El anciano se disponía a brindar, en el instante que golpearon la puerta de su casa. Refunfuñando dejó la copa de vino y se levantó con ayuda de su bastón. Detestaba que interrumpieran sus rituales. Quienes no lo comprendían decían que se ataba demasiado a la rutina. No importaba ya más discutir qué nombre darle a sus costumbres. Lo que hayan sido, hoy descansan en el puerto del olvido.
Abrió el umbral y su mano sostuvo el picaporte. Frente a él una imagen imponente esperando que le permita la entrada.
—Lo siento, estoy por brindar —hizo el ademán de cerrar la puerta, pero el visitante empujó hacia atrás la puerta maciza.
—Me urge. Usted sabe…
—No sea irrespetuoso y venga en otro momento. No me gusta que me interrumpan cuando…
—…Está en uno de sus rituales. Lo sé.
—Además, hace pocas horas que usted visitó esta casa —el visitante sonrió con esa ironía que suele confundirse con malicia.
El anciano le permitió la entrada y se sentaron frente a frente en el comedor de la casa. Se miraron midiendo sus distancias. El visitante observó el lúgubre aire que los rodeaba, y le dio escalofríos tanto vacío. Ojalá no le llevara tanto tiempo. Quería irse de allí cuanto antes. El sombrero de alas anchas cubría en sombras parte de su rostro. Hablaron durante horas sobre la existencia. El viejo sostuvo sus ojos en su copa de vino y la botella sobre la mesa. Luego miró la cama a escasos tres metros de ellos. Cuando volvió a mirar al extraño vio que este había depositado sobre la mesa un reloj de arena tallado en vidrio, madera e incrustaciones en jade y oro.
—¿Ya? —dijo sosteniendo con fuerza su bastón—. Pero mi ritual…
—Sus rutinas no tienen valor.
—Lo sé. Si a la gente no le importa lo que guardamos de valor en nuestras almas. No voy a esperar que a usted le importe —el visitante rozó con su mano el reloj milenario; la sonrisa irónica regresó a sus comisuras.
—La vida es una caja llena de arena, agujerada en el fondo. Vamos perdiendo granos valiosos día a día. La vida no es tan diferente a ese reloj que usted sostiene. Su juguetito no me intimida —el visitante miró la botella y la copa de cristal. El color y el aroma de las mejores uvas se filtró raro e indescriptible, en sus fosas nasales, mezclado a otro olor que sí sabía identificar.
—No pienso compartir. Es mi ritual, así como usted me está presentando el suyo.
El imponente hombre volvió a mirar a su alrededor. Tenían en común tantas cosas. El gusto por las antigüedades, los placeres de la degustación, solo le extrañó que en esa biblioteca no hubiera volúmenes clásicos. Solo autores desconocidos. Ante esa duda, el anciano le respondió lo siguiente.
—La mayoría de los coleccionistas se apropian legalmente de cosas que no les pertenecen y las mantienen guardadas con orgullo. Usted acostumbra a coleccionar granos de arena que no le pertenecen. Hay quienes adquieren libros antiguos; también los leo, pero prefiero conservar libros de autores desconocidos y olvidados porque al leerlos los mantengo con vida. Mantengo vivos sus sueños. Vivos, sus sentidos. Vivas, sus emociones. Usted dijo hace un momento que somos iguales. ¡No se atreva a repetirlo! ¡Somos muy diferentes! Cada libro de esta biblioteca representa una persona, un grano de arena que mantendré latente mientras aún tenga fuerzas para respirar, en cambio usted solo podrá conocer el placer de coleccionar granos vacíos porque aquello que el ser humano tenía de verdadero valor usted jamás podrá llevárselo.
Ambos miraron el reloj. Los últimos granos ya estaban cayendo. El visitante lo levantó y sosteniendo la base y el techo con sus manos, lo giró cediéndole una nueva extensión a su existencia ya torturada. Guardó el reloj de arena en el bolsillo y se levantó. Antes de salir de la casa miró la cama y le tatuó otra de sus acostumbradas sonrisas irónicas.
El anciano con una pavorosa mirada continuó su ritual.
Levantó la copa y bebió grano a grano la mejor de las cosechas; brindando en su memoria, miró la cama a escasos metros. Sobre ella descansaba el cuerpo de una mujer con la piel cubierta de sobre relieves formando arrugas; su mano flácida colgaba a un costado y el rigor mortis aún sosteniendo la mascarilla de oxígeno. Pronto los recuerdos de aquellos seres queridos que ya no tenía a su lado y toda su memoria también se marcharían; dispersándose como los granos del reloj de su visitante. Cuando ese día llegara, para algunos sería una tortura, para él sería un bálsamo.
Entretenida disquisición, Hay que cuidar cada grano de vida en cada ritual de nuestra existencia.
Muchas gracias por su comentario, Chalo
Muy interesante, una lectura cargada de mucho misterio. Excelente.