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IDIOSINCRASIA

Antony Sampayo

El caluroso día que cumplí catorce años, mi pueblo se ganó la distinción de ser el más feliz del mundo, luego de que un vídeo periodístico que mostraba a cientos de sus habitantes riendo a carcajadas diera la vuelta al globo. La felicidad era tan desbordante que terminó por contagiar al camarógrafo y al reportero que cubrían una nota.

Lo curioso es que el noticiero nacional grababa sobre otro galardón al que nuestro municipio, que hace parte de la región Caribe colombiana, se había hecho merecedor: el sitio más pacífico del planeta, al revelarse una estadística que indicaba que superábamos los quince años sin registro de homicidios. Y eso que aún no había salido a la luz pública que la mitad de la población dormía con las puertas abiertas y que llevábamos dos años sin darle cristiano uso al cementerio, pues ya la gente no se quería morir ni de vieja.

La carencia de decesos, fuera por accidentes, de forma natural o por enfermedades, había convertido al enterrador municipal en un envidiable desocupado. Mi tío fungía como alcalde en aquel entonces y nunca olvidaré los dolores de cabeza que se ganó para inaugurar el nuevo camposanto dos meses antes, ya que, aunque su jefe político le insistía en que para dar al servicio de manera oficial dicha instalación no se requería de un difunto, él mantuvo su postura.

Mi pariente, que había recibido un plazo improrrogable, acudió a hospitales y casa por casa tras el rastro de moribundos y octogenarios, y les explicaba con cariño de los magníficos premios que disponía la alcaldía para el primer muerto que facilitara la inauguración del camposanto: un costoso y moderno ataúd fabricado a base de cedro, arreglos florares de la mejor calidad, vestimenta de rey, banda instrumental que acompañara al cortejo de principio a fin, alimentos, bebidas, rifas de obsequios a los dolientes y una cripta a disposición de la generación venidera; sin embargo, llegó la fecha y ningún habitante de Mucurí estiró la pata, por lo que a mi tío no le quedó otra alternativa que echar mano de un difunto perteneciente a un municipio vecino.

El pueblo del que era natural el finado, estaba a treinta kilómetros y era el doble de tamaño que el nuestro, y la junta local se encargó de traer a la comitiva fúnebre en varios autobuses, que fueron recibidos a la entrada de nuestra población con voladores, pitos, serpentinas, vítores y aplausos. El difunto, un valeroso policía, recibió en muerte lo que de seguro aspiraba en vida, luego de que fracasara en su intento de frustrar un atraco bancario.

En el cementerio no cabía una aguja, los dolientes foráneos se confundían con los lugareños, que, vestidos de negro, no se quisieron perder el festejo. Yo estaba sobre una tarima improvisada al lado de la cripta, adornada con globos de múltiples colores, en la que las autoridades emitían sus discursos por turno. A las dos de la tarde mi tío tomó el micrófono y, luego de soltar un emotivo ¡guau!, dio inicio a la ceremonia. Una hora después cinco palas resultaron insuficientes para la infinidad de voluntarios que deseaban quedar en la historia. En escasos minutos la tierra mucureña, en medio de una lluvia de relámpagos digitales, engulló sin miramiento al ovacionado cadáver. Entonces se procedió a las rifas de regalos y la entristecida faz de los dolientes se transformaba a medida que recibían los suyos. Mi tío aprovechó para hacer una disimulada campaña política prometiendo que de a poco durante su mandato solucionaría las necesidades de la región y que su próximo proyecto sería contar con nuestra propia cárcel, porque a pesar de lo pacifico que era Mucurí nunca se sabe que nos depara el futuro, y ya era hora de dejar de remitir a nuestros infractores a prisiones de Barranquilla, capital del departamento. Fue aplaudido a rabiar, y a cambio envió a por dos cajas de aguardiente que los presentes evaporaron en un cerrar y abrir de vista. A las siete, la alegría era la dueña del contorno y hubo necesidad de surtirse con otras dos cajas de licor, y que la banda instrumental cambiara la música fúnebre por una festiva ante la insistencia general, y todos empezaron a bailar; y es que esa es otra de las características especiales de mi región, para la que de haber existido distinción internacional la habríamos ganado de lejos: donde hay comida y ron de sobra no falta ninguno, nos olvidamos de las penas propias y las ajenas y el dolor lo cantamos. El bullicio en el que se confundieron mucureños y forasteros solo culminó a las seis de la mañana.

Ocho años después, mi tío, en un segundo mandato, se encargó de cumplir su promesa de erigir una prisión. Aún no registrábamos homicidios y tampoco contábamos con ladrones, así que para inaugurar la edificación de barrotes debió solicitar el traslado desde Barranquilla de un prisionero que fue recibido como rey, declarado ciudadano de honor, le fueron entregadas las llaves de la población y se le destinó la ‘celda presidencial’, beneficio que se hacía extensivo de por vida hasta sus descendientes que resultasen delincuentes, lo que quedó firmado en una placa.

El evento terminó convertido en un carnaval que se prolongó por espacio de cuatro días; donde, desde el más rico hasta el más pobre, se tomó una foto al lado del reo. Nos olvidamos que él, un traficante de drogas llamado Rigoberto, fue el culpable del estallido de las históricas carcajadas colectivas que hicieron famoso nuestro terruño, al prenderle fuego, en medio de una fuerte brisa veraniega, a veinte bultos de marihuana que ocultaba en una casucha a las afueras de la población al percatarse de que la policía se aproximaba.

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3 comentarios en «Idiosincrasia»

  1. Peculiar historia, pareciera salida de un lugar que vive al revés. A veces, y solo a veces, los políticos hacen hasta lo indecible por ganar adeptos.

    Saludos desde México.

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