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CAMPBELL

Limedis Castillo

Creo en el alba oír un atareado

 rumor de multitudes que se alejan;

son lo que me ha querido y olvidado.

Jorge Luis Borges

Había escuchado una voz ajena, indolente y ajena; sonaba ronca, casi incomprensible a pesar del esfuerzo que hacía para entender. Era una llamada del hospital de Dunaria. Una mala noticia, le dije a Mark.  Él andaba muy celoso por aquellos días y no me preguntó nada. En cambio, se fue silencioso como un gato nocturno que huye de su morada para siempre.

Salí de casa. El viento del nordeste sopló repentino, como una jauría de mastines, y desacomodó la ciudad. A las siete de la noche ya yo estaba en el hospital. Me alistaron con bata y pantuflas y todo.  Parecía una astronauta.  Casi levitando, con los pies enredados en las pantuflas, ingresé a la Unidad de Cuidados Intensivos. Lo vi, me costó reconocerlo de entrada. Parecía un sacrificado; me acerqué, lo observé detenidamente. Entonces me percaté de que sí era realmente mi maquillador y estilista. Campbell era su nombre., mo había equivocación. Se encontraba allí, vulnerado, silencioso a más no poder.

Uno de los médicos de turno entró a la habitación, me miro indiferente y, después de llenar un formato que llevaba en una lámina metálica, me interrogó. Me preguntó si conocía al paciente, cómo se llamaba, dónde laboraba; que si yo conocía a algún familiar cercano, me preguntó al final.  Le dije con una cierta desconfianza, casi hostil, que se llamaba Ignacio Campbell, pero afectuosamente le decíamos “Campbell”.

Ahora lo recuerdo; Campbell muchas veces me había manifestado la necesidad de reconciliarse con sus padres y con su hermano, y volver a encontrarse con ellos, por allá en su ciudad. Sin embargo, siempre postergó esa obligación, tal vez por el desánimo con que asumía su condición sexual.

—Es profesor en un colegio de secundaria, le dije al médico.  Al cabo de un rato, otro médico me preguntó cómo era el estilo de vida de Campbell. Mentí. Le dije que era un profesor retirado del magisterio, uno más que vivió de las miserias que paga el Estado. Eso le dije, acompañando mi perorata con ciertos gestos para ser creíble. El médico puso mala cara, pero rápidamente superó el sinsabor y de manera despreocupada me dictó el estado de Campbell. Me explicó con rigurosidad, como si estuviera dando una conferencia. Más adelante, me miró de manera suspicaz y concluyó diciendo:

—Prepárese para lo peor. Temo que no la libre esta vez. Lo lamento.

Casi incrédula le dije:

—¿Médico, será posible?

—Claro —me respondió él —. El coma diabético, bajo estas circunstancias, es fatal.

Y, dicho esto, lo vi irse por un largo pasillo. Ya lejos, se perdió en el blanco impecable de las paredes. Medité un instante lo que me había dicho. Sentí un poco de miedo y de compasión por mi estilista.

Del blanco cegador de las paredes vi salir a una enfermera. Aproveché para preguntarle qué se podía hacer por Campbell; no soy su familia, pero le tengo aprecio y le debo algo de consideraciónPor ahora nada, me dijo la enfermera. Los médicos han hecho lo humanamente posible por él. Rece. Apéguese a Dios, me aconsejó. Yo la vi tan convencida, que temí lo peor. Luego se marchó, como una sonámbula, el mutismo de la noche; me pareció que ella podía cruzar las paredes; por unos segundos, todo fue blanco; tuve la impresión de que pertenecíamos al engaño de un sueño.

Como en aquel momento era yo la única persona que Campbell tenía en el mundo, la trabajadora social me puso a firmar unos documentos. Firmé muchos papeles a regañadientes. Era insistente la muchacha, como todos en aquel hospital. Vi su rostro inmutable y moreno al hablarme. Vi su nombre en el escritorio en una especie de presentación en acrílico que rezaba: Isaura Negrete. Le pregunté qué más podía hacer. Ella dijo que necesitaba algunos elementos de aseo, pañales desechables, toallas y no sé qué otra cosa. Averigüé algún otro requerimiento. Casi fastidiada, la trabajadora social me dijo que eso era todo, que orara mucho por él.  Me causó curiosidad el tono de desaliento de la funcionaria y no evité recordar a la enfermera. “Aquí todo se lo dejan a Dios, la mediocridad parece absoluta”, me dije.

Cuando salí, eran más de las nueve de una noche densa y pegajosa.  El viento había girado para el desierto. Una leve llovizna caía sobre la ciudad, prometiendo no crecer. “Una nube pasajera, quizás terca” creí. Y no me detuve a más. No había comido. Tenía hambre.  Hasta entonces me enteraba. Cuando llegué a casa me preparé algo ligero.  Un pargo en escabeche, con una solidaria mixtura: vinagre, tomillo, laurel, orégano y pimienta de olor, no era precisamente lo que mi estado de ánimo me dictara por cena.

Por un instante, no sé por qué, pensé en Mark y en su transitorio celo. Mi mente estaba saturada con lo de Campbell. Para ser honesta, su situación no me dejaba cabeza. Pero pensé en Mark, que se me hizo un largo insomnio. Y esa noche, además, soñé que estaba en el supermercado, en la sección de carnes; vi a los dependientes lanzar pedazos de carnes y vísceras al aire y reír a carcajadas. En aquel lugar se percibía un olor fuerte, penetrante, pestilente que lo inundaba todo y traspasaba el sueño. Luego, vi que se trataba de Campbell. Mejor dicho, de su cadáver destripado, abierto de par en par y era de él que habían salido la carne y las vísceras; sin embargo, tenía los ojos abiertos. Él mismo veía sus vísceras en el aire y también reía a carcajadas.

Desperté exaltada, bañada en sudor ácido, tumefacto, del que parecía provenir el desagradable olor del sueño. No sé qué hora de la madrugada transcurría.  Ya después del sueño no volví a dormir. 

Al amanecer, me volvieron llamar del hospital. Isaura, la trabajadora social, me informó que no comprara los pañales desechables, pues Campbell había fallecido. Yo   aparecía firmando como acompañante y, por ello, debía llevar un documento de identificación para reclamar el cadáver; me lo entregarían a las tres de la tarde.   Allí empezó la cuestión. Me pregunté qué hacer con muerto. La angustia me asaltó. Quizá tendría que pagar en el hospital; después, habría que organizar el sepelio y…

En medio de la agitación, traté de llamar a un supuesto primo del difunto, pero la respuesta fue un “buzón de mensajes”. Llamé a Leo, un gay amigo de Campbell. Él no lo podía creer. Por teléfono lo oí que sollozaba. Sentí desbordarse la tristeza y la templanza del otro lado de la línea.   Le expliqué la situación, Campbell no tenía quien lo sepultara. Tomó un respiro y me dijo que eso no sería problema, que él sabía de una fundación que atendía estos casos, y que nos encontráramos a las once en la morgue del hospital.

Estuve descompuesta, baja de ánimo toda la mañana. Sin embargo, tomé el desayuno en un restaurantico frente a la morgue; entendí que me esperaba un día largo. Tras el desayuno, decidí tomar una pastilla para calmar el stress. 

En la morgue nadie me esperaba. Un practicante me abrió y me condujo por el recinto. Había siete cadáveres, desnudos en toda su dimensión e instalados en un mesón de blanco granito.   No estaba   Campbell entre aquellos cuerpos huérfanos, que así lo eran hasta los vivos en la ciudad de las dunas. Pregunté por él al asistente.

—Debe ser el que se llevaron a la funeraria. En la tarde lo entregan ya listo para sepultarlo. Lo de los gastos lo arreglan con la funeraria —me dijo el asistente, que fue amable y, después de darme una palmadita en la espalda, me expresó que lo sentía mucho y cerró la puerta. Yo fui a acomodarme en una banca de cemento, al frente del edificio, bajo unos trupillos.

Leo traía   un pantalón de dril nevado y una camisa guayabera blanca; lucía un corte al rape y una estola lila para la ceremonia.  Era, acaso, el gay más cotizado de Dunaria; la ciudad entre el desierto, había sucumbido   a su estilo, a sus conocimientos de moda y belleza corporal. No venía solo. Lo acompañaba un hombre elegante e inevitablemente agraciado. Leo nos presentó y le dije que me llamaba Ariadna Castell. A ambos les comenté que debíamos gestionar la entrega del cuerpo de inmediato. 

—Aquí está la cédula —me dijo leo, y luego agregó —coincidencialmente Campbell me la dio hace unos días para que le hiciera un favor, yo mismo lo acompañé a comprarse un seguro de vida.

Confieso que me llamó la atención lo del seguro, pero guardé prudencia. Lo de los gastos funerarios, Leo lo resolvió llamando a unos amigos políticos para que le ayudaran a pagar la funeraria y obtener la orden de salida por parte de Medicina Legal. Todo lo hizo la fundación Caminos de vida: compraron el ataúd, pagaron los servicios funerarios, y todo por teléfono.

Campbell estaba muerto. Nadie lo podía creer. Aunque repentina, su muerte causó revuelo en el mundillo de la farándula local. Dunaria fue un maremágnum al saberse la noticia en los medios. Luego, nada más pudimos hacer, Leo, su amigo o yo, sino esperar el cuerpo para el sepelio. Quedamos de vernos por la tarde en el mismo punto. Ellos, sin más que decir, se fueron; por mi parte, yo no sé cuánto tiempo me quedé sola frente a la morgue, allí terminé recordando una imagen de un poema de Bécquer:

¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!

Transcurrido el medio día, todavía no había visto el cadáver de Campbell. A mí de las cosas que más me impresionarían sería mirar su cuerpo desvalido y mancillado por el tiempo, verlo de nuevo como un niño enfermizo con poliomielitis. Y me preguntaba cómo me iban a entregar un cadáver así, a mí…  La relación con él fue solo en el plano profesional, nunca hubo una amistad cerrada o un compromiso sentimental. No obstante, nos expresábamos respeto. Mientras el me cepillaba el cabello o me hacía algún masaje, escuchábamos rancheras de Juan Gabriel; esa era su música preferida. Adoraba a Juan Gabriel con tanta religiosidad que, en un rinconcito de la peluquería, le tenía un altar adornado de espejos dorados y rosas rojas.

Cansada de esperar llamé a la funeraria, me dijeron que ya estaban listos los restos. Esa tarde, como a las cuatro, me los entregarían. Estaban Leo y otros amigos gays de Campbell. Pasadas las cuatro, por fin aparecieron los empleados de la funeraria cargando a Campbell en un modesto ataúd caoba. Lo subieron a la carroza fúnebre. No quisimos verlo. Acordamos abrir el ataúd en el cementerio.  

 A la altura de la calle de la circunvalación, el olor que salía de la urna me perturbó. Era un olor a humedad de plantas, a mangle marchito o algo así. Me arrepentí de haber subido a la carroza. Bien pude haber subido al carro de Leo, que venía detrás de nosotros, pero preferí no desairar al cadáver.  La carroza iba tan despacio como lo dictaba el tráfico. El olor me hizo recordar el sueño de la otra noche.  En eso me distraje camino al cementerio. El recorrido era de unos doce kilómetros, desde el centro de Dunaria hasta la vía que lleva a Ciudad Perdida, arriba, en la sierra. El olor persistía, pero de súbito, el carro funerario se detuvo. Al parecer, una llanta se había desinflado.

“Maldita funeraria”, me dije. El hombre que iba manejando parece que me oyó y lanzó algunos improperios, no sé si contra mí o contra el difunto. No tuve valor para responderle, ni deseo; la desidia me acorralaba. Eran las cinco. El sol canicular ya casi se iba del cielo dunariano. Mientras que instalaban un gato hidráulico y se preparaban para cambiar la llanta, en la soledad de la carroza me asaltó la curiosidad. Quise ver la expresión en el rostro de Campbell. Levanté la tapa y miré a través del vidrio. Me estremecí un poco. Lo que vi fue el rostro de otra persona. No era él. ¿será que caso la muerte esa muerte trasforma los rostros? Vi un rostro hosco y retraído; supuse que tal vez el cadáver no estaba a gusto con su suerte, quizá estaría malhumorado ante la situación. De seguro se le había descompuesto el ánimo. Por aquellas ridículas cavilaciones dejé caer la tapa del ataúd. El golpe fue realmente sordo. “Las artimañas del destino”, me dije.

Guardé silencio. Reflexioné. Volví a examinar el rostro, pero definitivamente él no era Campbell.  Tal vez los de la funeraria habían equivocado el cuerpo. Hubo una confusión. Este muerto era trigueño y tenía un tatuaje en el cuello, una especie de beso escarlata.

Me guardé lo que había descubierto. Más porque no sabía con claridad qué hacer ante lo que estaba ocurriendo. Traté de llamar a Mark, pero nunca me contestó; seguía enojado conmigo, con mi amor efímero. Así son los ingleses de obstinados, me dije a mí misma.

Nos sobrepusimos al percance de la llanta.   Ahí estaba el cementerio con bóvedas recién hechas y un campo infinito. Para sorpresa mía, nos esperaban una multitud de amigos y conocidos de Campbell, entre ellos su supuesto primo. Él, en particular, se acercó al féretro y contempló un cadáver agraviado, molesto. Lo vi alejarse de inmediato, debatiéndose entre incrédulo y prevenido. Yo me pregunté si él, que era su familia, se había dado cuenta también de que ese muerto no era Campbell; si, al igual que yo naufragaba en un mar de confusión sin respuesta. Decidí entonces acercarme, mirarlo por última vez, mirarlo bien, ya que la urna estaba completamente abierta. Llené mis ojos con esa apariencia ajena. Definitivamente, no era Campbell. No era él.

Quise alejarme de allí. No tenía sentido acompañar el cadáver de desconocido. De repente, me asaltó la esperanza de que Campbell viviera. Ostensiblemente, un temblor que me venía de adentro me hizo callar mientras los mariachis cantaban canciones de Juan Gabriel para el supuesto Campbell. A la distancia, alcancé a ver que Leo y sus amigos lo lloraban amargamente.

Al llegar a casa, volví a escuchar esa voz ajena de antes en el celular.  La voz ajena e indolente, ronca, casi incomprensible. Era esa voz que me llamaba desde el hospital.

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