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OQUEDAD

Isabel Zorrilla

No supo cómo llegó hasta aquel lugar, pero le resultó familiar el entorno. La cama tendida sin ninguna arruga, la lamparita sobre la mesa de noche, los frascos de medicamento ordenados impecablemente, la jarra de agua y el vaso de metal, la cortina azul que cubría la única ventana, el sillón reclinable de cuero. Cualquiera diría que había estado allí alguna vez. Hasta el hálito de linimento mezclado con el de mentol y alcoholado, que cundía todo el recinto, abrumaba su entendimiento.

Una luz que se filtraba por debajo de la puerta cortaba la penumbra de la habitación. La curiosidad le hizo seguir el filo de la refulgencia. Volteó el picaporte empujando hacia el interior. Repasó el lugar haciendo inventario con la mirada; un inodoro con tapa negra, una ducha y un lavabo componían la sobriedad del recinto. Sí, sí, indudablemente todo le parecía conocido pero no podía precisar por qué.

Regresó a la habitación y se sentó en el sillón. Desde allí se percató del retrato de una pareja cuya sonrisa de felicidad le resultó cautivadora.

—¿Dónde y cuándo les habré conocido? —se preguntó preocupado.

Dirigió sus pasos hacia la cómoda y respingó de susto al toparse con un enjuto anciano cuya escasa pelambre blanca enmarcaba un rostro cargado de surcos.  Se intercambiaron miradas grises, vacías. La oquedad de uno correspondió la del otro. Así permanecieron un largo rato, inertes, trocando vacíos, como retándose o desafiando el cruel destino que los colocó allí.

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