LOS DÍAS DE QUINCENA
Javier Quiñonez Quiroz
“El hombre que trabaja y bebe/ déjenlo gozá la vida/ porque es lo único que se lleva/ si tarde o temprano muere/ después de la caja negra compadre/ creo que nada más se lleve”. Ese era el verso que más escuché a mi padre y la primera estrofa del rico cují de Luis Enrique Martínez, en las mañanas, al medio día, en los atardeceres y en las noches. Era su máxima de vida. Las mañanas empezaban con el mismo movimiento rutinario del sol, y mi padre cansado por el peso de los años se sentaba en una mecedora que permanece intacta en la física de la memoria. Al igual que todos los días me desperté cuando el astro mayor filtraba su luz por las hendijas de la cortina, tomé un pocillo de café oscuro que había preparado mi hermana y me dispuse a desayunar para bañarme e irme a trabajar.
Como dice un amigo que conozco hace poco, por esa “esa mala costumbre de trabajar para sobrevivir”, luego de bañarme y colocarme la ropa característica del caribe colombiano, agarré la bicicleta todoterreno amarilla fosforescente y me encaminé al lugar donde trabajaba. Eran las siete de la mañana, y un sol tierno, dulce y romántico ya acariciaba al pueblo y su gente. Era el año de 1995, cuatro años antes había terminado el bachillerato, y después de terminarlo, como sucede siempre empecé a trabajar. Y en este momento que relato, trabajaba en la ferretería la Escuadra, quedaba sobre la carretera principal en una esquina al frente del parque sagrado corazón de Jesús, que en el centro tenía un árbol de caucho frondoso que proporcionaba sombra para refrescar el calor inclemente que se daba desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde; y nido al llegar el atardecer y la noche a las golondrinas.
Al llegar a la ferretería y abrirla para empezar a atender a los clientes que fueran llegando, al lado empezó a sonar un vallenato viejo, entonado por una voz nasal, era Juancho Polo Valencia que cantaba Lucero espiritual. En ese momento me di cuenta que era día de quincena para los proveedores de Cicolac, la empresa que recogía la leche que se producía en la pequeñas y grandes fincas de la región. Empezaban a llegar los señores y señoras de piel curtida por el sol, el calor, la sabana, la tierra, los sueños, las vacas, los perros y las gallinas. Todos de piel morena y tostada, trían una sonrisa de peralejo, saludaban con estruendo a sus conocidos, abrazaban a sus amigos, el sombrero vueltiao no se lo quitaban y por la calle se oía el traquetear de las alpargatas tres puntá.
El banco donde les consignaban el pago no había abierto, ellos se aglomeraban en al parque y las colmenas que vendían refresco y cerveza se preparaban para la gran venta. Igualmente la cantina que quedaba al lado de la ferretería sacaba las siete mesas, le subía el volumen al equipo de sonido, y paseaba su repertorio musical por Juancho Polo, alejo Durán y Enrique Díaz. El dueño del negocio revisaba el congelador para mirar la cantidad de cerveza que tenía y el grado de frío en el que estaban. La carretera zumbaba con el paso de todo tipo de vehículos, hasta un carro de tracción animal pasaba de un lado a otro.
La jornada acontecía entre ruidos, conversaciones, gritos y una que otra carcajada que se confundía con el golpe de las botellas en las mesas. Los proveedores de cicolac entran y salen del banco, algunos se van directo con sus mujeres al depósito a comprar los alimentos: arroz, azúcar, lenteja, panela, frijol, aceite y cuantos productos alimenticios necesitan y les gusta. De allí, pasan a las veterinarias a comprar los medicamentos que necesitan para sus animales, a las droguerías a comprar vick vaporub, mejoral para el dolor de cabeza, a preguntar al vendedor por algún jarabe para la tos o algún medicamento para el dolor de cintura, los riñones o el hígado. Las mujeres van recordando la lista de cosas que llevan en sus memorias, ellas son las directoras de la orquesta en las compras. Incluso compran ropa para ellas, sus hijos y sus maridos. Otros se quedan tomando cerveza en la cantina y son sus mujeres las que hacen las compras. Ellos llenan las siete mesas y cantan a cuello en cuello las canciones de Alejo Durán, esa del negro alejo gritan, y dicen ese es paisano nuestro, yo soy del Paso, ese hombre sí que toca sabroso ese acordeón, mientras consumen el resto del líquido de la botella antes que se caliente por el efecto del clima.
Los clientes llegan y salen de la ferretería, compran pinturas, cables eléctricos, destornilladores martillos, plástico, tornillos, nylon, cabuya, alambre de púa y, uno que otro artículo. Los lecheros como también les dicen en el pueblo, llegan y compran, muchos de ellos tienen crédito en la ferretería, así que pagan o abonan a la deuda y llevan lo que necesitan. Durante el tiempo que permanecen allí y en la cantina, se escuchan anécdotas que superan la imaginación por lo exageradas, fantásticas o ilógicas. De todos modos, parecen creíbles, tanto que quienes las escuchan pronuncian un carajoooo sostenido.
En medio de ese merequeteque entró a las 12:15 un hombre de tamaño medio, con su sombrero vueltiao, con la sencillez de la sombra en los patios de las casas, tenía una extraña energía que solo cuando dijo su nombre y recordé una de las historias que nos contaba mi padre, pude comprenderla. Estaba frente a mí aquel personaje lleno de historias increíbles producto de la imaginación de mi papá, por lo menos, eso creía yo cuando contaba esas historias. Pero no era producto de la imaginación el hombre que había peleado con el diablo, que era capaz de cortar un alambre de púa con el diente y otras tantas cosas extrañas y místicas que lo hacían un ser con un extraño conocimiento de las leyes de la naturaleza y de las ciencias ocultas.
Compró tres rollos de manguera de dos pulgadas, me preguntó por mi padre luego de saber mí nombre y, dibujo una de esas sonrisas en las que lees: fueron muchas las aventuras que vivimos cuando fuimos aventureros y anduvimos por las sabanas. Le mandó saludos, prendió la camioneta y se alejó perdiéndose en el horizonte acuoso de la vía. Me asomo y veo a los coteros cargando sacos de alimento, el sol ya está al lado occidental de la carretera, un vallenato de Enrique Díaz, otro de Juancho Polo, otro de Alejo, suenan en un orden cambiante, los bebedores no cantan o lo hacen muy poco, prefieren contar historias, no discuten solo ríen.
El color rojizo del sol sobre las copas de los almendros y la ceiba del mago deja ver un jolgorio de golondrinas que se preparan para llegar a sus nidos. Los lecheros empiezan a abandonar la cantina y el pueblo, el vallenato de los tres cantautores suena ahora más bajo como el adiós del viajero. Es hora de cerrar y cuadrar la caja, hubo buena venta. Hago un paquete y lo dejo en la parte de abajo para que don Armando cuando llegue lo coja y lo lleve para consignarlo en el banco. Cierro la ferretería, tomo mi bicicleta todoterreno y me voy para la casa. Cuando llego está mi padre sentado al frente, lo saludo y entro. Me desvisto y me pongo una pantaloneta, la tarde está calurosa, saco otra silla y me siento al lado de él, y empieza de nuevo otro relato, ahora lo escucho sabiendo que la realidad es necesariamente fantástica.







(Curumaní, Colombia) Estudió Filosofía y Letras y Maestría en Filosofía en la Universidad de La Salle. Actualmente es docente de Filosofía en un colegio distrital. Se define como costeño por fortuna, poeta por esencia, filósofo por convicción, maestro por vocación y mamador de gallo por naturaleza. Miembro del colectivo bbc y publicó en el 2019 el libro de poesía Cuatro voces un canto en coautoría.
muy buen relato. Gracias por compartirlo