Saltar al contenido

ÉXTASIS DESCANSA SOBRE UNA MESA DESNUDA

Joel Peñuela

Apareció sin anuncios. Sentí un frío recorriéndome de norte a sur, el pulso a millón y mis manos parecían como si estuvieran tocando una caja vallenata en un repique a ritmo de puya. Aunque amaba mis encuentros con ella, verla me aterrorizaba. Se sentó sin decir palabra y acomodó su maleta elaborada con piel de saurio. Me miraba esperando que esta vez dijera algo. Por varios minutos estuvimos tan quietos que parecíamos una fotografía. De pronto se abalanzó sobre mí y me sacudió como a un muñeco de trapo, luego metió sus dedos dentro de mi cabeza y empezó a revolcar mis pensamientos. Yo continuaba como si de verdad estuviera hecho de trapo mientras ella esculcaba mis sesos.

—Esperaba encontrar algo útil —dijo (encapotando el rostro)—, pero me equivoqué:  aquí no hay más que heces.

Encontró algunas ideas en medio de las heces —según ella— y trató de darles forma. A pesar de mi miedo bostecé una palabra. Me miró, y se enojó de verdad.

—¿Qué quieres que haga? —dije, sobándome la mejilla donde había recibido el manotazo.

—Es que solo dices palabras rudimentarias… tibias —explicó.

Después de un rato de injurias tomó la maleta y comenzó a sacar sus pertrechos. Extrajo un legajo de exclamaciones, interrogaciones e interjecciones; un recipiente con artículos y pronombres; de la cajita azul sacó cientos de sustantivos y de la roja decenas de adjetivos. En una bolsa había un montón de adverbios, los acomodó, cuidando de poner detrás a los terminados en mente.

—¿Por qué los escondes? —pregunté, todavía con la mejilla caliente.

—Por su mala fama —respondió, y siguió ordenando la mesa.

—Me parece una fobia sin piso —balbuceé—, un rigor innecesario.

—Cada cual hace como quiere —contestó. Luego me miró y preguntó—: ¿Por qué estás boquiabierto?

—Pensaba —dije, después de cerrar la boca— que… entonces… ¡podría intentar hacer algo diferente!

—Sí, claro. Hazlo… —dijo, sarcástica.

—¿Cómo así? —inquirí, ingenuo.

Dejó de hacer lo que hacía y me miró directo a los ojos.

—Los genios tienen derecho a seguir sus caprichos —dijo—: pero el resto, no.

—Pero ¿… yo? ¿Crees que te… tengo posibilidades… de convertirme en un… un ge…?

Su mirada me fulminó tan fuerte que suspendí el resuello.

—Primero, deberías intentar no tartamudear, pendejo —concluyó.

Sacó del fondo de la valija las preposiciones y conjunciones embaladas en un solo paquete. Miré dentro de la maleta y estaba vacía.

—Y… ¿dónde están ellos? —pregunté.

—¿Quiénes? —inquirió ella, a su vez.

—¡Los verbos! —dije, con la lengua hecha una bola.

—Ah —dijo—. ¡Tú te quedaste con ellos la última vez que nos vimos!

—No.  Ellos… ellos son… son asunto tuyo.

Se arrellanó en la silla, se mordió los labios, cruzó las piernas y me taladró con la mirada.

—A veces me pregunto por qué pierdo mi tiempo contigo. Tú eres como un primate cuyo mayor logro es rayar superficies. —Negó con la cabeza, varias veces, y prosiguió—: Personas como tú impiden que mucha gente se amiste conmigo, porque…

—¡Ya! ¡Detente! —intervine, echando mano de lo que quedaba de mi maltrecha dignidad—Te recuerdo que estás en mi casa, y… ¡tú sin mí tampoco eres alguien!

—¡Ya! ¡Para! ¡A trabajar!

Una sustancia blanca, un halo luminoso parecido a la plastilina, bordeaba su cuerpo de pies a cabeza. Comenzó a arrancárselo y en la medida que se deshacía de él, este asumía forma de lienzo. Después de unos pocos segundos, como si de repente hubiera caído bajo el influjo de la hipnosis, me acerqué a la mesa y contemplé todo cuanto estaba encima. Entonces escuché su suspiro grueso.

—De aquí en adelante tú estás a cargo —indicó—. Cuando me necesites, me encontrarás si trabajas duro. —Se acercó amable y puso una mano alrededor de mi cuello—: en lo sucesivo la inspiración surgirá de tu transpiración. —Señaló el lienzo—. Ahí te dejo la materia prima. Lo que surja de ella, es tuyo.

Hizo una pausa. Me miraba bondadosa. Movió la cabeza como afirmando en silencio, luego rozó mi cabello… y cerró la puerta tras ella. De pronto, cuando todavía la soledad no me abrazaba del todo, apareció de nuevo. Me apuntó con labios en forma de morro, sonrió y advirtió:

—Recuerda buscar los verbos. Son imprescindibles. —Y desapareció.

El silencio se escuchaba por cada recoveco de la sala. La mesa, el lienzo y las palabras me esperaban. Estuve una semana fuera de casa.

—Nunca sabrás que no puedes, a menos que no lo intentes —dije, entre dientes.

Pensé en lo que acababa de decir. Era mi undécimo día solo. «Este es mi problema —razoné— siempre encuentro la forma de complicar lo sencillo. Lo contrario es lo correcto».

¿Dónde estarían los verbos? En un acto impensado tomé el bolso de saurio. Sabía que allí no estaban, pero de pronto sentí algo duro dentro. ¡El bolsillo auxiliar estaba repleto de ellos! Puse algunos encima del lienzo y este comenzó a contorsionarse.  Agregué otras palabras. Al ver incrementado su movimiento, me animé a poner otras, por aquí, y por allá. Poco a poco comenzó a tomar forma. Aunque todavía precoz, parecía gustarme, especialmente porque tomaba topografía femenina.

—¡Me gusta cómo me tratas! —dijo Quimera, de pronto.

—¡Qué alegría escucharte! —dije, extasiado. 

Entrecerré los ojos como hago siempre que intento captar bien un asunto. Pude verle taras. Sentía que le faltaba, pero no sabía qué; que le sobraba, pero no sabía dónde. Alcancé a escuchar un susurro. Dormía. Entonces la moví suave para no dañarla, y la dejé reposar. Me alejé, pero sin dejar de rumiarla. Ipso facto apareció una vecina ofreciendo su ayuda. Vino vestida de seda, pero sin pantis; cubierta hasta arriba, pero sin sostenes; su falda tenía un tamaño atrevido. Sabor a pueblo le dicen, Cacografía se llama. Me resistí a sus servicios y la alejé sin reparos.

Apenas cerré la puerta, llegó otra visita. Un olor ocre me obligó a retroceder dos pasos. Entró contorneando sus caderas, y se sentó. Me repugnaban su olor y su impertinencia. Observé su rostro huesudo y vi que a su sonrisa le faltaban tres dientes.

—¿Quién eres? —pregunté— ¿Qué haces en mi casa?

—¡Pero, qué quisquilloso sos! —dijo, pegajosa—. ¿Vos, no sabés quién soy?

—No, no lo sé… y no quiero saberlo.

—Oye, oye —reclamó mientras la tomaba por el brazo y la aproximaba a la puerta—: qué mal educado eres… si vine fue para darte una mano.

—Pues no la recibo. Estoy ocupado.

—¿Ni siquiera preguntarás mi nombre? —Ante mi silencio y mi asco, dijo—: Coprolalia… así me llamo, y no lo olvides porque un día cualquiera volveré por aquí.

—Entonces, te echaré de nuevo —dije, y cerré la puerta.

Abrí las ventanas para que el hedor no se amañara. Casi no se había ido mi vecina cuando así de la nada apareció un caballero. De impecable vestido y chaqueta. En lugar de lentes un impertinente; sombrero cilíndrico al estilo Drácula; traía un bastón caro y zapatos nuevos.

—Buenos días —dijo, e hizo una reverencia.

—Pase, usted —respondí.

—Me llamo Eufemismo —indicó, con voz de barítono—. Mi nombre es un tanto extraño, pero es porque soy muy particular. He venido a sabiendas de que usted parece necesitarme y, aunque sea por demás decirlo, me dispongo a su arbitrio, honorable señor.

Me agradó, pero… había algo que todavía no terminaba por gustarme del todo. Lo puse en el marco, lo medí en el fondo, traté de acomodarlo. Hice cuanto estuvo a mi alcance para admitirlo, pero igual que la otra, él tampoco ajustaba. Si lo incluía, estaría obligado a cambiarlo todo.

—Muchas gracias —le dije—, vaya a la otra sala donde esperan otros que desean también ser parte del juego. Quizá otro día lo busque y entonces le aseguro un puesto.

—¿Hay algo malo en mí? —preguntó, un tanto avergonzado.

—No, ¡por supuesto que no! —respondí, compasivo—. No es por usted… es que ella no tiene su talla. Ella es un poco… ¿cómo le digo?… ¿un tanto menos formal? De verdad, no es usted y… tampoco es ella… es que ustedes no sintonizan y si los pongo juntos, maltrato a ambos. Cuando se marchó, regresé a Quimera. Mi distanciamiento le convino porque la encontré menos enclenque.

Quimera agonizaba porque quería que la sacara al parque. Algo me decía que no la mostrara. Escuché a alguien tocando a mi puerta. Eran dos bellas coquetas: Metáfora y Paradoja. No vinieron solas. Las acompañaban veinticuatro amigas. Todas me agradaron, pero solo escogí a las indispensables. Con la ayuda de siete de ellas suavicé sus bordes. Di un giro a un verbo y reacomodé un nombre. Reduje adverbios y quité adjetivos. Cambié una preposición por otra. Mudé de lugar un adverbio… de pronto escuché una voz con eco. Vino vestida de paja. Traía en el cabello dos pelucas del mismo color. Dos pares de guantes sobre sus dos manos; dos pares de medias, uno encima del otro; cuatro aretes en sus dos orejas y ¡hasta dos lentes para cada ojo!

—¡Esa es Redundancia! —susurró una voz detrás de mi nuca.

Sin miramientos la mandé a dormir.

Quimera y yo nos llevamos bien, pero se me ocurre mirarla con una lupa gigante. ¡Soy perfeccionista! Doy pincelazos para mejorar sus trazos. Acomodo a Sutil Desencuentro, a Sorpresa y al señor Suspenso. Invoco a un mago que desenreda y enreda todo al mismo tiempo, ese duende que llamo Artificio. Lo parto en trozos y con ellos la arreglo. Reviso de nuevo su trama y dilema; si está suelto el nudo; si armoniza el tema. La veo bien vestida. Me gusta… aunque no del todo. Creo que podría acicalarla indefinidamente. Pongo en la maleta las palabras sobrantes ¡La mesa ha quedado desnuda! Quimera se acomoda en ella y mira por la ventana.

—Quisiera respirar el aire de afuera —comenta, y me hace un puchero.

—Todavía no —contesto, inflexible.

—Está bien, padre mío —dice, resignada.

Al escucharla, siento que regurgitan mis entrañas. Mi instinto paterno invade cada resquicio de mi ser y no tengo otro camino distinto a satisfacerla. ¡La sacaré ahora mismo a la calle! Me decido a amarla, a cuidarla y a contarla, como lo hace un padre con su hijo, aunque necio, o aquel otro con su cogollo chueco.

¿Proclive a la infamia? ¡Sin duda!, pero, ¡mía!, a pesar de todo.

Ponte en mis zapatos: ¿No estarías orgulloso si al final del camino ves que tu éxtasis descansa sobre una mesa desnuda?

1 estrella2 estrellas3 estrellas4 estrellas5 estrellas (Ninguna valoración todavía)
Cargando...

12 comentarios en «Éxtasis descansa sobre una mesa desnuda»

  1. Interesante trabajo que enseña, en una sucesión bien coordinada de alegorías, con uso medido del apóstrofe, el calambur y prosopopeya una magistral clase sibre técnica narrativa. Brillante ejercicio de sinestesias; deja una agradable imagen. Felicitaciones compadre.

    1. Gracias, tomo su comentario bajo el filtro de la calidez con al que siempre emite sus juicios y le agradezco mucho el hacerlo. Sus palabras alientan a continuar leyendo todos los días y trabajar con ahínco para superar mis limitaciones. Gracia de nuevo.

  2. El lienzo, la hoja en blanco, el drama de todo creador, plasmado con algo de humor e inteligencia. Me agrada el simbolismo de sus personajes. El encuentro con las musas, puede ser así de traumático. Rescato dos frases. “Nunca sabrás que no puedes, a menos que no lo intentes”, La otra: «…en lo sucesivo la inspiración surgirá de tu transpiración». Un abrazo.

  3. ¡Genial, amigo!
    ¡Qué juego de palabras!
    Cada escrito tuyo es completamente distinto al anterior.
    Aprecio y admiro la manera en cómo muestras destreza al usar varios estilos cuando creas.
    ¡Felicitaciones!
    Saludos desde México.

    1. Hola, amiga en la distancia: saludos desde esta Colombia que los quiere. Gracias por su comentario, que lo tomo como un filtro necesario en mi proceso como escritor. Sigo trabajando arduo para aprender, y disfruto escribir. Bendiciones y, Gracias de nuevo.

  4. Excelente trabajo en el cual podemos disfrutar una vez más de la riqueza literaria y de la creatividad de uno de los mejores escritores guajiro-cesarenses de nuestro tiempo. Me agrada mucho la analogía que hace entre las palabras y los accidentes gramaticales con las personas y las cosas. Felicitaciones también a Papel y Lápiz por permitirnos conocer la verdadera literatura colombiana

Responder a robertoescritorCancelar respuesta