RELOJ DE MADERA
Manuel Díaz
El reloj marcaba las 11:30 de la noche en un hotel tan amplio y silencioso que parecía un sueño. De no ser por el reloj de madera, Ocho estaría desorientado, la causa principal era que tenía un leve nivel de ebriedad, pero aún era consciente, estaba seguro de que ese era el hotel donde se hospedaba, también sabía que su habitación era la 3B.
Ocho sentía el pasillo eterno, e incluso veía como las paredes se alargaban drásticamente frente a él. Quizá el alcohol empezaba a hacer efecto, pero solo había tomado whisky con su amiga Mónica. Era la primera vez que tenía tantos malestares juntos. Fue tanto el mareo, que optó por sostener su cuerpo contra el reloj, ya que era lo único firme que sentía, y pensó en la frase: “¿Quieres suerte? ¡Toca madera!”.
Mientras recuperaba la conciencia, cerró los ojos y de repente se sintió uno con el universo, el sonido en todo el hotel era el tic, tac, tic, tac, que producía el formidable el reloj de madera. Entre tanto experimentaba su viaje espiritual, pensó en la noche anterior.
Fue una noche normal, pero estar acompañado hacía que fuera interesante, ya que, para él, no había peor tortura que la soledad. Muchas personas disfrutan la compañía de ellos mismos, no es su caso; siempre fue así, le era cómoda la compañía de cualquier persona, ya sea amigo de toda la vida, familiar, o un completo desconocido que acaba de enterarse de su existencia. Aunque siempre existía la excepción de algunas personas que le parecían aburridas y otras demasiado toscas.
En el caso de Mónica, la conexión era muy buena, e incluso creía estar preparado para el compromiso, aunque solo en escenario de la amistad. No le importa hacer trampa en ese tema, si por él fuera, abandonaría los escalones e iría por el elevador. Su ego era tan grande como el hotel, o así le gustaba pensar, ya que su confianza en sí mismo y en sus habilidades elocuentes, eran muy altas.
Al cabo de varios «tic tac» cayó en cuenta de que había olvidado el tema de la noche anterior, y le pareció raro, porque aparte de que había estado en un bar con Mónica, tomado whisky, algo no le cuadraba bien. Ni siquiera se había molestado en mirar la hora, y en su estado actual, no era capaz de hacerlo. El asunto de su experiencia reciente le importaba demasiado, pero casi al instante de sus preocupaciones, optó por no pensar en eso. El verdadero tema que le importaba, era el no poder moverse. Estaba cansado, así que, inclinó las piernas delicadamente, y en un instante, cayó al piso, sentado, recostando la espalda al reloj y cabizbajo. Se sentía como un alcohólico. Al seguir así, calculó que habían pasado por lo menos quince minutos desde que empezó a sentirse extraño, pero el tiempo no transcurre igual cuando estás preocupado, por lo tanto, nada era seguro.
Intentó mantener la calma, pero su subconsciente hizo caso omiso a sus intenciones, él era quien estaba a cargo. No era de creer en cosas espirituales, pero debido a la situación, se volvió un pensamiento razonable.
Sin darse cuenta, Ocho estaba recordando sus experiencias parecidas, perdía el control de su ser. La primera anécdota que recordó fue en un autobús, era de noche, estaba exhausto y había tenido un largo día. El sueño abundante era notable, tanto así, que mientras se aproximaba a su destino, no era consciente de su existencia, creía que estaba dormido, pero era evidente que estaba despierto, y para colmo, iba de pie, así que no podía recostarse a nada; no obstante, su cabeza había momentos en que caía y su subconsciente automáticamente hacía que esta volviera a su lugar. Ni siquiera podía mantener un ojo abierto. Ese momento fue bastante extraño, pero era cansancio. A diferencia de la actualidad esa situación era más común, pero no recordaba detalladamente la sensación pues había sido hace tres años.
La segunda experiencia que recordó fue cuando estaba pensando, al igual que ahora, en la vida. Se sentía un auténtico filósofo. Su cuerpo y su mente eran dos cosas diferentes, quizá sea así, pero Ocho no se molestó por profundizar en ese tema, ya que “ese no era su trabajo”, así pensaba frecuentemente cuando no sabía algo, o simplemente le daba pereza investigar.
Empezaba a reflexionar sobre lo que había en su vida: Era un muchacho de veintiséis años, con el cabello corto, contextura delgada y un metro con setenta y seis centímetros de estatura. Se consideraba carismático, era el único punto bueno que creyó tener. En su propia definición era muy cutre, igual a todos, era un muchacho dentro del promedio. Eso le indignaba, ya que, toda su vida había soñado con ser exitoso.
Ahí estaba, postrado ante un reloj de madera y pensando en que había desperdiciado su vida. Más allá de su egocentrismo, sintió que había malgastado el tiempo. El tic tac del reloj de madera le ayudó a estar seguro de lo valioso que es cada instante. Cada tic es importante, cada tac es motivo de alegría, pero no lo notamos, o al menos no a tiempo. Ocho tardó veintiséis años en notarlo. Posiblemente hay más personas “perdidas en el tiempo”. Recordó a muchos de sus compañeros, y no pudo evitar pensar en lo perdido que estaban, quizá aún no notaban el valor del tiempo, ya que se pasan la mayor parte trabajando. Ocho creía que la manera de vivir la vida era disfrutarla y tratar de “ser feliz”. A pesar de este pensamiento, desde niño ansiaba con ser exitoso.
El reloj de madera era auténtico, bastante atractivo, aunque no aparentaba ser muy moderno. Ocho estaba cómodo a pensar de recostarse sobre un reloj. El péndulo representaba armonía, y el escuchar tic, tac, con los ojos cerrados, generaba exorbitante tranquilidad. Era un reloj especial, de esos que no solo son para ver la hora.
Había algo que le impedía moverse. Ahí estaba, sentado, al lado del reloj de madera, pensando. Él era el impedimento de su movimiento, hacia un rato que podía hacerlo, o al menos haberlo intentando, pero simplemente no se movió. Se quedó quieto, sin realizar ningún esfuerzo para llegar a su habitación. Por alguna razón, el reloj de madera hacía que se sintiera plácido.
Luego de tantos locos pensamientos, sin darse cuenta, se quedó dormido. Al despertar de repente, se le había pasado en el autobús, pero, con la diferencia de que su “despertar” fue mayor a un instante, quizá fueron un par de horas, o quizá solo diez minutos. Nadie sabe, el punto es que se durmió. Ya despierto, pensaba en la liebre, se sentía como ella, justo en ese momento se dio cuenta que llevaba dormido veintiséis años.
“En tiempo es oro” pensó en esa frase después de haber despertado. Empezó a analizar el valor del tiempo y a compararlo con el oro. Pero no todas las personas tienen el dinero para comprar el oro y quizá por eso el pobre siente envidia del rico, están convencidos de que tener dinero es lo esencial para ser feliz. Si pensamos en el tiempo, todos gozamos de este privilegio.
Ocho pensó en todo eso, ¡qué fortuna es el tiempo justo!, es mayor que el oro. Quizá, y solo quizá, con el tiempo logremos conseguir una riqueza mayor a una tonelada de oro.
También pensó en lo importante que era no dormirse, ya que todos son tortugas y quieren ganar rápidamente la carrera de la vida, pero obviamente la vida es más que una competencia, así que optan por tomar otro camino completamente diferente; ese camino que sube y baja, como los niños en los parques. Por lo tanto, para esas tortugas era un camino divertido y que, de una u otra manera, terminaría en el mismo lugar. Esas tontas tortugas de cerebro pequeño. Son tan tontas que, de tanto subir y bajar se convierten en liebre, una liebre rápida y efectiva en hacer lo que le gusta: divertirse. Lástima que se durmiera tanto en de la carrera, y se olvidaron por completo su existencia, solo optaron por divertirse y dormir. Claro, porque si no duermen, no tienen fuerzas para desperdiciar, y las necesitan para su diversión, aunque no sepan que “divertirse” tanto es el desperdicio.
¿Qué es una liebre? Pensó Ocho. “Una liebre es un conejo, pero mejorado; más veloz y más grande, aparte de otras diferencias genéticas irrelevantes”, se respondió él mismo. “Una tortuga perseverante, un conejo mejorado, y…”, no terminó el pensamiento, ya que de repente se quedó dormido.
“…Liebres… No se duerman”, era lo que balbuceaba Ocho en el pasillo. Estaba ahí sentado, soñando con liebres. No bastó con más de un instante para que despertara después de que la señora del aseo le diera una palmada en el hombro. Ocho abrió los ojos bruscamente, estaba asombrado, pero se levantó, justo después de que la señora terminara de decirle cosas que no entendió. Estando de pie, miró el reloj que marcaba las 5:15 de la mañana, su reacción ante la hora fue ir directo a la habitación 3B, que era la suya. Apenas entró, se tiró en la cama y exclamó entre dientes: ¡Lo que genera un reloj de madera!







(Maicao, Colombia. 2004). Le apasiona la poesía y los deportes. Su mayor deseo es conmover al mundo con su arte. Hijo de Luis Diaz (Trabajador Social) y Juana Polo (Contadora Pública). Segundo de tres hermanos. Estudia en la Institución Educativa Núm. 11 Sede El Carmen, Grado decimo.