Goajira
Picará una vez más, esta vez sería diferente. Ya no habría más sorpresas, todo estaba fríamente calculado. Entrenaba sus manos y dedos para el movimiento final.
Picará una vez más, esta vez sería diferente. Ya no habría más sorpresas, todo estaba fríamente calculado. Entrenaba sus manos y dedos para el movimiento final.
El dolor avieso ensombrecía sus antiguos ojos ibéricos, y acudían a la mente los escombros de la vida reciente o lejana, atiborrada de cosas postergadas, pero de pronto el aire de nuevo, el espasmo que cesaba y sus ojos sin sombra ni dolor, entonces sí, continuar trepando hasta la casa desde donde Sofía le sonreía tras el vidrio…
Estaba conmovido, como sucede siempre que habla acerca del menor de nosotros; su voz, cansada ya por el peso de los años, sonaba frágil y se notaba el esfuerzo que hacía para no llorar.
De repente, te reto a viva voz, quitándome el sombrero que llevo puesto y ondeándotelo a un costado. Acudes a mi encuentro circundando el pio’uy. Haces un giro para que seas reconocida por los asistentes, saludándolos al mismo tiempo.
Un viernes de enero por la tarde llegaba Santiago Elías a Los Hornitos de San Marcos. Arribaba proveniente de la Arquidiócesis de Nuestra Señora de Los Remedios, después de siete horas de viaje, cubierto del polvillo amarillento de la carretera destapada que se filtraba por los topes de caucho de las ventanas del bus…
Años mirando para otro lado, trabajando como loco, viajando para que todos pensaran que no me enteraba. Y todo ese tiempo amándola como un tarado.
Le dije a la gente que se ocuparan de sus propias vidas; pero no, siguieron metiéndose con mi nene. Por eso la policía comenzó a molestarlo y una noche, le metieron una bala en la cabeza y no pasó nada, lo resolvieron con mentiras.
princesas en estos reinos de matorrales desérticos.
Miró que en la enramada también se encontraba la suegra, vestida con una manta elegante y una pañoleta que cubría su no muy poca cabellera, una mujer bastante seria y silenciosa que no sonreía en ningún momento, ni siquiera el día en que le envió como muestra de agradecimiento y reconocimiento varias cabras de su rebaño.
Cruzo la calle apretando mis puños mientras que mis labios bostezan una palabra maloliente. Dos buses que galopan preñados de ciudadanos imperturbables se atraviesan en mi destino.
Ahora su oído izquierdo apenas captaba el rumor exterior, zumbidos suaves, murmullos entreverados,
como agua corriendo por las rocas.