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FRAGANCIA

Limedis Castillo

Se sintió fuera del alcance de sí misma en aquel gótico lunes.

—Sí te apuras, podrás encontrarlo en el acto, padeciendo aún de mi sexo como un animal en celo —le dijo una voz casi confidente. Para ella era una voz sutil, una voz casi azul. “Me recuerda a alguien”, se dijo.

Un anónimo le estaba informado que Julio Andimorán, superintendente de la multinacional de carbones, se encontraba en la ciudad fronteriza de Arianna. Le confirmó el nombre del motel y le corroboró la hora precisa en que habían ingresado. Tardó un poco en reaccionar de esa alucinación. Por largos días había estado esperando esa llamada. Como una maniática, dejó todo tirado en su oficina: los proyectos de inversión, las llaves personales de gerencia, el portátil, el neceser de los cosméticos y cuanto accesorio poseía.

Acumulaba muchas noches de insomnios, largas, interminables. Unas ojeras enormes le daban a su rostro un brillo fúnebre. Pero, aun así, se sobreponía a las circunstancias. Mantenía el cabello arreglado; igual de pulcras y relucientes aparecían las uñas. Unas gafas para sol la protegían de las miradas inquisidoras de amigos, admiradores y usuarios del Banco que gerenciaba.  Únicamente pudo expresarle a la subdirectora que tenía una urgencia, que comunicara el percance a los subalternos. Esa tarde, en el banco Nacional se cancelaron las reuniones y citas con los empresarios.

Julio la había conocido en un bar gay. Se consumieron con los ojos aquella noche de octubre. Llovía. Reconocieron, casi de inmediato, que se necesitaban. Nada en ellos era casualidad en la probabilidad de sus cuerpos. Se recreaba la noche a sus anchas en aquellos senos de silicona. Cobraban vuelo las palabras de él y revoloteaban en los

cabellos ensortijados de ella. En el fondo de aquel apasionamiento, germinaba el deseo que transitaba irremediablemente al incendio de incontables besos. Desde entonces salían clandestinamente. Cada día Connie se parecía más a su esposa, según él. “Es que un cuerpo no se explora en una frágil noche”, le decía en los más avanzados estados de excitación.

Ese olor, ineludible, a motel era perfecto. Fue a dar casi a tientas a la ducha. Se miró en el espejo del baño y encontró en su rostro la corriente caudalosa de la lujuria que le permitió soñar. Había dejado a Connie en la cama, medio alucinando y arrastrándose de deseo. Pero aquel olor tan privado y tan único lo había llevado por vías inconcebibles en los orgasmos. Era proclive a sus impulsos, cedía, sin ninguna resistencia, a la geometría de esos labios. No le importaba su condición, en absoluto.

Desde su oficina en el banco, llamó por su celular a un familiar para que recogiera al niño en el bilingüe San Patrick. Realizó algunas actividades al azar, hasta que el timbre del teléfono la sacó del ensimismamiento que la poseía.

—Esa voz aguda es peculiar. Hoy descubriré quién es —caviló antes de levantar la bocina. Nada pudo lograr en aquella breve conversación. Malhumorada, recogió su cartera, guardo algunos accesorios y salió de la oficina. Eran las cinco de la tarde.

Le costó dominar su estado de ánimo mientras conducía. Salió de la ciudad por la autopista sur. El olor a mangle la abrumaba y a ratos le alborotaba la alergia nasal. Aceleró el automóvil por la autopista congestionada de la hora pico. Descuidó el velocímetro. De golpe, el día de su boda asomó a su recuerdo. Estuvo de pie casi toda la fiesta, caminó, bailó, iba de un sitio a otro pendiente de todo detalle. Había escogido unos zapatos de tacón bajo y cuadrados, los mandó a forrar con una tela de color similar, casi igual, a su traje de novia.

Entre sábanas, Connie evocó su niñez y su vida. Ese sabor amargo de haber nacido con un sexo inaceptable la oprimía. A los nueve años, a escondidas, empezó a vestirse con la ropa de sus hermanas. Se miraba al espejo. Sentía seducción. Mantuvo su secreto por muchos años hasta que conoció a Julio. A él le encantó aquella voz, casi azul, de quinceañera.

La fragancia de un perfume revolvía la fogosidad de la habitación a esa hora de la tarde. Connie, para desperezarse, encendió el televisor. Julio estaba en el baño casi ebrio; se miraba al espejo como si observara por primera vez. Sabía que aquel cuerpo era opio, como un pozo para el perfecto aniquilamiento. Connie marcó nuevamente el número del celular. Escuchó decir, al otro lado, que ya estaba a la entrada del motel. Colgó. Escuchó el ruido de un motor. Se metió entre las sábanas, abrazó la almohada con fuerza y una risita picara se asomó por sus labios

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3 comentarios en «Fragancia»

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