No podemos amar solo porque nos dicen que es bueno, o porque reconocen que es ese el sentimiento correcto para forjar un corazón de bien, sin resentimientos.

No podemos amar solo la imagen estática dibujada por nuestros padres con la aspiración de evitar que la embarremos a lo grande al tratar de hacerlo por nosotros mismos, y, a la vuelta de la esquina resulta que no podemos volver a mirar el retrato sin un poco de rechazo.

No podemos amar solo las palabras de advertencia, esas que evitan los baches, pues el no actuar por la incertidumbre del error, frustra la escultura de nuestra propia existencia, entonces surge ese guiño que habla sin voz «no me digas qué hacer, lo odio».

No podemos amar cuando condicionamos el cariño de los demás; estamos corriendo el riesgo de sembrar también un poco de rencor, un poco de irreverencia, un poco de: te quiero, pero…

No podemos amar sin respetar las diferencias, de edad, época, sexo o ideología.

No podemos pedir amor a quienes no reconocen y aceptan nuestros defectos.

No debemos pedir amor asumiendo que es lo que corresponde recibir, ya que lo hemos dado todo por los demás.

Pero los que de verdad entienden, observan al detalle, respetan, sienten profundo por sus raíces, por aquellos a su lado, sí podemos, de hecho, amamos de todo corazón. A la par decimos con respeto, deseamos el bien; nos hiere que se resienten los lazos comunes con base a diferencias salvables, nos entristecen las palabras mal escogidas al calor del momento, obviando que somos capaces de defender lo que amamos sin dar lugar a comentarios innecesarios y cuestionadores. Los que nos atrevemos a amar, requerimos respuestas certeras, consecuencia de las acciones, transparencia; porque para amar de verdad se requiere de inteligencia, sagacidad, empatía, y para que no se rompa el amor, todo debe fluir en ambas direcciones.