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REGALO PARA UN DOMINGO

Ramiro De La Espriella

Jamás se imaginaron que un pesado camión pudiera entrar a la población; la carretera en mal estado por su rehabilitación y el puente casi destruido para construir uno más grande, solo dejaba pasar camperos, los camiones ganaderos debían ser desviados por el cauce de la quebrada, pero cinco días antes se había roto el cauce inundando las tierras bajas y deteniendo todo el comercio, hasta la trashumancia estaba desaparecida.

La verdad es que el camión se parqueo frente a la plaza y dos fornidos ayudantes empezaron a bajar varios ataúdes y los fueron colocando en estricto orden en el atrio de la iglesia, los que habían madrugado se percataron de la extraña presencia y empezaron a murmurar sobre alguna posible tragedia o quizá la instalación de una funeraria.

Pero, ¿por qué inaugurar una funeraria en un pueblo en donde la muerte era esquiva y a lo máximo solo moría un habitante por mes?

Allí se conocían a todos los difuntos y en las lapidas no solían colocar el nombre del fallecido, sino el mes y el año del deceso y solo con verlos el visitante del cementerio sabia a quién estaba sepultado.

La costumbre se quiso acabar cuando la pandemia se llevó a una pareja de esposos, a alguien se le ocurrió colocar la fecha, seguido del guion 1 y el guion 2 para poder identificar las tumbas.

Pero, ¿qué hacían esos ataúdes colocados en forma ordenada en el atrio de la iglesia?

La noticia se esparció y desde los barrios más apartados empezaron a llegar formando una muchedumbre solo vista el día de la patrona. Era un murmullo y nadie se atrevía a preguntarle al chofer del camión y a sus ayudantes el porqué del extraño regalo, hasta el sacerdote ordenó al sacristán cerrar las puertas de la iglesia y suspendió la misa matinal del domingo por temor a que la muerte entrara. El cura, tímidamente se asomó y contó los ataúdes: eran dieciocho; cerró las puertas del templo y sin que nadie lo pidiera hizo doblar las campanas.

Este tañer al cielo implorándole a la patrona que librara al pueblo de una desgracia, parece que fue escuchado, el encapote no se hizo esperar y la mañana se tornó oscura, los espectadores sintieron recelo  y decidieron dejar al pesado camión y sus tripulantes solos frente a la iglesia sin haber preguntado nada, la lluvia se apoderó del miedo y los dos ayudantes volvieron a colocar la preciada carga dentro del vehículo, el silencio solo fue cortado por el ruido del motor y el sonido de las gotas al golpear los techos envejecidos por el paso del tiempo y así igual como llegaron se fueron, sin explicaciones.

El Yoyo, un parapléjico que no pudo regresar a su casa ya que no encontró quién empujara su silla de ruedas, se había guarecido debajo de un pequeño techo que daba hacia al frente de la plaza, después que el camión se hubo marchado y el sonido del motor opacado por el goteo pertinaz, alcanzo a gritar para que todo el mundo lo escuchara.

¡Es que la muerte se equivocó de pueblo!

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2 comentarios en «Regalo para un domingo»

  1. Muchas gracias a la editorial papel y lápiz y al maestro Aarón Parodi por tener en cuenta mis escritos, este cuento se basa en un caso de la vida real sucedido el domingo pasado en un hermoso pueblo colombiano, pero contado a mi manera. Espero les guste.

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