Con la rabia contenida y cabizbajo, Sebastián se hallaba recluido en su cuarto de estudio después de tener una fuerte discusión con su esposa. Entre lágrimas y sollozos, veía cómo su hogar se iba a pique.
Inconsolable se levantó de su sillón giratorio y se dirigió a su habitación. Cerró la puerta tras de sí con llave y se tiró sobre la cama. Tendido e inmóvil como un cadáver, clavó la vista en el cielo raso y dejó ir sus pensamientos tras los acontecimientos de los últimos días.
Al cerrar sus ojos, tuvo ante sí la imagen viva de su esposa; veía su frialdad, sus frecuentes excusas para salir a solas, sus reproches incesantes, sus objeciones y sus cantaletas por pequeñeces. Recordó con mucha tristeza sus rechazos a una caricia, a un beso; a una intimidad.
Sintió mucho pesar al recordar el mutismo de su mujer, iba de un ¿por qué?, o ¿qué pasa?, hasta ¿qué te sucede? Su silencio, lo hería profundamente.
Las imágenes sucesivas de su memoria lo transportaron luego a su cuarto de estudio, ojeando y hojeando un libro recién adquirido en una feria de libros. El título y el nombre del autor (desconocido para él) escritas en letras doradas y en cursivas, le llamó mucho la atención: “Réplicas”. Recordó haber leído el primer capítulo del libro nuevo con mucho interés esa misma tarde.
Recordó también, haber llamado a su esposa para preguntarle algo. Al ver que esta no contestaba, salió a buscarla. Ella estaba en el baño.
Reconstruyó el momento en que él, llegando a la sala, vio el celular de su esposa sobre la mesa cargando; este vibraba por los mensajes que recibía. Un impulso desconocido le impelió a leerlos.
Los celos y la rabia impuestos agresivamente por los mensajes leídos, se apoderaron de él. Pacientemente esperó a que ella saliera del baño. La confrontación en un mar de réplicas forzados, estaba por venir.
Haciendo un pare a sus pensamientos, se levantó de la cama y decidió salir a la calle. Con la mirada baja, vagó distraído. En ese son, llegó a una tienda que quedaba a diez cuadras de su casa. Pidió una cerveza.
Lo mejor será mudarme y llevarme a los niños, pensaba. Pero, ¿cómo les explico que nos vamos a mudar a otra casa sin su mamá? No. Definitivamente, no. Tengo que hallar la forma de resolver esta situación sin que afecte a los niños, se dijo. Al rato, pidió otra cerveza.
Hora y media después, regresó a su casa y se recluyó nuevamente en su cuarto de estudio. Era de esos hombres que pensaban en que un buen libro, abstraía a cualquiera de sus problemas, aunque sea sólo por un instante. Fiel a su consigna, se sentó en su sillón giratorio y enfocó sus ojos en los libros de García Márquez, Oscar Collazos, Ernest Hemingway, Octavio Paz, Cortázar, Borges, Chesterton, Héctor Abad Faciolince, entre otros. Sin embargo, optó por continuar con la lectura del libro nuevo, sentía que algo lo relacionaba con él.
Lo trajo hacia sí. Con golpecitos de dedos sobre la cubierta, reprodujo en su memoria la trama del primer capítulo de ese mundo ficticio: conflictos, celos, engaños, infidelidades… Pero estas, abruptamente se deshicieron y se esfumaron cuando sobresaltado percibía unos golpes agresivos detrás de la puerta: ¡Sebastián, abre la puerta, tenemos que hablar!, se oyó decir. Por un despiste del tiempo, se había quedado dormido en su sillón; se levantó y caminó hacia la puerta pensando en el desenlace incierto de su vida, replicado en un libro recién adquirido.
Los celos son un infierno para quien las partes implicadas.
Muy bien, escritor.
¡Felicitaciones!
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