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ADIÓS A SU MAJESTAD

Elbert Romero Barrios

A Quiqui (q.e.p.d.), ¡simiente de mis primeras letras!

Aquel encuentro, aunque casual, parecía estar predeterminado por el padre tiempo. Estuvo enmarcado en el día de la más larga fecha que registra el calendario. Era solsticio de verano.

El abrazo, entre cálido, suave y fuerte no se hizo esperar. Luego de separarse, ella alborozada, mirando a los ojos de su coterráneo rompió el silencio diciendo:

—Ajá, mi gran y viejo amigo Tiempo sin verte por estos lugares, pensé encontrarte en otras condiciones. Cuéntame, ¿qué es de tu vida? Aparentas más edad de la que realmente tienes, ¿qué te sucede? Te veo viejo y cansado, ¿tu alegría y vistosidad, dónde quedaron?

Él, con voz pausada respondió:

—Ajá mi querida amiga, de mí no quedó la mínima sombra de lo que ayer fui. Ese orgullo que despertaba a quienes acompañé en el ayer se reduce a un simple recuerdo de la nada. Me han convertido en un renegado, en la burla de mi propia raza y hoy, con el precio del desprecio, esta me paga. Mi dolor solo es compartido por unas manos arrugadas de destreza ingenieril, que puntada a puntada, con paciente laboriosidad, inspirada en los frutos de iguarayas, en el verdiesperanza de las tunas y cardones, entre cantos de reyes guajiros y palguraratas, daban vida a mi ser, con la alegría inmarcesible que produce la magia natural del color gestado en florecientes telares de sueños.

Fui el rey del desierto, domé al potro salvaje, desafié las sequías traídas por muchos soles y muchas lunas que cuartearon la piel de mi territorio, fue mi alimento el agua de mar y el arena, me mantuve victorioso cabalgando de Sur a Norte, de Este a Oeste, exhibí la perla como mi mayor presea en honor a mis triunfos libertarios; triunfos que también obtuve al sobrevivir del ataque fiero y despiadado del alijuna de espada, que un día de lejos vino a roncar en mi territorio guajirindio.

Pero, ¿de qué ha valido todo esto? Mi agonía cada vez es mayor, padezco los primeros y segundos entierros de todas mis generaciones, sin los llantos y gemidos de indias acurrucadas en montículos de arena, sin los cantos quejumbrosos del indio entre tragos de chirrinchi. Sin los rezos de la piachi de mi casta, que son todas las castas, como despedida al sitio donde tranquilos descansan mis antepasados.

—No te aflijas amigo, no todo está perdido. Si lograste salir avante de las aventuras que cuentas y que me constan, ¿por qué no doblegar la adversidad que hoy afrontas? ¿Qué te detiene y a qué le temes? No te ofenda mi ignorancia.

—Nada me ofende a estas alturas de la vida, si vida a esto se le puede llamar. Es difícil mi gran amiga, cuando por enemigo tienes a tu propia raza, que por arma el olvido esgrime y les aflora la vergüenza como escudo y defienden sin arcos ni flechas lo que culturas de lejanas latitudes le imponen y que con pasmosa sumisión y dobleces de rodilla aceptan, cediendo más y más terreno cada día, cada minuto, cada fracción de milésima de segundo que avanza.

¡Hasta mi nombre de su lenguaje lo han borrado! Fui movido de la enramada, trono principal que ocupé por generaciones, donde uno a uno vi crecer a mis nietos, correteando de día los sueños que a la luz de la luna y entre penumbras les conté.

Atrás quedaron las noches de tambores y chichamayas, cuando en danzantes círculos, gozosos, caía vencido a los pies de hermosas majayuras anheladas por muchos, adorné al niño de brazos, al joven retozón y al sabio viejo palabrero, quien respaldado y muy varonil se sentía con mi sola presencia aferrada firmemente a su cintura.

En el ayer quedaron sepultados los encuentros con mis paisanos, domingo a domingo, en cada resguardo, en múltiples rancherías, en cada camino, en cada plaza y caseríos, que de manera monstruosa, un día se desbordaron, cercándonos con hilos de metal con espinas, hiriendo de manera inclemente las entrañas de mi raza.

Vi cómo en una mágica mañana, un primer tallo rompió la tierra para saludar al indio, con aquella hermosa espiga venerable que un día en maíz se convirtió, perpetuando el posicionamiento de mi raza.

Simples añoranzas amiga. Me han obligado a dejar solitario al chinchorro y a la guaireña, mi eterna compañera, que un día cualquiera condenarán al mismo destierro que hoy me atormenta. Amiga, temo que un tiempo no muy lejano, contigo harán lo mismo. Mi malicia primitiva lo avizora; te prevengo, ya tienes reemplazo, de recuerdo solo quedarán como evidencias las letras iniciales de nuestros nombres, burlescas caricaturas sin sentido, y una que otra fotografía o réplica tuya y mía, colgada en un lugar de esos cualquiera a los que llaman museos, sepulcros de las cosas viejas, de esas que ya a nadie les sirve.

Nuestros amigos serán el polvo, polillas y telarañas. Vendrán peregrinos de diversos lugares solo a constatar que un día existimos.

Su interlocutora lo increpó diciendo:

—Pero amigo, ¿será también mi destino? Yo aún embellezco muchos cuerpos, me muevo ondeante y alegre con la brisa, sin embargo, me aterra eso que dices. ¿Estaré abocada a ese triste destino que presagias con tanta seguridad? ¿Por qué no me dejas ir contigo?

La respuesta fue tajante. Aún retumba en el vacío:  

—¡No! ¿Quién llorará mi partida?

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1 comentario en «Adiós a su majestad»

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