La muerte de Pedro Guerra en manos del sargento Quintero fue la gota que rebosó la copa. Los hombre y mujeres de Distracción no aguantaron más abuso.
Desde 1.932 cuando se instaló en Buenavista el grupo Rondón, lo soldados actuaron como lo bárbaros invasores del norte europeo. Eran el azote del pueblo, cuando los llevaban los sábados al río para que lavaran sus uniformes. En el paso de Normandía, burlaron la vigilancia de sus superiores, invadían las fincas vecinas y las frutas que no comían las destrozaban.
Practicaban la zoofilia con desenfrenados instintos y abusaban sexualmente de cuanta mujer se cruzara en su camino sin importar edad ni físico. El uniforme les hacía creerse superiores, intocables, invencibles o dueños de la población.
Los hombres de Distracción se sintieron pisoteados en su orgullo de “machos guajiros” y después de once largos años de vejámenes y humillaciones decidieron defenderse y defender a sus mujeres.
Toño López liderando a un grupo de jóvenes, citó a una reunión debajo del palo de algarrobillo de la cucunuvaca en el barrio La Mata. Acudieron al llamado entre otros: el picho, Nando Brito, Augusto Oñate, Benito Suarez, Amador Castilla, el negro cuca, Osvaldo Brito, Bernardo Oñate, malanga, Andrés “bollo” y Jeremías Daza.
Había llegado la hora de hacerse respetar de los militares y hacerles entender que un uniforme no hace al hombre más que otro.
Este grupo de autodefensa se bautizó “La Maravilla”, para significar “lo máximo”, al transcurrir el tiempo cuando ya no había que enfrentarse con los soldados, serían entonces los bellacos del pueblo, serenateando todo el tiempo, asaltando por las noches los gallineros ajenos. Para ofenderlos, “un niño rico” se le ocurrió llamarlos “La Maravalla”, connotando, según él, “la plebe”, “la perrata”. A ellos, poco les importó el cambio; la historia más tarde los recordaría como “Maravalla”.
Aquel 22 de abril de 1.946, Distracción estaba de fiesta, era día de la patrona Santa Rita. Los juegos de ruleta, los fotógrafos, los vendedores de helados y los mercaderes de todas partes, se cruzaban por doquier, ofreciendo a propios y extraños sus productos y servicios.
Debajo del algarrobo estaban los jugadores de cucunuvaca haciendo sus apuestas. El soldado llegó y pidió chance para apostar y fue admitido con cierto recelo. Empezó a perder y después se negaba a pagar aduciendo que él era un soldado y por lo tanto no cancelaba deuda de juegos y que, “cuidado rompo la cucunuva”.
—¡Tú lo que eres es un pícaro soldado de mierda y a mí me pagas mi plata nojoda! —gritó Juan “El mocho” al tiempo que le zampaba a mocha en la mandíbula, el soldado cayó con la quijada rota. Ese fue el florero de Llorente. El resto de sus compañeros que se encontraban en la casa del frente, se vinieron como avispas y se armó la de Troya. Los uniformados golpeaban a los civiles con las chapas de sus cinturones y estos con palos y a puñetazos.
Por la esquina de Amanda Romero aparecieron más soldados, parecían surgir de la nada por todas partes. La superioridad numérica de los uniformados se fue imponiendo y los civiles se fueron dispersando buscando refugio.
Lucho Molina y el padre Gómez, no pudieron salir del cerco militar y fueron apaleados inmisericordemente. Lucho logró saltar a un patio vecino y al padre Gómez lo persiguieron hasta la plaza. Corría sangrante y semidesnudo a consecuencia de la paliza recibida; logró llegar a la “otra casa”, saltó el portón y pudo de milagro salvar la vida.
La derrota hizo pensar a la mavavalla en cambiar la táctica de la guerra; Toño citó nuevamente a reunión urgente. Malanga propuso usar como arma un bolillo de guayacán y camuflarlo en la pretina del pantalón. El picho y Jeremías propusieron usar un pito para hacerlo sonar en caso de emergencia. De esa manera sería más fácil enfrentar al enemigo.
Llegó la temporada de carnaval, época propicia para el desquite. Eran tres salones de baile montados estratégicamente para enfrentar a los soldados; donde Lucila, había un grupo de hombres disfrazados de mujeres, en el salón de Laura Cataño, otro grupo y el último en el salón de Marina Reina.
Las nueve de la noche, una aparente calma se notaba en las calles de la población. Los salones estaban repletos. La emboscada lista. Los soldados entraron a las diez y media por donde María Barliza, formando un cordón de tal forma que ocupaban las dos aceras, avanzaban con los fajones tomados por la punta y las hebillas a rastras.
No se detuvieron hasta llegar donde Lucila. Era su salón preferido. Había pocas parejas bailando y pocos hombres a la vista. “Nos tiemblan,”, dijo un soldado a otro.
Tomaron por la fuerza a las mujeres, les hicieron rodillas y después las obligaron a besarles las manos. Luego las apretaban contra sus cuerpos haciéndoles caricias indecentes.
Zoraida Oñate al sentir el falo del soldado con quien bailaba rozarle la entrepierna, lo empujó haciéndole añicos en la cabeza una botella de cerveza.
—¡A mí me respeta, nojoda, que yo no soy puta!
La bomba explotó y sonaron los silbatos y al instante el salón se llenó de “maravallos” con sus bolillos enarbolados propinando por primera vez, una soberana paliza a los soldados que impotentes huyeron con el rabo entre las piernas. En una calle solitaria y medio borracho, un militar se encontró con Lucas Villar, propinándole un chapazo en el ojo izquierdo; el golpe fue tan fuerte que perdió la visión de ese lado.
Hubo una tregua. Hasta se pensó que no volverían los militares a molestar a los civiles. El coronel prohibió a sus hombres las idas a Distracción, la madrugada en que uno de los suyos estuvo a punto de ser enterrado vivo por un grupo de civiles.
Un día cualquiera, cuando ya la “maravalla” había incluso guardado sus bolillos, se presentaron dos militares de alto rango en casa de Chayo Fernández, donde había un grupo de civiles parrandeando.
—Estos son los berracos que golpean soldados de nuestro batallón.
—Usted lo ha dicho, golpean soldados —contestó el otro—, pero vamos a ver cómo les va con los oficiales de verdad.
Los provocadores venían de Fonseca y al ver a los civiles se quedaron para sonsacarlos.
—Sigan su camino, no queremos problemas con usted —dijo Picho.
—Ahora no quieren problemas, pero resulta que ya el problema existe —diciendo esto le tiró una trompada.
El otro quiso atacar también pero un golpe en la nuca lo dejó seco. El oficial que inicio el ataque corrió cuando se vio perdido, abandonando a su compañero; este yacía sin su oreja izquierda y nadie pudo explicar cómo la había perdido.
El pánico cundió en los hombres de la maravalla, pues esta vez, se trataba de un alto oficial del ejército. La noticia se extendió rápidamente y las mujeres mandaron a esconder a sus hijos y maridos, temiendo la reacción de los militares, quienes en efecto se presentaron iracundos rompiendo puertas y golpeando a mujeres y niños, pues los adultos habían huido hacia la sierra.
Los militares subieron a los gorros, el chorro, la sabrosita, los dos caminos, las comparticiones, bajando a cuanto sospechoso encontraban; no hubo pruebas, no hubo culpables, no hubo condenados.
El comandante se tragó su rabia y sus deseos de venganza y amenazó a sus hombres con castigos severos si volvía a frecuentar a Distracción. Gracias a esa medida, la guerra tocó fin y la “maravalla” forman parte de “Los héroes de mi infancia”.
Señor, Adalberto, buen relato. Cada vez que leo alguno de sus escritos (y también de oros escritores guajiros), veo en ellos las cotidianas escenas de nuestros pueblos, que como manantial emanan vivencias cargadas de humor y picardía que nuestros escritores saben condimentar con su ingenio.
Historia llena de acción.
Imaginé todo lo que sucedía con los bandidos y los militares en Distracción.
Muy buena historia, ojalá fuera ficción. Desafortunadamente, es realidad. ?
Quería leerte con reposo y disfrutar la lectura. Maravalla es un héroe de tu infancia y tú eres el escritor que me ha enseñado la cultura guajira. Siempre será un placer leerte.