor se le entierra en la piel hecha manzana.

Los autos pisan los cadáveres en esa afanosa carrera por eliminar la distancia y el tiempo, el viejo reloj del centro se silenció y entró en huelga, para él no existe el tiempo, decidió acabarlo y se dedica a ver pasar los cuerpos esclavizados por las monedas, una fe, un sueño. El antiguo e inutilizable carril del tranvía conserva los pasos del asesino que el nueve de abril dejó un grito muerto en el piso frío; y a veces en la abandonada noche, cuando las tildes de la ciudad iluminan el corredor de la iglesia vomita gusanos de odio, y siente rabia por los pasos inútiles que tiene que soportar todos los días. Pasos que son indiferentes a las paredes y paredes que le son indiferentes a los pasos.

Observo la noche y veo una sombra larga, la sombra de Silva, la sombra de saberme finito, miserable en un fin único, sin calles, solo enfrentado a la última música de alas, a los últimos susurros y con el último y definitivo aroma. Estas calles abren sus bocas y sus ojos sin párpados, los ventanales emergen en lo alto. Los semáforos menstrúan de vez en cuando para limpiar la acera de la basura, el desperdicio de la ciudad que agoniza con los pasos de Dostoievski. En el momento en el que aparece en las manos de Raskolnikov un hacha que da muerte a la codicia como principio, como cosa y, a la inocencia por azar, formando una mirada absorta de alegría mientras la sangre corre por la Jiménez. Un radio recalca la hora, los obreros salen y entran a sus oficinas. Cállense todos, el sol ha derramado su última hostia y el último vino, Sodoma y Gomorra limitan y viven cerca a la iglesia de la Soledad, sus puertas están cerradas, pero afuera unos papelitos con manos cómplices te invitan al más humano de los rincones donde el vaho del génesis enreda entre sus hiedras.

Volvemos a recorrer las calles dispares, voces de protesta, eliminando los cruces, inventando cuerpos desordenados, locuras irremediables, destruyendo dioses en la solapa de los libros, alimentando la tisis, la hemorragia, la lepra de un cartucho y un cambuche lleno de semidioses olvidados, apartados por la muerte viva de la sociedad que los destierra de sus olimpos de lujo. Morimos en el único momento que deseamos vivir, y entendemos igual que Flórez que algo muere en nosotros diariamente. Las calles se apropian y enajenan nuestras vivencias, solo seremos sombras que lamen el concreto.

Después de cien años, si le preguntas a las calles y logras sacarlas de su apestoso silencio, de su risa bufona y su mirada despectiva, si le preguntas por mí, y ellas te hablan, la respuesta que escucharás será ¿y quién es ese? ¿acaso existe o existió?

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3 comentarios en «Calles egoístas»

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