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MONCHO EL GALLINAZO

Alicia López

De niño me encantaba caminar por los verdes prados del campo en compañía de mi padre, quien me agarraba de la mano o me llevaba cargado en hombros. Él siempre fue un hombre de trabajo: de machete y azadón. De gran estatura y mucha masa muscular. No era gordo, su cuerpo estaba esculpido para labores agrícolas, las cuales realizaba en la parcela heredada de su padre Vicente.

Mi abuelo fue un hombre de negocios pues supo administrar bien su dinero; el cual consiguió con esfuerzo y honradez. Al menos así lo repetía mi papá. Yo crecí escuchando los dichos y anécdotas que él recordaba de su progenitor. Por cierto, soy el único varón, nací después de mis cuatro hermanas: Rosa Inés, Magda, Antonia y Ramona. Una mañana de agosto llegué yo, Monchito, cuando mis padres habían perdido la esperanza de tener un hijo. Según palabras de mi padre: soy el encargado de multiplicar su apellido.

Cuando nací, mi padre se llenó de una alegría infinita. Siempre me la pasaba a su lado. Disfrutábamos estar juntos. Con él aprendí muchas cosas: a amar el campo, a los animales, a descifrar los cantos de los pájaros y a buscar figuras en las nubes; también a cantarle serenata a la luna Llena y a todo cuanto mi imaginación de niño permitía.

Los recorridos matutinos por los alrededores de la parcela los hacíamos a pie o a lomo del burro al que llamábamos Come tiempo, por su lentitud al andar.

En mi entorno campestre me gustaba escuchar el sonido del viento en las ramas de los árboles, y de los pájaros, en especial del mochuelo a quien aprendí a imitar. El canto de la paloma guarumera me generaba nostalgia cuando la escuchaba a lo lejos.

Así fui creciendo en ese paraíso.

Esa parcela parecía un Edén, eran como dos hectáreas de tierra bendecida por tener naranjos, mangos, plátano, coco, y muchos árboles más que nos satisfacían en temporadas de cosecha. Cuando contaba con doce años iba a la escuela. Mis primos y yo, después de la jornada escolar, salíamos en busca de palomitas torcazas, y las comíamos cocidas.

Era fácil cazarlas con una honda y con bolitas de barro seco del que hacíamos los proyectiles. En esos tiempos abundaban y pensábamos que nunca se acabarían, porque la tierra las paría.

Una Mañana mi papá preparaba un pedazo de tierra para cosechar y comenzó a quemar las hojas secas y las ramas que estaban en el suelo. El fuego se salió de control. En uno de los árboles estaba un nido de gallinazo. Cuando el árbol se vino abajo tiró al suelo los indefensos polluelos blancos. Mi padre como pudo sofocó el fuego, y los rescató. Yo pedí llevarnos a casa las crías, pero a él le pareció descabellado y repulsivo, ya que estos animales, decía él, eran aves carroñeras.  

—Sí, papá —le insistía—, llevemos a nuestra casa estas avecillas indefensas, mira que si las dejamos aquí ya su mamá no las va a querer y se morirán de hambre, sed y frío.

Insistí tanto que mi padre no tuvo otra opción que aceptar mi petición. Llegamos a casa y mi madre, al darse cuenta de que los polluelos eran de gallinazo, se opuso a que me quedara con ellos.

—¿Cómo vas a criar a esos animales si ellos solo comen carroña…?, hasta virus deben traer, ya que sus padres los alimentan de animales muertos…

Sin embargo, igual que a mi padre, terminé convenciéndola.

Con el pasar de los días las aves poco a poco fueron cambiando de color. El plumaje se transformó en negro con reflejos azules. De veras que el aspecto de estas aves es bastante desagradable. Solo uno sobrevivió, para tranquilidad de mi madre, y le puse el nombre de Moncho, que hacía honor a mi nombre: Ramón.

Moncho seguía creciendo, y sus patas cada vez más largas. Extendía sus alas al sol matutino; eso sí, comía de todo, pues lo enseñamos a consumir frutas maduras como el mango y otros alimentos. El arroz con guiso era uno de sus platillos favoritos. Todos en casa le teníamos mucho cariño. Cuando era la hora de la comida mi madre lo llamaba, y, él atento extendía sus alas, y bajaba al convite. Le tomamos mucho aprecio.

Cuando mi padre bebía cerveza, en días de descanso, sobre todo los domingos, los sorbos que mi padre dejaba, él se los tomaba. Verlo bambolear de un lado a otro, como si danzara, nos sacaba muchas risas. No obstante, no abandonó su naturaleza carroñera. Muchas veces Moncho desaparecía por dos o tres días y aparecía con la pestilencia más desagradable que alguien se pueda imaginar. Mi mamá espantaba los perros para que no se lo comieran. El dormitorio de Moncho lo tenía cerca de la casa, en una ceiba gigante.

El tiempo fue pasando, Moncho ya no salía con tanta frecuencia: los años lo estaban venciendo o, tal vez estaba humanizado y no había placer más grande para él que comer arroz con guiso, pues conseguir animales en descomposición le era difícil. Mi padre se encargaba de las labores del cultivo. Yo había entrado a la Secundaria. Mis hermanas estudiaban y ayudaban a mi madre en la casa. Quería estar con mi padre y ayudarlo, pero decidieron que tenía que estudiar, prepararme para el futuro, para cuando él ya no estuviera en este mundo, que esa sería la herencia que me dejaría.

Nunca esperé vivir aquel día que marcó para siempre mi vida.

Mi padre, como siempre por las mañanas hasta el mediodía, trabajaba en la parcela. Cuando llegué del colegio, me extrañé de que no llegara. Las horas seguían pasando y no aparecía para el almuerzo en familia, lo cual era inaplazable. Moncho tenía un comportamiento extraño: volaba a nuestro alrededor, con sus patas escarbaba el suelo, luego emprendía el vuelo en dirección a la parcela. Todo estaba muy extraño. Primero que mi padre no apareciera, pero también el comportamiento de Moncho.

Se hicieron las dos de la tarde, y nada que mi padre llegaba.

De repente una bandada de gallinazos comenzó a sobrevolar la casa. Mi madre irrumpió en llanto pues pensó que la presencia de estos animales auguraba malos presagios. Moncho insistía en su comportamiento inusual. Iba y volvía en un extraño ritual.

—“Madre poderosa” —decía mi madre mientras se hacía la señal de la cruz—, esto me está asustando… y nada que aparece Vicente.

Mi madre estaba muy nerviosa.

—Pero, mamá, algo nos querrán decir estos animales — insistía yo.

—¿Será que, Moncho, se está despidiendo de nosotros? —preguntaba mi madre.

No sé de dónde mi mamá sacó valor. Entro a la casa y cogió la escopeta y a mí me dio un machete, que por una extraña razón no pude sostener en la mano.

—¡Vamos! ¡Vamos! —decía, casi a gritos—, tu padre debe estar en peligro y no estaré tranquila hasta que pueda verlo.

Emprendimos la marcha monte adentro hasta llegar donde mi papá debía estar.

Moncho nos guiaba por el camino.

Llegamos y vimos a lo lejos un cuerpo tirado en el suelo entre las hojas secas al pie de un árbol de mango. Un frío gélido se apoderó de mis entrañas; vi a mi madre correr adonde yacía el cuerpo inerte de mi padre.

Ese día salí un poco más temprano de clases y decidí darle una sorpresa a mi padre, pero fui yo quien la recibió cuando no lo encontré, pero sí a un par de ladrones hurtando la cosecha.

Fue violentado brutalmente y Moncho fue espectador del asesinato.

Desde ese día no lo volvieron a ver.

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Revisión: Joel Peñuela

3 comentarios en «Moncho el gallinazo»

  1. Cordial Saludo apreciada amiga ALICIA LÓPEZ, felicitaciones por ésta narrativa colmada de matices que disfruté de principio a fin con imágenes descriptivas que me atraparon viajando por la trama.???⛄?✍️?

Responder a Patricia Oropeza?Cancelar respuesta