La ceremonia de coronación fue sencilla e inesperada. La señora, con natural y exquisita cortesía, me nombró rey después de entregarme la primera empanada. Yo había pagado la empanada antes de mi coronación así que no era un tributo o deferencia. Fue justo después de entregarme la empanada: “Tome, mi rey”, dijo la señora y entendí que el cargo y la dignidad real me habían sido atribuidas. No tengo todavía claros los límites de mis dominios. ¿De qué soy rey exactamente? Me siento en el andén y mastico tranquilamente la pregunta y la empanada. La empanada es buena, la pregunta también. La empanada tiene carne, carne de verdad y no esos rellenos de arroz fraudulento o esas criminales vacancias que se convierten en tristeza después del primer mordisco. Esta es una empanada real, no se desinfla y no se queda en ilusiones. ¿Y mi reinado? Para empezar, soy rey de la señora, lo que no es poca cosa. Pienso en tantos reyes, usualmente coronados por clérigos. Yo he sido ungido por una señora que considero que tiene más dignidad en sus manos untadas de aceite que en las manos untadas de joyas de la mayoría de los papas. Hay más autoridad en el porte de esta señora que prepara honestas empanadas que en siglos de vástagos parásitos de la nobleza europea.
Me siento halagado y favorecido. Me pregunto qué tipo de rey debería ser. Los pocos reyes interesantes que conozco pertenecen a la ficción. En la realidad real solo recuerdo casos vergonzosos como el rey belga que hizo la fortuna de su país cometiendo atrocidades de pesadilla al otro lado del mediterráneo, como los de tantos reyes envenenadores y envenenados, como el rey francés que dijo que él era el estado, o que el estado era él. Solo se me ocurre Federico de Prusia al que Bach le lamboneaba tan maravillosamente como para dejarnos unas fugas inolvidables. Me perdí. Estaba en los reyes. La empanada se me acabó y no tengo nada claro sobre mi reinado y mi reino. No quiero abusar de mi título así que con mayestática justicia pido otra empanada y la pago. La señora me ratifica en mi cargo. Me siento cada vez más real. Un poquito de ají viene a coronar mis privilegios. Qué real me siento.
Una tercera empanada sería demasiado, debo conservar la compostura y majestad que me han sido encomendadas; además ya no tengo más dinero. Me levanto del andén pensando en que tal vez mi reinado terminará cuando me vaya. La señora, desde su mágico ministerio, adivina lo que pasa y me regala una tercera empanada de ñapa. Entonces lo entiendo. Su sonrisa cómplice me basta para entenderlo. Sonriendo con la boca llena, le doy las gracias. Ahora entiendo mi reino y mi reinado. La señora me hizo saber que soy real, no necesariamente de realeza, pero sí de realidad. Ese es el reino que me ha sido anunciado. No hay otro. Cuando tenga un poco más de dinero volveré por más empanadas.
Singular manera de abordar el tema de la realeza y la realidad. Me reí por la diplomacia empleada en el lenguaje.
Gracias por compartir, Carlos.
Saludos.
Vaya forma de sentirse rey, muy original tu prosa, me gustó.