El lugar es un pueblo pobre y olvidado, sucede en los años setenta; faltan casi tres horas para la función y el payaso ya está listo, sale con su megáfono a promocionar su show, hay silencio en las calles, no hay nadie más, solo están los niños escueleros del pueblo los que nunca han visto un payaso y ahora todos corren tras él, les parece extraña su cara pintada, su nariz roja, sus grandes zapatos, sus calzones y camisa de colorines, su peluca clara y su boina a cuadros con una borla en el centro.
El payaso grita:
—¡Vengan, vamos todos a la función, niños, mamitas, papitos, vengan a reír, vengan todos! ¡Hoy a las 7: p. m. en la escuela de la localidad!
Los niños que van tras él ríen, pero no saben por qué. El payaso por momentos también ríe; en su recorrido toma la calle solitaria, la segunda y última del pueblo porque no hay más. Juegan y se empujan entre ellos, hacen lo mismo con el payaso, todos ríen, son muchos, casi todos están vestidos de pantaloneta y sandalias.
Casi al terminar la calle le lanzan una piedra que pega en su megáfono, no hace caso y sigue feliz invitando a su función, al rato voltea para invitar a los niños que lo rodeen y canten con él, observa que ya no están ahí, ya no van tras él, camina un poco y mira que todos están a la orilla de la calle escondidos en los matorrales, se da cuenta que unos recogen piedras y otros desprenden de árboles silvestres cantidades de un fruto verde duro y espinoso del tamaño de un aguacate; con varios de ellos le pegan en la cabeza y tambalea por el impacto, lo soporta, ríe y hace amague de corretearlos creyendo que están jugando, luego son muchas piedras y pepas verdes de la fruta exótica que llegan en ráfaga y no las alcanza a esquivar, se asusta.
Muy tarde se dio cuenta del fatal juego, primero cae el megáfono y los niños ríen, luego el payaso cae de rodillas y sigue todo su cuerpo, siente tristeza, dolor en su cuerpo y en su alma, los niños sueltan carcajadas.
La pintura color rojo de sus mejillas se mezcla con la sangre que brota de su cabeza, intenta levantarse para correr pero ya no puede, queda boca abajo, su nariz contra el piso solo alcanza a percibir la tierra olor a pueblo olvidado, llora, siente nostalgia, su cuerpo se agita y siente pánico, convulsiona, las piedras y las pepas exóticas siguen cayendo a montones; al rato ya no siente nada, su corazón late menos, su respiración se agota; hay mucho silencio a su alrededor.
Ahora los niños están asustados y corren por la calle desierta; en la carrera, uno de ellos pregunta:
—¿Qué es un payaso? —todos permanecen callados y siguen corriendo, solo se escucha el ruido del arrastrar de sus sandalias.
Otro niño insiste:
—¿Qué es un payaso?
En medio del agite alguien ya desesperado responde:
—Mañana en la escuela preguntamos.
Toman un atajo y pasan veloces por el frente de la escuela de ladrillos pintados con cal, los pequeños siguen preguntando, pero igual, siguen corriendo.
LOS NIÑOS DEL SILENCIO, es una excelente historia de reflexión que disfruté y confirmé una vez más que no se debe actuar por ignorancia. Gracias ORLANDO CERÓN MARTÍNEZ por esta lección de vida a través de esta narrativa. Un fuerte abrazo.