Fragancia
Julio la había conocido en un bar gay. Se consumieron con los ojos aquella noche de octubre. Llovía. Reconocieron, casi de inmediato, que se necesitaban.
(Riohacha, Colombia). Normalista Superior con énfasis en Lengua Castellana, Trabajador Social, Especialista en Administración de la Informática Educativa y Magister en Informática Educativa. Tutor del Programa: Todos a Aprender en el área de Lenguaje del Ministerio de Educación Nacional. Docente de la Universidad de La Guajira. Gran parte de su obra ha sido publicada en el Taller Literario: El Solar. Autor del libro de cuentos: Dunaria y el Fuego (2014), Siete formas del otro (haciéndolo acreedor al Premio Departamental de Cuentos del Fondo Mixto de Cultura y de las Artes de La Guajira, 2007), del libro de poemas: Plegaria de Ulises (2015). Ganador del Premio Departamental de Ensayo, con: La Poesía Guajira un Canto Patriótico. Coautor de los libros: Los hijos del Pez, doce errancias por una Guajira luminosa y, Palabra y residencia.
Julio la había conocido en un bar gay. Se consumieron con los ojos aquella noche de octubre. Llovía. Reconocieron, casi de inmediato, que se necesitaban.
Quise alejarme de allí. No tenía sentido acompañar el cadáver de desconocido. De repente, me asaltó la esperanza de que Campbell viviera. Ostensiblemente, un temblor que me venía de adentro me hizo callar mientras los mariachis cantaban canciones de Juan Gabriel para el supuesto Campbell.
Llegaba a la pensión al anochecer. Todo el día en la Universidad, hablando de teoría del lenguaje, introducción a la hermenéutica, gramática del discurso y, la más temible, introducción a los géneros literarios con el profesor Lisímaco Valverde, me extenuaban.
Tocaron a la puerta. Un mucamo traía una botella de whisky, una picada de naranjas y varios platitos de maní con pasas y aceitunas. El padre no le permitió ingresar. Recibió todo desde la puerta, le dio la propina y lo despachó.
Fuerzas le quedaban, todavía; voluntad, mucho más. Vuelve a pujar, una vez, otra… Y ve la criatura asomar por la cavidad. Lo sostiene luego entre sus manos y, con una tijera de cortar papel, corta para siempre el cordón que la une a él; era un varoncito.
Él sabía que en la ciudad de Dunaria había poco oficio para un hombre de treinta y cinco y sin ninguna profesión. Su vida de poeta era una sinfonía de golpes en el áspero murmullo de la rutina. En esta ciudad, perdida en el desierto, se encontraba lejos de todo, incluso de sí mismo.
Hace dos meses, sin más preludios y de una manera inesperada e incomprensible, me dijo que se iba de la ciudad. A casa de su madre, dijo. Quedé estupefacta…
La tarde mostró algunos cambios atmosféricos. Un afanoso aguacero se había precipitado sobre ella. Aunque el sol y la lluvia consumían la ciudad, me sobrepuse.
Se marchó, no sé a donde, tal vez la esté pasando muy bien. He dejado el contestador automático por si acaso se arrepiente y me llama. Como también, su llave escondida en la matera, cerca de la puerta.
Al principio sentía terror de quedarme a solas con ella; uno que me recorría desde los dedos hasta la más recóndita neurona. Se me dilataban las pupilas y me hacía tartamudear.