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AUSENCIA DE SU CIELO

Limesdis Castillo

Mira atrás antes de salir. Detalla la ruinosa y escueta sala de la vivienda y, sin más, cierra la puerta. Ha dejado a la anciana entre las tinieblas de su circunstancia. Recorre varias cuadras con presteza; casi levitando, alcanza a llegar a un terreno baldío lleno de mangles y pájaros lacustres, aledaño al convento de los Franciscanos. Se agazapa entre los arbustos, puja con tanta fuerza como le exige su necesidad. Siente la tibia humedad resbalar por sus tobillos. Luego, casi se desmaya.

Fuerzas le quedaban, todavía; voluntad, mucho más. Vuelve a pujar, una vez, otra… Y ve la criatura asomar por la cavidad. Lo sostiene luego entre sus manos y, con una tijera de cortar papel, corta para siempre el cordón que la une a él; era un varoncito.  Sintió un intenso alivio que le venía desde adentro, de las entrañas. Lo mira minuciosamente. Es niño, blanco, de poco cabello. Con cierta habilidad, envuelve la criatura en un retazo de lienzo amarillento y lo acomoda en una pañalera que tiene dispuesta allí desde días antes; lo mira detalladamente, como tomando una fotografía mental y, al revisarlo de manera escrupulosa, se asegura que esté completo. Por último, entre el trapo y el bebé, le acomoda una vieja tarjeta de navidad con una inscripción hecha a mano, en la que se podía leer sin mucha dificultad: “Emilio”. La caligrafía era asimétrica, sin embargo; acaso dictada por el temor juvenil. Deja la canasta entre las raíces de un mangle, no sin antes verificar la presencia de hormigas y con la certeza de que sería fácil encontrarlo allí.

Falta poco para que amanezca. De vuelta a casa, espanta silencio y las culpas; camina jugueteando, cuenta sus pasos y parece divertirse. Aunque en el fondo, la muerde el recuerdo. Pero no siente vergüenza. Cuenta los pasos y se recuerda bañándose antes de que un débil dolor en el vientre la asaltara y, con una mueca inusual, quisiera disimularlo. 

Salió del destartalado baño, improvisado en el patio.  Buscó adentro algo que pudiera apaciguar el espasmo. Miró por la ventana y ahí estaban, todavía, las hileras de casas ruinosas hechas de tablas y restos de latón. La misma Dunaria. Esa ciudad de “marimberos” y contrabandistas; la ciudad de las corrientes de aire disoluto, acostumbrada a la contingencia de los desplazados, al ángel paulatino del dengue y el cólera, y a todas las pestes y peligros.

Tenía cumplidos los diecisiete años; delgada, pero bien constituida; de rostro armonioso y nativo. La orfandad pudo haberle activado el don de sobrevivir en este rincón de vías sórdidas y arenosas.  Estaba entre la frontera y la aridez, lejos de todo y de sí misma.

Mientras camina, piensa en su hijo y juguetea. Piensa en su cielo y que lo abandonó entre los mangles. Adivina para sí que era lo mejor; un niño sin padre, con una madre huérfana y una bisabuela ciega, ¿qué futuro puede tener? Calcula sus miserias y su falta de todo. Mira y, a lo lejos, divisa la casa de latón y retazos de madera. Imagina a la abuela luchando con su oscuridad, tratando de adivinar cada objeto en la casa. De súbito, empieza a llorar, y camina y llora y juguetea sin parar.

En algún punto del recorrido, sin embargo, un recuerdo llega a consolarla. Eran las noches en que, en su desnudez, fue feliz con un diácono del convento de los Franciscanos. Arleth se llamaba. Lo había conocido en la parroquia Divino Salvador. Era un hombre alto, de piel blanca, pero curtida por los milagros del desierto. Ella, entonces, irradiaba un destello de adolescencia. Era una descomunal mestiza que atraía la atención del más despistado dunariano (o dunariense).  Durante muchas noches, a escondidas, como un pájaro alegre sobrevoló el amor junto al diacono, al vaivén de las horas; cada encuentro fue una liturgia pagana. Los deseos trascendían a la intimidad de la inocencia y la luna se colaba entre sus latidos. Pero aquello fue efímero, para su desgracia.

De repente, su llanto desemboca en risa; luego, vuelve a llorar. Ahora el recuerdo se le pega a la sien, obstinadamente. Evoca la noche en que la abuela sintió el estropicio en la casa y pensó que era un temblor de tierra, y la llamó desesperadamente, casi ahogándose:

—¡Sofía, Sofía, un temblor de tierra, sácame al patio! 

No le respondió. Desde la hamaca, soltaron una risita pícara, extasiados ya y sacudiéndose las cenizas del deseo.

—No, abue, es la perrita de la vecina que hace escándalo, por la sarna, se la está comiendo —respondió ella con voz casi indefinida.

—¿Que qué? –se apresuró la anciana, al no escuchar bien.

–Es la perrita, abuela; la sarna no la deja dormir —le gritó ella con más vehemencia esta vez, desde la hamaca.

Pareció apaciguarla. La octogenaria logró ajustarse al sueño nuevamente, como un sempiterno rumiante. Ellos, siguieron seduciendo la penumbra. Llegaron a otro orgasmo sin prontitud. Se lamieron hasta el desfallecimiento, con la secreta complacencia de los amantes furtivos, mientras aquello duró. A pesar de la juventud, ella todo el tiempo presintió que él no era suyo. Hasta que tuvo fuerzas para decírselo. “Eres de la religión o, peor aún, eres de Dios”, le susurró muchas veces. Después vino la determinación tomada cuando no le llegaron los indicios de la menstruación. Esa tarde, estuvo cavilando bajo el calor obsesivo y el revuelo de los alcatraces; acaso, sin tener ninguna retentiva en qué pensaba. Ni siquiera, si creía estar pagando alguna promesa incumplida.

Salida de la abstracción en que se había enredado, pudo caminar más a prisa. Pero, sin proponérselo, evoca la temprana de hoy, cuando salió a modificar su vida.

—Te he sentido rara en estos días, Sofía —dijo desde su sillón la anciana. —¿Vas a salir? —le pregunta casi como sin deseo de respuesta, desenredándose el cabello aborigen, pero siempre percibiendo la turbación en ella.

—Sí, abuela, voy a llevar un recado a la vecina —le salió al paso, con tono de resignación.

 

Ahora la ha asaltado el deseo de volver a rescatar su fruto. No lo hizo.  Un monstruoso lamento se le acumula en el pecho, es como el mar en la concha de un caracol. Acostada en la hamaca, boca arriba, se debate en un sinfín de pensamientos: ve los ojos de su primogénito, viéndola; ve su cuerpo frágil; ve los mangles mecidos por el viento del nordeste; ve los pájaros de mar que picotean los cangrejos; y, de nuevo, esa luz naciendo de aquellos diminutos ojos y su mano cortando el cordón que lo unía a su mundo.

No puede dormir. La noche pesa sobre el techo de zinc que se sacude con la brisa. La abuela tampoco puede dormir; pasa en vela, según ella, recordando canciones de bucaneros y el ajetreo de los hombres en altamar.

El alba apunta hacia adentro y filtra la luz en delgados hilos por los agujeros y hendiduras de las paredes. Afuera, en los brazos del cactus, se rompe la desolación de la brisa. Un sol arisco se va instalando sobre la urbe disipada en el desierto. La ciudad se satura de calor nuevamente, el día se despliega por patios y avenidas. Ella se levanta de la hamaca y se dispone a salir. Siente que los senos le crecen, le pesan, le duelen. Ve a su abuela espantar cangrejos en el patio y rumiar su soledad. Tras veinte años habitando la penumbra, poco es lo que puede ahora diferenciar entre noche y día. A cualquier hora se levantaba a naufragar entre las cosas del patio. Y es viernes hoy. Sofía se ve inquieta. De algún modo, siente que la abuela la está vigilando. 

—Ya vengo, abue, voy a la tienda —grita desde la puerta con voz de niña. Y al rato vuelve a toda prisa, con el periódico debajo del brazo.  Ya en la habitación, parece menos tranquila. Pasa las páginas con avidez, buscándose a sí misma en las raíces de las palabras.  No mira los avisos promociónales navideños, ni los temas de farándula o deportes; sabe lo que busca.

En las páginas judiciales lee la noticia. «Recién nacido, abandonado en el manglar», rezaba el título. “Las autoridades –siguió leyendo– hallaron a un bebé recién nacido entre los mangles de la Circunvalar y la calle de La Marina. El bebé estaba en el interior de una pañalera; al parecer, su nombre es Emilio, a juzgar por una tarjeta navideña en la que venía esta inscripción”. 

Sofía llora en silencio. Busca las tijeras nuevamente. Cavila uno rato. Recorta la noticia con la foto de un bebé entre sábanas, ahora en brazos de un agente de la policía. Tiembla al hacerlo, pero no logra identificar al niño. Guarda la fotografía con la pretensión de conservarla. Seguidamente prende el fogón. Entra a la habitación con la evasiva de cambiarse. Solo hasta entonces la abuela le lanza la pregunta que la deja paralizada:

–¿Qué hiciste con la criatura? –le interpela, apuntándole con sus ojos sin luz.

El escozor la invade. No responde. El silbido del viento es lo único que puede oírse, y parece más bien emular voces disipadas, traídas de ciudades remotas más allá de las dunas.

Ve la abuela acercarse. La ve abrir la boca para decirle algo. “Insensata, desvergonzada”, cree que es lo que va a gritarle. El golpe del bastón sobre algún objeto de madera se superpone al discurso de la ventolera. Ella aún no dice nada. Regresa a inspeccionar el fogón, como si no fuera con ella. La anciana la sigue con la mirada, la desnuda, la quema.

El día avanza pesadamente. Ella trata de distraerse con todo o con nada. Prepara arroz de cecina de chivo o quizás de ovejo; lava la carne, le pica cebolla roja, cebolla junca y ají. Aun así, el día es más lento y la mirada de la abuela más implacable. De súbito, sacude la cabeza y parece romper un nudo en la maraña del tiempo, corre a la calle, sobre el polvo, entre la brisa… La abuela la imagina perdiéndose en la distancia. 

Al llegar hasta un viejo edificio carcomido por el salitre, un portero canoso y escuálido la deja ingresar, no sin el interrogatorio habitual de los vigilantes de Dunaria. Avanza a través de un pasillo estrecho y largo. Se detiene enfrente de una puerta verde, en la que puede leerse «Oficina de la madre superiora». Siente miedo. Con mano temblorosa empuja la puerta y entra.

 A veces, en el recuerdo, ve temblar el tiempo del diácono Arleth y también una luz maravillosa en los ojos de su hijo que se le clava en la frente; ve su ruinosa casa y a la abuela vieja y ciega golpeándola por la atrocidad de abandonar a su hijo.

Toma aire. Siente fuerza, siente que el pecho se le va calentando. Se presenta ante la madre superiora como la mujer que abandonó a su hijo.  La religiosa se muestra imponente. Es una mujer blanca que contrasta con el hábito marrón franciscano.  Parece dudar de Sofía o de su apariencia.  Ella ve la desconfianza en los ojos de pájaro de la superiora.  

Después de un efusivo sermón, la acompaña a la sala de párvulos para reconocerlo. 

—Aquí es la sala de los más pequeños —le indica la religiosa, abriendo la puerta.

En una cuna metálica reconoce la tarjeta de navidad donde escribió el nombre. Se acerca. Lee la tarjeta: «Emilio». Respira hondo. La religiosa abre el toldillo como develándole su destino. Ella ve que es un niño de piel oscura, incluso más grande. La superiora la mira con intriga.

—Este no es mi Emilio —dice ella sin sobresaltarse.

—Lo siento, es único bebé que nos ha llegado en los últimos días.

Ella no pudo evitar sentirse sola, perdida, llegando a una ausencia de cielo.

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