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UN VUELO AL MAR DE LA ESPERANZA

Abel Rivera García

Amigo pelícano, miré atrás en el tiempo: en una cuna ornitológica naciste; allá al final del Everglade de la Florida, donde las aguas del caudaloso Misisipi derraman al mar, separando cual barrera al océano Atlántico del mar Caribe. Sobre un mangle rojo tu madre hizo su nido con ramitas secas y hojas de la enea que brota del pantano. Allí viste crecer sobre tu piel rosada, pardas plumas en tu dorso y albos plumones en el pecho. Mil cuidados te prodigaron tus padres; con tilapias y siluros te alimentaste, jamás fue estrecha tu ración.

Un buen día de mayo te agrupaste en bandada con un centenar de tus parientes, dispuesto a iniciar una travesía migratoria hasta las lejanas tierras suramericanas cumpliendo el pagamento que te ordena tu genoma. Alzaste vuelo hasta la isla de Vieques en la tierra de la brava Anacaona, probando así tus alas pues tu destino al igual que la bandada estaba allende el mar en aquellas aguas que conjugan el amargo acíbar con la dulcísima miel: la Ciénaga Grande de Santa Marta. Te sentiste seguro, sabías que podías lograrlo, que eras un formidable volador capaz de enfrentarte a los más fuertes tornados y horribles huracanes del Caribe.

Continuaste con tu viaje una mañana de junio. Navegaste hacia el suroeste apurando los espacios con sostenida cadencia. Como en una carrera de relevos el mayor de la bandada dio la orden y al instante te pusiste en vanguardia. Cruzaste el mar de Cortés toda la noche guiado por la estrella Quince del Centauro; saludaste al país de los Aztecas y buen viaje te desearon los espíritus Olmecas al paso por las ruinas del Chichén Itzá. Atisbando siempre la línea litoral reiniciaste vuelo por seis días y cinco noches sucesivas hasta llegar al extenso lago de Nicaragua; allí, aliviaste las fatigas de tu adolorido cuerpo con el tibio bálsamo de sus aguas. Sé que descansaste y reasumiste con el brío juvenil de los pelícanos occidentales.

Siguiendo el itinerario que trazó tu destino te enrumbaste hacia el levante sacando ventaja a los alisios del noroeste con un grácil planeo cruzado, remontando enormes y amenazadores cúmulos que por estos tiempos transportan los vientos. Dos días más tarde, aterrizaste en la laguna del río Camarones en La Guajira Colombiana, más exactamente, sobre las espumosas aguas de la laguna de Navío Quebrado. En un frenético entusiasmo te zambulliste en picada, una y otra vez, ávido de peces. Así degustaste el típico manjar de las lisas e incluso, disputaste un delicioso lebranche con una garza altanera. Buen partido sacaste a esa abundancia hasta tanto se secaron y se pintaron de blanco sus trasparentes aguas. Te acosaron los pescadores del pueblo, quienes, como tú, recogían los peces disecados por las sales y el sol, cual plateadas monedas esparcidas por el suelo. Y sentiste miedo, por lo que decidiste volar hasta las playas amplias y doradas de la ciudad de Riohacha, capital del departamento de La Guajira. Allí fuiste testigo de excepción de los preparativos logísticos que concluyeron en la emigración de la familia Deluque, pescadores riohacheros hacia la ciudad de Santa Marta, huyendo de la recesión que sufría esa ciudad, luego de que los barcos alemanes abandonaron el comercio de vainas de dividivi que ellos usaban para curtir cueros, a pocos días de la invasión del corredor de Dánzig por las tropas nazis. Les viste partir en cinco lanchas de cabotaje, sin más pertenencias que cinco camas de lienzo, dos baúles con vestidos descoloridos, menajes de cocina y diez sacos llenos con pescadillos seco-salados que una semana antes del viaje habían recogido en la laguna de San Lorenzo de Camarones, seca completamente por los vientos alisios de febrero. Me contaste que partieron siete núcleos familiares en una tarde de mayo; y que en su despedida les acompañaron los noventa y siete miembros de su parentela, reunida para la ocasión de despedirles en su última cena en Riohacha. Percibiste uno a uno los rostros familiares tras la cortina de humo que producían los pescadillos asados a la brasa que ellos llamaban “cachirra”, cuyo olor rancio y pútrido se percibió en la vecina comunidad de San Lorenzo de Camarones a 20 kilómetros de Riohacha como un vaho que penetraba en las estancias. Para los vecinos riohacheros y para los habitantes de San Lorenzo de Camarones era la muda señal del destierro iniciaba su marcha.

Llegada la alborada del último día de noviembre partiste hacia el oeste todavía embelesado por la belleza de este rico humedal. Esta vez a una voz del mayor de tus hermanos la bandada juntó ala con ala y dibujó en el firmamento azul una inmensa “V” de la victoria esperada. En tu camino volaste, sin desviarte, por la franja litoral a poca altura, de esta manera pudiste percibir los colores y el aroma marino del Santuario Natural de los Taironas; mas no te detuviste.

Oteaste la Samaria y te afligieron sus miserias. Planeaste junto al Morro y te pareció un gran centinela que guarda su bahía; pero solo en lo más alto del cerro de Punta Betín tocaste tierra para descansar y mirar la hermosa bahía de Santa Marta, llamada la Perla de América, que se abría a tus patas hacia el sur. Para tu sorpresa, desde ese punto reconociste a José Antonio Deluque, el pescador riohachero que años atrás emigró con doce parientes de su núcleo familiar más íntimo, llenos de niños todos ellos, y se asentaron en Santa Marta en los Cerros de las abras de Santana y sus ancones, antes de que por ley nacional fueran incorporadas a la zona portuaria y sus habitantes obligados a desavecindarse. Una vieja gaviota que te recibió en el cerro de Punta de Betín te contó que, a los pocos meses de haber llegado a Santa Marta, dos de sus cinco hijos varones se convirtieron en unos gamberros que, en sus insaciables deseos de conocer incursionaron en las radas de Taganga conviviendo con los pescadores y aprendieron el oficio de vigía de chinchorro playero. Con el tiempo esos muchachos conocieron algunas palabras del inglés para pedirles a los marineros que arrojaran desde a bordo monedas a la mar que junto a su pandilla recogían de las profundas aguas del puerto de Santa Marta antes de que llegaran a fondo. La gaviota te contó, entre graznidos, que los turistas que visitaban el puerto se admiraban y gozaban gratamente ante ese espectáculo; sobre todo cuando como pichones hambrientos semidesnudos nadando alrededor de las naves les oían gritar frenéticamente: ¡moni e uader mista! ¡monie e uader!; y además porque notaban como una anormalidad fenotípica que, por las asoleadas diarias en el mar, los muchachos adquirieron el color del dulce de grosellas, y sus cabellos de mestizos guajiros, otrora lacio y azabache, se les tornó motoso y arropillado.

 Recordaste que mientras estuviste en Riohacha el pescador Deluque te alimentaba con las vísceras de los pescados cada vez que venía de su faena de pesca. También evocaste lo que le escuchabas a los pescadores riohacheros que no emigraron cada vez que se reunían en las playas con ocasión de las festividades de la virgen de los Remedios, patrona de Riohacha, respecto a que cuando se dio la ampliación del puerto marítimo de Santa Marta a muchos de los migrantes les toco volver a Riohacha o mudarse a vivir a otros barrios de la ciudad de Bastidas; y que por la pérdida de sus posesiones algunos fueron indemnizados, aunque los más, desahuciados como perros.

Amigo Pelícano, sé que te maravillaba del azul y transparente mar de Santa Marta y que pasabas tardes enteras viendo absorto a los cardúmenes de carajuelos de iridiscentes colores nadar en elípticas circunvalaciones alrededor de los pilotes de madera del muelle de cabotaje, carcomidas por la broma y recubiertos de algas danzarinas. A ti te parecía que en realidad esos pececillos jugaban a “la lleva”.

En la Samaria permaneciste tan solo algunos días; pero, advertiste los vahos malolientes de los vertimientos en el boquerón del emisario final de su alcantarillado y los cerros negros de carbón en los tinglados de la terminal portuaria que emanaban una espesa nube de polvillos que irritaron la membrana de tus ojos. Por fin te alejaste compadeciéndote por los inmutables habitantes de esa hospitalaria ciudad.

Con rápido aleteo te dirigiste al sur hacia tu destino final. En una hora atisbaste la gran barra costera que se extiende hacia el poniente. A lo lejos, como un refulgente espejo castigado por el sol del mediodía, estaba ella: la pródiga Ciénaga Grande de Santa Marta. Evocaste a tu madre y sus historias contadas sobre el nido. Recordaste que te habló de la existencia de unas aguas encantadas del color esmeralda, provenientes de una mágica montaña que como cuernos de abundancia derramaba machuelos, lisas, boconas y mil especies más de abigarradas formas y colores. También te vino a la memoria que dijo: «hijo, en esa región de humedales tienes que buscar siempre como mitigar las altas temperaturas que hace durante los calientes y húmedos meses del estío en el caribe tropical colombiano, sobre todo entre las áreas costeras desde Gaira hasta Tasajera».

Pero te sorprendieron más sus sabias palabras cuando te dijo que han pasado casi 500 años desde cuando sus tatarabuelos pelícanos vieron llegar a los carilargos españoles desde el mar de Pueblo Viejo y adentrarse en la ciénaga Grande de Santa Marta por la Boca de la Barra a bordo de tres grandes cayucos que bajaron al agua con cabuyas desde una gran embarcación anclada a una milla de la playa, y que los indígenas pescadores se reunían en la boca del estero escondidos entre los mangles rojos, y muy callados se sorprendieron de ver esos hombres cubiertos de cuero seco de no sé qué animales, y planchas metálicas que destellaban como las escamas de las sardinas boconas, creyendo que tales seres eran aparatos andantes, quizás el resultado del cruce de monos cotudos con micos maiceros por el color de sus cabellos y barbas rojas o leonadas como las flores de la ceiba y la pulpa del mamey. Ella te dijo, además, que estos raros seres para proveer la provisión de los marineros que con ellos vinieron en la gran nave les vieron calar en las aguas marinas y en las de la ciénaga, formando un semicírculo, unas redes largas con un copo en el medio. Y agregó: «hijo, nosotros los pelicanos supervivientes pensamos que desde ese aciago día del desembarco en la Boca de la Barra se inició el torbellino de desgracias para nuestro entorno ambiental de la ciénaga y el mar, ya que los lances de esos chinchorros con tamaños de malla muy pequeños arrastran con todos los peces, con otros animales y el pasto acuático».

»Como un buldócer dejan una trilla de desolación sobre el fondo marino. Algo más: es esa la razón de la disminución de todas las especies que se alimentan de peces de la región, no solamente nosotros los pelícanos, sino también los cormoranes o patos yuyos, las gaviotas y los patos arrastraculos, que no encontramos esos grandes cardúmenes de peces que había antes.

Seguidamente, te previno de lo que ella pensaba que era lo más lesivo y la mayor desgracia para la supervivencia de la especie pelicana: «¡Mira, hijo, qué desgracia para nuestra comunidad que se alimenta de peces!: un concejal del partido de gobierno es el dueño de cincuenta chinchorros playeros que entrega en comodato a sendos grupos de pescadores afectos con la condición de que pesquen por toda la línea costera desde Tasajera hasta los límites con Santa Marta. Se queden con los peces grandes y comercializables que no representan más del 5% de las capturas y los pequeños se lo entreguen a él que los transporta ilegalmente y vende a los zoocriaderos de caimanes del Atlántico como alimento. Las pieles de estos reptiles son exportadas a varios países de Indochina para elaborar preciosuras con sus cueros».

»Estoy seguro de que ignoras que la mayoría de los pececillos que pescan con estos chinchorros son alevines y juveniles de lisas, lebranches, róbalos y macabíes que bien sabes tú cada vez son más escasas las capturas de ejemplares grandes en el mar y en la ciénaga Grande, a donde entran por la barra y luego crecen rápidamente en razón a la riqueza de nutrientes que tiene ese humedal hasta madurar sexualmente.

»Año tras año regresan al mar buscando la desembocadura de los ríos que nacen en la Sierra Nevada de Santa Marta para desovar; y luego los alevines regresan por toda la línea de costa desde las desembocaduras hasta la boca de la barra y entran a la ciénaga.

Así pues, en la playa Costa Verde de la ciudad de Ciénaga, bajaste sobre el estero de un río de cuyas aguas bebiste y en verdad, miel te parecieron. Hambre grande tenías y alarde hiciste de tu arte en pesquerías. Una y otra vez, y muchas más, la bandada y tú, acribillaron el agua con sus agudos picos sin obtener regalo. Sin embargo, tragabas, como saboreando un apreciado festín. Luego de varios días de tan infructuoso motín te abandonaron tus fuerzas, nadaste con toda la bandada hasta esa playa teñida de carbón por los derrames consuetudinarios de las barcazas de los puertos carboneros. Allí se entorpecieron tus carnes y se nublaron tus ojos. Y tras un rictus de muerte se te fue el alma. Te fuiste a encontrar con la diosa griega Artemisa que recibe el alma de los animales muertos. ¡Adiós, amigo!

 

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Revisión: Joel Peñuela

2 comentarios en «Un vuelo al mar de la esperanza»

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