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LA BICICLETA DE PAPÁ

Joel Peñuela Quintero

¿Te acuerdas, viejo, aquel día que ibas para la casa en tu bicicleta nueva y frente a la parroquia del cura Guare en Valledupar te llevaste por delante a una señora y terminaron los dos en el fondo de la zanja del alcantarillado?

Nata, mi hermano, que alcanza a escucharme, suelta una carcajada que sobrepasa al ruido de la Carretera troncal del caribe de Mingueo, que a esa hora de la tarde es una sinfonía de pitos y ruido de tráfico pesado y motos que se cuelan por el mínimo resquicio que encuentran a su paso. Ah, y ese infame ruido que esta generación denomina música que es capaz de embrutecer al más sabio de los hombres y que en Mingueo se escucha peor.

—¿Qué? ¿Cómo así? —pregunta mi hermano al entrar al cuarto donde hace un buen rato el viejo y yo estamos poniéndonos al día con nuestras cosas.

—¿No sabes ese cuento? —respondo a su pregunta.

—Nada —me dice.

—Eso fue en Valledupar, cuando yo tenía como catorce años, creo. Nosotros vivíamos en el Doce de octubre y teníamos un granero en el mercado Nuevo.

—Sí, claro —dice mi hermano—, tú trabajabas con él.

—Eso. Yo estudiaba en la tarde en el bachillerato, pero lo acompañaba desde las seis hasta las once y media de la mañana.

Miro de reojo y mi papá está riéndose. Le pregunto si se acuerda y me dice que no. Sé que sí, pero quiere que lo cuente, para reírse de nuevo, como las veces que lo hice y él me interrumpía para dar detalles que le permitían quedar bien parado ante el oyente de turno.

—Mi papá había comprado una bicicleta —comienzo a decir—, de esas que tenían como frenos unas varillas debajo del manubrio. —Mi hermano nos mira expectante y con una sonrisa retenida—. Yo no alcanzaba a juntarlas a la empuñadura que era la forma de frenarla, entonces las ajustaba para poder alcanzarlas. Yo usaba la bicicleta del viejo en lugar de la mía, porque estaba jabao con la nueva.

»Antes de irme para el colegio yo ajustaba de nuevo los frenos, porque si los dejaba a mi conveniencia, entonces no alcanzaba a frenar cuando mi papá fuera en ella puesto que el peso de él era tres o cuatro veces el mío, pero ese día me olvidé de poner los frenos en su sitio.

—Es que él siempre me la hacía —interrumpe el viejo, riéndose. Mueve la cabeza de lado a lado y traga saliva—. No, no, no, una cosa es decirlo y otra vivirlo. Este puñetero era muy malo, de verdad… huc, es que vos no te acordás, Nata, pero yo sí… ¡Santo Dios! ¡Malo como él solo!

Mi hermano, no dice nada, nos mira a ambos y sonríe. Mi mamá llega con un tinto que más parece un té, aunque de tanto insistirle ahora está mejor, por lo menos se ve negro. Antes era marrón, parecía más un agua de panela que un café hecho en Colombia.

—Primo —le digo a mi hermano—, mi papá arrancó en su bici nueva, pero no tenía mucho dominio sobre ella, de tal suerte que desde que salía no podía voltear hacia los lados, porque peligraba. Si lo saludaban en el camino, él respondía, pero sin dejar de mirar al frente.

»En el Valle había unos buses de transporte público, ¡viejos!, pero siempre iban con sobrecupo. En la puerta se colgaban tres, cuatro o más pasajeros. La avenida hacia el Doce de octubre tenía solo un carril para los vehículos porque en la otra mitad estaba la zanja que hacían para poner el alcantarillado y en las orillas estaba la arena que habían sacado, amontonada a lado y lado del canal.

»Ese día había llovido, la calle estaba empapada y la alcantarilla repleta. Un bus adelantó a mi papá y justo después de rebasarlo frenó para dejar a un pasajero. Los tres que iban colgados en los estribos de la puerta, se hicieron a un lado, sin bajarse, para no mojarse los pies y comenzó una señora gorda a salir de espaldas, puso un pie en la zona donde el charco estaba menos profundo y cuando se alistaba a poner el otro en el suelo, mi papá apretó los dientes y los frenos de la bicicleta hasta el fondo de lo que le daba el recorrido de las varillas… pero nada… la bicicleta no aminoró… iba en pleno descenso lo cual la impulsaba aún más hacia la debacle.

»­—¡Cuidado voy sin frenos!

»Alcanzó a vociferar mi papá con todo lo que le daban su garganta, miedo y desespero.

»La señora abrió los ojos y trató de subirse de nuevo al bus, pero este ya comenzaba a moverse. En su desesperante situación alcanzó a poner las dos manos delante de ella.

»Mi papá encapotó el rostro y gritó de nuevo: ¡Apártese, señora, que voy sin frenos!

»El golpe fue seco, no se escuchó ningún eco, ni siquiera un alarido, los dos se fueron contra la cuneta y salieron escupiendo agua amarilla y tosiendo.

»—Yo le grité, señora, que se apartara —explicó mi padre que para colmo tartamudeaba.

»—¿Cómo se le ocurre decirme eso? ¡So pendejo!

 

Mi hermano, está desternillado de la risa, mi mamá, aunque ha escuchado mi relato varias veces, tampoco para de reír, se acerca al viejo y le toca el pie quien sigue acostado y riéndose mientras niega con la cara y hace muecas.

—¿Qué hizo la señora? ¿Y el del bus no se detuvo? ¿Qué pasó? —Me acosa mi hermano con sus preguntas, en medio de las carcajadas.

—Yo no supe más detalles, pregúntale a él. —Atino a decirle, mientras señalo al viejo.

—No… no… no, mucha pena —dice el viejo, cubriéndose el rostro—. El cacho de la cicla quedó en dirección de la llanta. No… no… no, tú vieras, Nata.

Las risas se detienen y mi hermano me queda mirando, sabe que falta una parte.

—En la tarde llegué —continúo yo con mi relato todavía incompleto—, “buenas” dije al llegar.

El ambiente estaba lúgubre. La luz de la sala brillaba pusilánime. No se escuchaba la música de costumbre en las casas de al lado. No se escuchaban los carros en la calle. Mi mamá apareció en el pasillo y me miró con los ojos apagados, luego movió la cabeza y se marchó sin decir una palabra: Mi padre estaba en medio de la sala, con una correa sobre las piernas…

 

Después de detallar las escenas del encuentro y ambos aclarar las cosas para que el otro saliera perdiendo, mi papá se justifica de mi reclamo avinagrado diciendo que nunca me aplicó suficiente rejo para la maldad de mis actos, por mi parte le reclamo diciendo que fui amansado como potro salvaje, solo para hacerlo recordar cosas que están enmarañadas en el tiempo donde el presente se conjuga con el pasado y el futuro se acerca inexorable supuestamente amenazante, pero es porque no se ha detenido a escucharlo.

—Viejo, ¿y ya tiene sus cuentas claras con…? —Él me mira con la décima parte de su visión anterior—. Ese… —y señalo con mi dedo pulgar erguido hacia arriba—, el Jefe —aclaro.

Cuando comprende lo que le digo en esa forma que siempre nos comunicamos… responde de inmediato.

—¿Qué si estoy preparado?

—Pues sí, como a veces lo veo enreda´o, pensé que de pronto todavía las cosas estaban entre blanco y oscuro… o más bien tirando a rojo… como la candela… del infierno.

El viejo hace un gesto de desaprobación. Voltea la cara hacia la pared. Se pasa la lengua por los labios. “Enreda´o” repite entre dientes. De pronto me mira.

—Vea —dice en tono serio—, aquí en este cuarto, entre nosotros dos, el que puede tener las cosas enredadas es usted, ¿oyó?

—Pues sí, “enredadas” —repito yo para retarlo­—, Cuántas veces no he tenido que exhortarlo para que se arrepienta, pero nada, nunca veo cambios.

—Huc. Mirá a este. Cualquiera que lo oye dirá que es muy espiritual. Como si yo no lo conociera.

—A ver, cuente. ¿Qué pecado puede echarme en cara ahora? —Insisto con mi fastidio.

—No me hagás hablar. Te conviene que yo me quede calla´o. Mejor ponete a orar para que no diga todo lo que sé de vos. ¡Mejor te callás!

—Psss —respondo—. ¿Quién dijo? ¿Usted cree que me va a asustar con eso? ¡Yo la tengo clarita!

—¿Clarita? ¡Clarita se llama mi hermana menor!

 

Lo miro y se parece al hombre que siempre he conocido. Salvo sus dientes postizos que decidió hace rato no volver a ponerse. Salvo sus ojos que se niegan a seguir detrás de sus miradas. Salvo el pañal del que ya no hace caso. Salvo su voz que aguza mis recuerdos y me hace vivir de nuevo lo vivido. Salvo su mirada que, aunque no me detalla como antes es igual a aquella que cuando era niño.  

—Verdad, en serio —digo, poniendo mi cara parca para continuar con mi faena—, ¿Ya se arrepintió?

—¿De qué… de qué me voy a arrepentir?

—Pues de sus pecados, ¿de qué va a ser?

—¿Mis pecados? …mis pecados están en el fondo del mar, donde el diablo, ni nadie (incluyéndote a vos) jamás podrán encontrarlos.

 

Unas horas más tarde salgo de la casa recordando nuestros encuentros y desencuentros que ahora no son más que pincelazos del pasado. Me voy alegre de verlo y poder encontrar un momento donde en medio de suspiros podamos coquetearle a un futuro donde no existe la muerte… y reírnos un poco de todo… mientras nos dure el esquivo presente que, como a todo el mundo, nos resulta demasiado frágil como para que podamos retenerlo… así sea por solo unos momentos más.

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6 comentarios en «La bicicleta de papá»

  1. Bonito y sensible relato. Conmovedor y ameno. Una historia, entre mil, acerca de la vida de don Noel, un hombre grande, noble y un estandarte de la fe. Felicitaciones.

  2. Querido amigo, cómo me boté de risa al principio, pero, a medida que transcurría mi lectura noté que iba cambiando el sentido. Es complejo lograr eso. Me trajiste como hilacho de un lado a otro, con las emociones y los escenarios.

    Aprecio tu preparación, la demuestras en cada uno de tus escritos.

    Gracias por compartirlos.

    Saludos desde México.

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