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DÍA DE LA MADRE

Jorge Parodi Quiroga

Hace algunas semanas visité la casa de mis padres, como lo he hecho cada tarde los últimos cinco años desde que regresé al pueblo, entre otras finalidades, con la de acompañarlos en el recorrido de sus años otoñales. Es la cita obligada de unos señores octogenarios con su hijo mayor.

Arribo casi siempre con la puesta del sol. Invariablemente mi papá me recibe en la entrada, después del saludo le avisa a mamá de mi llegada y corre hasta la cocina para ofrecerme un poco del almuerzo del día que acostumbra guardarme para contribuir eficazmente a mi sobrepeso y ufanarse de que él es mejor cocinero que mi mujer. Es como un ritual.

Esa tarde, mientras salía de su habitación, pude percibir el doloroso esfuerzo que le costaba a mi mamá dar cada paso, aún recostada al caminador sobre el cual se apoya desde hace algunos años y me dio mucha tristeza verla así. Ese día, más que cualquier otro, fui consciente de que mi mamá se me estaba poniendo vieja, como si los años se le hubieran venido encima.

Toda su vida ha sido vital, trabajadora, generosa, dueña de un carácter recio y firme, que contrasta con su estatura baja. Siendo muy joven, se casó con mi papá y por más de cincuenta años ha compartido con él la vida, con sus altas y bajas, siempre a su lado, incondicional y esforzada.

Entre risas y cuentos, mi papá comentó que el día de las madres estaba próximo y que era necesario pensar en los preparativos para celebrarlo. Después de la navidad, esa siempre fue la fiesta más especial para él, era casi devoto de su celebración. Cuando éramos niños se esmeraba por hacer de ese día algo extraordinario. Cuidaba cada detalle de la comida, se apertrechaba del mejor vino israelí que encontraba en el mercado callejero de Maicao (ciudad comercial en la frontera con Venezuela), seleccionaba música de Los Melódicos y de la Billo’s Caracas Boys y al final del día entregábamos a mamá los regalos que previamente compraba, empacaba y asignaba a cada uno de los cuatro hijos para que la agasajáramos.

Cuando yo contaba con diez u once años de edad, un día de la madre precisamente, se instaló en mi cabeza un pensamiento que me inquietó en exceso:¿Por qué si es el día de la madre, los regalos los compra mi papá? Compartí mi inquietud con mi hermano Aarón, quien me dio una respuesta fulminante y concluyente, un estilo que conserva hasta el día de hoy: Porque mi papá es el que gana plata.

A pesar de la respuesta y su lógica incuestionable, el asunto continuó rondando en mi mente por algún tiempo, hasta que pude avizorar una solución: tenía que ganar plata por mí mismo. Fácil, eso ponía todo en orden; el pequeñísimo inconveniente era en qué carajo podía un niño a esa edad trabajar. Los siguientes días los dediqué a pensar en la manera de ganarme unos pesos, tenía decidido que el próximo regalo del día de la madre lo compraría con el dinero obtenido con el sudor de mi frente.

No fue nada fácil, pero al cabo de un tiempo encontré una actividad que podía realizar por las tardes, después de cumplir mis deberes escolares, pero tenía que ser un secreto; mis papás nunca estarían de acuerdo con mis nuevas acciones laborales.

Por entonces, ninguna calle de Fonseca estaba pavimentada, excepto la carretera nacional, la cual atraviesa el pueblo de oriente a occidente. Los frentes de las casas se enmontaban sobre todo en el invierno y sus propietarios debían mantenerlos limpios por exigencia del gobierno local, a riesgo de ser multados por las autoridades municipales si se desatendía la orden, así que me armé de pala y azadón y ofrecí mis servicios de limpieza de frentes de casas a un precio sin competencia. Las ganancias de mi primera semana de trabajo fueron la fantástica suma de un peso con cincuenta centavos, un dineral para un niño de mi edad en el año mil novecientos setenta y cinco.

Feliz, visité una reconocida tienda de artículos para el hogar y la belleza, realmente era la única, que vendía fina mercancía traída desde las islas del Caribe. La plata me alcanzó para comprarle a mi mamá un esmalte de uñas, unas sombras para ojos y una caja de polvos faciales, todos de buena marca, hasta me sobraron algunas monedas con las que compré dulces en la tradicional tienda de Cicerón Tovar, el legendario Constantino Román de algunas de mis obras ya publicadas.

Emocionado corrí a casa, me imaginaba por el camino la cara de mi mamá; ella es de tez blanca, bogotana (cachaca en coloquial), cuando se emociona o tiene rabia se pone roja como una manzana. No era el día de las madres y supuse que la emoción del primer regalo de su hijo mayor la volvería loca de la felicidad, hice un mal cálculo.

Cuando abrí la bolsa con los regalos y se los entregué, efectivamente se puso roja, pero no de felicidad; entre histérica y angustiada llamó a mi papá y le mostró todo lo que le llevé. Sin entender por qué, en los minutos siguientes, mi papá, sudoroso y evidentemente molesto, me interrogó insistente y acucioso acerca de dónde había encontrado esas cosas o quién me las había dado. No supe qué decir, nunca contemplé esa situación. Al cabo de un tiempo no tuve más remedio que confesar toda la verdad: Estoy limpiando los frentes de las casas de los vecinos. La reacción de ambos fue desconcertante, estaban avergonzados en gran manera de que su hijo mayor trabajara con pala y azadón; así que, a una severa garrotera, siguió la orden rotunda de no volver a hacerlo.

Pasados unos días, me di cuenta que mi mamá usaba los productos que le compré y siempre que lo hacía le preguntaba a mi papá cómo se veía con la nota al margen: “Esto fue lo que me compró Jorgito”. A pesar de que los golpes me dolieron por varios días, estaba satisfecho, orgulloso y sobre todo feliz, había descubierto que lo que escuché tantas veces decir a mi papá era cierto: “Que la plata se hace trabajando” y yo estaba fascinado con esa realidad.

Sobra decir que nunca acaté la orden de no limpiar más frentes de casas vecinas; me las arreglaba cada tarde para escaparme y trabajar en uno o dos. Por algunos meses lo tuve oculto, pero a las mamás no se les puede engañar, vienen con un chip de videntes incorporado, y la mía traía dos. Con alguna regularidad le hacía algún regalo que ella aceptaba sonrojada y así aprendí otras dos importantes lecciones: cómo contentar a una mujer y el fino arte del chantaje.

Ella persuadió a mi papá de aceptar finalmente mis actividades empresariales con el argumento que “Es mejor que trabaje y aprenda desde chiquito y no que sea un vago”. Con la anuencia paterna entonces y la advertencia de no descuidar mis tareas, me convertí en el jardinero del barrio durante buena parte de mi infancia.   

Me gustaba ver cómo se iluminaba la cara de mi mamá cuando le regalaba algo. Ella era, es bella, su risa es contagiosa y sus maneras muy finas y elegantes. Se casó con mi papá siendo muy joven y sin ninguna experiencia en cosas del hogar, pero la tarea no le quedó grande. Imperfecta y mal geniada como ella sola, pero es mi mamá, la primera amiga, la primera maestra, el primer amor. Con ella, siendo muy niño, bailaba las canciones que sonaban en la radio en navidad; cuando me pedía que la acompañara a salir a la calle, la llevaba del brazo orgulloso y si algún atrevido la miraba más de dos veces, me enfurecía de celos.

Me crio con disciplina y valores, me enseñó rectitud e integridad. Nunca ha tolerado las cosas mal hechas y como yo era el mayor de cuatro hermanos, cuando las pilatunas ameritaban una reprimenda o la imposición de algún castigo, para que sirviera como ejemplo, se me aplicaban con mayor severidad a mí, una especie de privilegio por ser el hijo mayor, creo.

Nadie le enseñó a ser mamá, pero lo hizo bien; su asistente de disciplina era una chancleta plástica que en muchas ocasiones dejó marcada en mis piernas. Toda la vida he pensado que su deporte favorito era pegarme con esa chancleta o con lo que tuviera en la mano, tanto que, cuando ya no lo hizo más porque crecí, se enfermó; pero cuánto he agradecido cada chancletazo, cada reprimenda, cada castigo.

Esa tarde, desde el patio de la casa donde viví la infancia más feliz, al verla casi arrastrando su paso por el peso de los años que parecen prestados, apresurada para atender emocionada la visita de su hijo, le di gracias a Dios y a la vida, por la mamá que me ha permitido disfrutar hasta hoy y valoré tanto haber aprendido, desde los años lejanos de mi infancia, que todos los días son los días de mi mamá, de mi papá, de mi familia. No necesito que un calendario acomodado a intereses comerciales o religiosos me diga cuándo es el día de la madre; para mí, hoy es el día y mañana también. La fiesta no la determina una fecha, todos los días tengo fiesta en el alma, por ella, por todo, hoy es el día de la madre.

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4 comentarios en «Día de la madre»

  1. Hermosa remembranza, Sr escritor Jorge Parodi, retoma laa remembranzas de muchos de nosotros con ese ser que nos ha dado la vida.. Gracias por compartir.

  2. Las madres solemos dejar esa imagen de generalas sobre todo las del siglo pasado pues nuestros esposos salían a trabajar y era nuestra la misión disciplinar, alimentar y educar a nuestros hijos; lo que no contempla muchas veces la sociedad, es cuanto nos cuesta esa dureza aparente y no derrochar a cada instante el inmenso amor que sentimos por nuestros hijos…felicidades a todas las madres en su día…

  3. Conociendo de primera mano a los personajes de esta narración, como también la absurda realidad de no permitir a un hijo trabajar como jardinero o como sea llamado lo que hiciste. Pero entendiendo como provinciana, la idiosincrasia de la que éramos sujeto; no deja de ser motivo de tristeza la injusticia que recayó en ti. Tu que con la mas noble intención e inteligencia de nuevo; rompiste esquemas y saliste a ponerle el pecho a lo que fuera para conseguir lo querías.
    Como interesante también me parece el descubrir que siempre logras lo que te propones.
    Bella, me ha parecido esta historia, una mezcla de inocencia y valentía de osadía y amor de verdad.
    Me parece estar viendo a ese niño, te recuerdo perfectamente a esa edad.
    Un abrazo con cariño sincero para esa mamá Ruth y para ti Jorge
    Nos vemos en la próxima historia.
    La Negra

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