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HUELLAS DE MI PADRE: UN RELATO

Nidia Cavadía Martínez

Nací un 11 de mayo; fecha que me parecía irrelevante. Solo hasta cumplir los veintiún años tomaría sentido. Fue el 11 de enero de 1982, el día que mi madre regresó a casa con el cadáver de mi padre, recostado en su hombro como si estuviese dormido. Ese momento lo grabaría en mi memoria como una película. Eran las 10:00 de aquella noche cuando el grito desgarrador de mi madre nos sorprendió: ¡Mis hijos, he regresado con Pello muerto! A veces pienso que mi padre hasta para morir eligió un tiempo y una forma de hacerlo tan particular como él mismo, recostado al regazo de la mujer que tanto amó —Elia de la Paz— como le gustaba llamarla.

Pedro Alfonso Cavadía Martínez era su nombre. Caballeroso, medía 1,70 metros, su tez morena, lucía más oscura como consecuencia de trabajar a pleno sol; tenía ojos negros, grandes y expresivos, cejas arqueadas y pobladas las cuales definían más su rostro; además, una boca mediana con labios gruesos; su nariz un tanto ancha y grande; cuarenta y siete años de edad; el cabello negro ondulando que lo peinaba con vaselina para que el viento no le levantara una hebra. Tenía un atributo notable al caminar: un crujido en su pierna derecha, llamado crepitación en la literatura médica, concebida desde los doce años a causa de un accidente que tuvo al trepar a un árbol.

Ser hijo de campesinos fue la condición que lo enamoró del campo desde niño, llegó a ser agricultor, pescador… ¡pero no!, decidió ser ganadero, coincidía más con su personalidad y decía que conocería gente más prestigiosa que él y aprendería de ellos; no completó sus estudios de primaria, lo cual no le impidió ser un hombre culto, sensible, con un vocabulario excelso, logrado gracias a su inteligencia ingénita y la interacción con personas estudiadas. Cuando escuchaba palabras desconocidas, tan pronto como podía, las consultaba en el diccionario, pedía que le ilustráramos su uso con ejemplos y desde entonces las ingresaba a su vocabulario cotidiano de manera asertiva.

Convertía las tareas habituales en exclusivas y protocolares, ejemplo de ello, cuando rasuraba sus mejillas y bigote, pedía a uno de sus hijos: «¡Tráigame los implementos con los que se afeita un hombre!». En el tiempo esperado tenía en la mesa su brocha, jabón, espejo y máquina rústica de afeitar, y no podía faltar su loción Menticol, para el retoque final.

Para relajar sus pies, después de un día arduo de trabajo, se despojaba de sus abarcas y tomaba un baño de pies sumergiéndolos en una «ponchera» con suficiente agua tibia, cocida con plantas de «Yerbanís». Allí permanecía hasta que el líquido se enfriaba, lo cual tomaba como el indicador para sentarse a deleitar la cena.

Le gustaba consentirse con la alimentación. Con la culinaria en casa tenía una regla: no se podía repetir el menú, las tres comidas, debían ser distintas y en eso no escatimaba gastos, con frecuencia llegaba a casa con los comestibles que más lo deleitaban: el mamey de Chimá, los huevos de iguana, las patillas, el aguacate, las guayabas agrias y el zapote, esos invitados de honor llegaban a nuestra mesa dependiendo del tiempo de producción. Sus comidas favoritas que quedaron institucionalizadas en la gastronomía del pueblo fueron sin duda, el «guiso largo de pato» y el «pastel de arroz, cerdo y pavo»que, a su juicio, nadie preparaba mejor que la Toña, su suegra.

Han pasado cuarenta años desde su muerte y su familia, amigos y coterráneos lo recordamos por su forma de ser, por su personalidad; me atrevo a pensar que todos los que vivieron historias con él, hoy las cuentan como chistes y coinciden en afirmar que mi padre poseía diversas cualidades que daban cuenta de su naturaleza y, sus acciones relatadas como jocosas anécdotas eran manifestaciones de su manera de ser.

Tenía un pensamiento revelador, pronosticaba los sucesos por su filosofía de vida. Cuando acertaba con sus pronósticos la gente decía que adivinaba.  Una experiencia que ilustra mejor esta cualidad sucedió con don Pio Almentero, tío materno de mi madre, le comentó alguna vez que, para sacar de apuros económicos a sus hijos iba a repartir la herencia en vida. A lo que mi padre le dijo: «¡no cometa ese error!, vea que se lo digo hoy, si lo hace se va a arrepentir porque un día lo sacarán de lo suyo». En fin, el tiempo transcurrió y el señor hizo las cosas tal cual lo planeó. Años después llegó don Pío iracundo, rojo de la ira a casa.

—Pello, ¿Puedes creer lo que hizo mi yerno?, me ha sacado todo mi ganado a la carretera porque no tiene espacio en la finca para tener el mío, ¡tienes voz de profeta!

¡Hombre cauteloso como él no he conocido alguno!, y de instinto precavido, cuando nació su primer varón, mi madre le preguntó: ¿Cómo vamos a llamar al niño?, y sin pensarlo, respondió:

—Pedro, para que sea mi homónimo.

Se llama Pedro Daniel, por sugerencia de mi madre. Lo combinaron con Daniel para diferenciarlos. Después de su muerte eso sirvió para que mi madre pudiera recuperar un dinero de la venta de un ganado a un comprador quien se negaba a pagar porque ya el acreedor estaba muerto. La decisión que tomara veinte años atrás al bautizar a mi hermano con su mismo nombre sirvió para que se pudiera cobrar el cheque a nombre de Pedro Cavadía Martìnez y ese era mi hermano, así fue como, incluso después de fallecido, nos protegió de una crisis económica.

Muy servicial con el prójimo; siempre que pudo lo hizo. Hay una vivencia que da cuenta de esa cualidad, la vivió con Miguel Mariano, campesino como él, pero… quien, por alguna razón que nunca entendimos, le tenía una rabia gratuita pues jamás pasó nada entre ellos que justificara tanto desprecio; en esas vueltas que da la vida, un día al señor Miguel se le presentó una calamidad doméstica y debía transportar a un familiar muy enfermo al hospital de Montería y no contaba con el dinero, salió a prestarlo a un amigo, pero este acababa de pagarle a mi padre por una compra de ganado y entonces le dijo:

—Miguel, vaya donde el Pello Cavadía.

De inmediato respondió:

—No…yo no gusto de ese hombre, ni él de mí.

El amigo de mi papá le replicó: «¿Usted no gusta de mi compadre?, si quiere resolver, debe solicitarle el dinero, él es quien tiene en este momento lo que usted necesita».

Pensativo, dudoso y sin otra alternativa llegó a nuestro hogar. Mis padres se sorprendieron. Lo invitaron a pasar. Miguel Mariano cabizbajo y avergonzado le comentó la situación. La repuesta de mi padre fue inmediata: duplicó la cantidad del préstamo y se lo entregó, además, le consiguió un carro para el transporte. Desde ese día Miguel lo convirtió en uno de sus mejores amigos.

Las anécdotas que más abundan son las que confirman ese buen sentido del humor que poseía y lo jocoso de su accionar. Seleccioné al azar la de Carlos, su vaquero, tanto le gustaba el trago que llegó a su residencia un domingo temprano a pedirle una botella de ron. Después de tanto persuadirlo y comprender que el hombre no se iría sin su botella, aunque le dijo que no tenía dinero, cambió la táctica: «Está bien, te voy a hacer un vale para que en la tienda de mi compadre Abraham te entreguen la botella». Así fue, el jinete salió contento a adquirir su botella, fue ahí donde quedó sorprendido, el tendero leyó el contenido del papel y textualmente decía «No me le entregue nada a Carlos». Esa ingeniosidad todavía hoy hace historia en las parrandas.

Sé que mi vida se encuentra ligada con la de él por un hilo indeleble, pero eterno. Después de su muerte mi madre me contó sucesos de mi vida, concluí que mi nacimiento y su muerte, alguna conexión divina deben tener: fui bautizada un 11 de junio, mi menarquia llegó un 11 de marzo, y así como estos otros acontecimientos han sucedido un 11; como por ejemplo el número de hijos que disfrutamos al mismo padre. Nos dejó una huella imborrable con su ejemplo y su reiterado consejo. «Estudien, mis hijos, que es la mejor herencia que puedo dejarles». Ese era mi papá, don Pedro, el Pello, el amigo, y hasta el visionario. Las anécdotas y las enseñanzas que dejó forman parte de la historia de su Momil querido, son un legado, tanto que, hasta los jóvenes que no lo conocieron repiten sus refranes y cuentan sus anécdotas. Lo imagino sentado a la diestra de Dios, acompañado de su amada Elia de la Paz, sonreído y observando su obra terrenal terminada y su sueño cumplido: sus siete hijos profesionales. No le alcanzó la vida para verlo, tampoco para conocer sus nietos. Mi amor eterno y este, es mi mejor homenaje.

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Revisón: Joel Peñuela

13 comentarios en «Huellas de mi padre: un retrato»

  1. Mi querida Nidia gran homenaje a quien eternamente estará en tu memoria
    Un abrazo ý felicitaciones; hoy en el cielo se dibuja una sonrisa de satisfacción y orgullo.

  2. Un relato que sin duda alguna muestra el amor y la gran persona que fue mi abuelo. Por medio de éstas líneas entro a conocerlo un poco más, ya que no tuve la oportunidad de hacerlo. Bendiciones Tía.

  3. Mi querida amiga, podrías seguir escribiendo y recopilando esas bellas y memorables historias de tu amado padre. Adelante con Anecdotario en la vida de Pello Cavadía. Abrazos.

  4. Nidia, muy emotivo tu relato. Se percibe el amor perdido en su forma palpable, porque tu modo de describir a tu padre demuestra que él sigue vivo en la memoria donde nuestros muertos siguen habitando más vivos que muchos vivos a nuestro alrededor.
    Me he sentido como en una confesión entre amigas, donde la una abre su corazón para recordar momentos, personas y números que se niega a olvidar y a los que busca encontrar algún significado más allá de la pura casualidad (creo que es una puerta de escape a la que muchas acudimos para despojarnos del dolor de la incongruencia y de la incomprensión).

    Me ha gustado el carácter personal con que has marcado ya el mismo inicio, tu inicial tan aumentada que parece que abraza y cobija las oraciones clave de aquella dolorosa experiencia. Imaginarlo en el regazo de su amada crea tal mezcla de sentimientos que se te rompe el alma a la vez que comprendes que él no habría podido haberse ido de mejor manera. El párrafo en el que le describes tiene tintes poéticos escapando de la realidad objetiva, pero así nos transmites con mucho más detalle la forma y sentido de tu sentimiento. Me encanta la palabra «hebra» que has usado para describir la delicadeza y finura de sus pelos rebeldes que necesitaban la vaselina para subordinarse a la voluntad de su propietario.

    El relato se vuelve mucho más objetivo a medida que vas avanzando, lo cual corrobora la veracidad de tus palabras y emociones y crea en nosotros una conexión con tu padre, como si fuera un viejo amigo de cuya vida ya formamos parte.
    El mensaje que transmites de como una enemistad incomprensible a veces, se puede tornar en amistad fiel y duradera cuando el amor y el perdón actúan al unísono. Ojalá que este mensaje pudiera llegar a más almas humanas…

    Tu madre aparece para abrir y cerrar el relato, aunque en pocas líneas nos dejas claro que la última aparición es solo otra despedida…

    Es un consuelo saber que su semilla ha dejado un fruto abundante en la tierra. Es el único consuelo al que aspiramos realmente todos nosotros, un recuerdo imborrable de nuestra existencia una vez palpable, un amor imperecedero en el corazón de algún ser humano, porque esta es la única manera de conseguir la inmortalidad en este mundo terrenal hecho de cal y arenisca.

    Un saludo cordial

  5. Nidia, tu padre que hombre tan ejemplar. Sin duda ustedes su legado son el reflejo del amor que les heredó. Gracias por compartir tan lindo relato. Un abrazo fuerte para ti desde México ????

  6. Amiga mía se me erizo la piel al leer esta narración tan triste y a la vez llena de un amor incondicional de la familia. La felicito por ese don de expresar tantos sentimientos

  7. Buenas tardes, a todos mis lectores. En verdad que valoro cada uno de sus comentarios al relato y retrato. Lo escribí para una convocatoria de prosa donde no clasifiqué, con sus comentarios sé que valió la pena y solo tengo para ustedes agradecimientos. Dios me los bendiga.

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