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OSCURANA

Alí Reyes Hernández

Una llovizna fría alfileteaba mi cara, me calé el sombrero hasta las orejas; la noche estaba de verdad oscura como para «cortarla a cuchillo» pero no importaba pues llevaba el optimismo propio del que sale a disfrutar de una caminata nocturna nada común.

La intemperie me obligaba a abrigarme con una capa de lona que, más que cubrirme, me resultaba pesada; la ajusté al cuello. Con ese trapo tan estrafalario podía espantar a más de uno y, precisamente, mi intención era muy diferente. Pretendía convencer a cierto individuo, de que los espantos y aparecidos solo están en la imaginación de la gente, aunque en mi fuero interno, solo quería demostrar que yo era un macho y que el poquísimo miedo que poseía no era suficiente para repartirlo entre los vivos mucho menos con los muer­tos.

Todo se inició porque al abordar el tema surgió entre el mencionado y yo un acalorado diálogo entiéndase por “diálogo” lo audible a tres o cuatro casas a la redonda y mi equivocación, así lo comprendí vuelto a la calma, fue haberme reído de sus creencias supersticiosas. En ese punto fue donde, al frente de varios testigos, me retó a que fuese esa misma noche al cementerio antes del primer canto e` gallos. ¡Hay que ver las cosas que uno dice cuando está fúrico! El hecho está en que acepté y allí iba, haciendo el ridículo y con una estaca en la faja que debía clavar en medio del campo santo para evidenciar mi estadía en él.

Bueno… Llegué a pensar que, a pesar de lo infantil de la propuesta, había que disfrutar de las situaciones, es más, si no fuera por el respeto que le tengo a las serpientes, hasta pudiese amanecer allí. Pero no, el cementerio estaba muy enmontado.

Hacía rato que la tenue llovizna había cesado. Las luces del pueblo estaban quedando a mis espaldas, las tinieblas me salían al paso. Por la fecha deduje que no habría luna, era mejor así porque la luz selenita es una artista que esculpe figuras móviles en el horizonte creando en la noche mundos insospechados.

Hacía ruido con mis botas para oír otra cosa que no fuera el ruido de los grillos y sapos pues ya no había perros que me ladraran al pasar.

Ya estaba pasando al lado de la cerca cubierta de enredaderas que señala el lindero del cementerio y al fondo, sobre mi diestra, las constelaciones del Norte recortadas por la sombra de la mole rocosa de la Sierra Falconiana. Pero al estar admirando el titilante firmamento se interpuso en mi visual el vuelo reposado de una lechuza; no me quedó más remedio que extasiarme en la contemplación de esa belleza misteriosa de la noche, su pecho blanco contra el azabache del cielo; todo iba bien. Hasta que inició su no muy agradable canto: Un craqueo agudo que laceró mis tímpanos y me fue helando la sangre en forma sistemática y acelerada; me vi precisado a respirar profundamente para poder seguir caminando, y solo así se me fue calmando esa sensación.

Entré. Sinceramente, los paisajes de noche son otros. El único encanto que este tenía es que siempre ha estado en mi mente desde niño como la representación clásica de lo que debe ser un cementerio, todo gris, antiguo donde se pueden leer lápidas con fechas de mil ochocientos y tantos.

Pero esa noche las cruces apenas emergían del monte, la soledad del paraje era más evidente por la presencia de unos árboles altos, espectrales, algunos con el ramaje desnudo por donde silbaba el viento, debajo de ellos se adivinaban los túmulos, tan antiguos como el pueblo mismo, son unos montículos en forma de sarcófago que dan la nota característica del lugar. De repente… Un tétrico ruido de bisagras centenarias que intentan abrirse. Me horroricé. ¿Y quién no? Con un ruido ensordecedor y repentino a cualquiera le puede pasar. Y así pude descubrir que provenía de dos árboles en horqueta que se friccionaban movidos por el viento, lancé un suspiro de alivio, pero que no duró mucho.

― ¡Auuuuu…!

De la distancia llegaban los aullidos de un perro modulados por el viento. Una irradiación fría surgió de lo profundo de mi abdomen, inútilmente traté de razonar, pero los instintos no suelen entender razones, así que, sin tener cuidado del lugar donde pisaba, decidí clavar la estaca y retirarme inmediatamente del sitio.

Cuando estaba poniendo una rodilla en tierra, volvió a pasar la solitaria lechuza con su paralizante craqueo, esta vez casi me levanto y salgo corriendo, pero tomé valor y comencé a clavar torpemente. La imaginación me estaba traicionando, presentía osamentas que brotaban de la tierra y trataban de agarrarme. Sentía frío y no era el de la noche, sudaba y no era por el esfuerzo, la estaca me temblaba en la mano, sonidos extraños me hacían levantar la vista a cada rato; me di un golpe en la mano con la piedra que martillaba y no tuve aliento para quejarme, seguí martillando aceleradamente. Ya estaba listo, solté la piedra y me fui a levantar…

¡Lo que sentí, no era imaginación! ¡Alguien me agarraba! Me jalaba hacia el abismo. Ni más, era una fuerza inexorable. ¡Sí! En ese momento tuve la clara convicción de que solo tenía que voltear para ver la cadavérica mano, metacarpos y falanges parcialmente desprovistos de carne que poderosamente retenían mi manto ¡¿Y la cara?! Una calavera en su rictus macabro coronada de cuero cabelludo y cuencas semihundidas, mitad carne y mitad hueso. ¡Nooo!

Dejé escapar el grito por tanto tiempo retenido, traté de correr, caí sobre mis posaderas. No podía zafarme de ese difunto a quien había importunado.

No sé cómo pude desatarme, abandoné la capa entre sus esqueléticos dedos. ¿Cómo salí? No quiero ni recordarlo. Solo les diré que llegué corriendo al pueblo sin aliento. Esa noche no pude dormir.

A la mañana siguiente, mi amigo y otros que sabían de mi incidente fueron a verificar lo que había pasado. La luz del día me dio valor para indicarles el sitio.

Y efectivamente. Allí estaba la capa, cla­vada profundamente en tierra por la estaca.

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3 comentarios en «Oscurana»

  1. Interesante estilo el manejado. Me gustó la historia y la manera de llevarla, me mantuvo expectante y ávida de seguir leyendo.
    ¡Gracias y felicitaciones, escritor!
    Reciba mi saludo y admiración desde México.

  2. En la oscuridad todos los gatos son… ja ja. Vaya susto. A mas de uno se le disminuye el valor a medida que cae la noche, Aún más si es, en predios de un camposanto. Todo puede ocurrir, afuera lo sobrenatural, adentro, nuestras supersticiones y temores.

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