Saltar al contenido

Silenciados

Javier Quiñoez Quiroz

 

Toña

Era una mujer menuda, delgada
con aspecto frágil, vestía de negro y morado.
Así la recuerdo, asomada en la puerta
bajo el sol fresco de las siete.
Toña vivía frente a mi casa y cuando necesitaba de las facultades
escriturales y lectoras de mis siete años
llegaba lentamente y le pedía a mi mamá
el favor de prestarme porque Trinidad le había enviado una carta.
Para ella y su hija era un tipo de confesor.
Nunca me dijo que no podía decir nada,
era un pacto entre los tres: el silencio de lo confesado
quedó en la remembranza del niño.
Me daba dos o tres pesos
todo dependía de lo que le enviaba la hija.
El encabezado era el mismo, lo sabía de memoria
solo cambiaban los acontecimientos
y la salud de los últimos días.
Recuerdo que nos sentábamos en una banca enterrada
cerca de una mesa junto al fogón,
volvía humo
la leña que Crespo,
su marido, cortaba todos los días
y vendía para los ingresos de la casa.
Ella tenía un murmullo por voz.
Preparaba un café muy claro para mi gusto,
lo tomaba con cierta desazón, por diplomacia,
su casa tenía un eterno y extraño olor a pescado
y lo percibía sin esfuerzo.

Ella tenía muchas nietas, unas eran de mi edad
otras eran mayores.
Martha era una de esas nietas, tenía unos ojos azules
embarcadores al infierno de los sueños,
con sus ojos me imaginé el mar.
A ella una vez le cayeron piojos y le raparon
su cabellera negra,
era extraño verla calva,
con una pañoleta para ocultar el oprobio.
Claudia otra de sus nietas era una princesita,
la mejor vestida, la citadina,
iba de visita para fin de año
y jugábamos a las escondidas
en la oscuridad de la noche.
Para una navidad
un volador, que es un artefacto explosivo que se usa en las fiestas,
al salir de la iglesia le explotó entre las piernas.
Fue una madrugada, un viernes, un año
que no recuerdo con claridad,
eran los ochenta, años de libertad y fiesta,
que luego se borraron y se olvidaron.
Crespo casi se muere de dolor.
Su mujer, su Toña
estaba muy mal en el centro de salud del pueblo,
tuvieron que trasladarla a la capital.
Después de unos meses
volvieron las cartas
volvieron las lecturas
volvió a enviar las cartas
volvió la escritura
volvieron los tres pesos
volvió el pacto.
Hasta que un día se acabaron las cartas:
Trinidad decidió llevarse a sus viejos
para la ciudad
y la casa de Toña, solo fue una casa de barro.

 

 

La Seño

Su nombre Ana Arévalo,
cuerpo grueso pero voz fina, suave y ligera,
estatura promedio, ni alta ni baja.
Cuando me dio clase tendría unos treinta y siete años.
Me enseñó a leer y a escribir
aderezó mi mano en los primeros trazos
y dibujó de alguna forma mi destino.
Lo digo porque fue ella quien acercó la poesía,
la literatura a mí,
mis grandes amores, mis amadas eternas.
Recuerdo el patio de su casa
el corredor con materas y flores
con jaulas y pájaros que cantaban todo el día.
Sentada en una mecedora de mimbre
me ponía a repetir el poema hasta que lo dijera bien,
hasta que lograra expresar lo que debía expresar.
Recuerdo mi primer poema y su rostro viene a mí como una brisa leve
la voz de aquel niño de seis años que dijo:
“mamita, mamita, y si pudiera escribirle a mi mamá”.
Ante la mirada atenta de las madres del colegio
y la seño Anita, como le decimos a las profesoras
en la costa
en mi tierra, en un rincón, tranquila y quieta dibujaba en su rostro grueso
una satisfacción inmortal, en sus ojos café
una mirada de niña
y en sus manos grandes pero delicadas
un abrazo sin premura.
La seño Anita
tenía siempre en su mano derecha
la cartilla ABC colombiano
y en la izquierda una regla de madera.
Era la Temis no de la justicia pero sí de la escuela,
esa regla era el tótem cuando estaba en sus manos
pero la burla cuando estaba en las nuestras
con ella jugábamos y le dábamos fuerte
al que perdiera y no llorábamos,
nos reíamos, nos burlábamos del castigo.
Fue mi profe en kínder y primero,
dos años de poemas
dos años de coplas
dos años izando bandera y la banderita
de Colombia en el pecho.
Hoy la recuerdo con un pantalón rojo
y una blusa blanca con rayas azules
iluminada por el sol inmortal del medio día
bajo los almendros,
con una sonrisa de monja y santa dibujada en sus labios
y su voz anunciando mi apellido
para que detenga mi juego y pase al salón.
Ella,
aún camina por las calles del pueblo
ya no enseña o quizá enseña a los limones, a las gallinas
a los pájaros y estos le enseñen a cantar.
En las tardes se sienta frente a la puerta de la casa
para tomar el fresco de las cinco y ver caer el sol
en los brazos de luna
y desaparecer en la cama de la noche.

 

 

Silenciados

A los cuerpos asesinados por pensar y soñar.


Las miradas ruedan sobre charcos sangrantes,
y las manos culpables ríen escondiendo
entre los bolsillos una mirada rabiosa
y una voz de sacristán lastimero,
corren las voces, huyen las noticias
viajeras en satélites,
balas que silencian pensamientos fértiles,
llanto que mata la risa perdida de la realidad,
ilusiones que vagan entre murales y grafitis
ideas que seguro no nacerán por miedo a morir,
a caer tiradas como excremento humano
sin poder decir lo que piensan
callando al asesino de su propio ser.

 

1 estrella2 estrellas3 estrellas4 estrellas5 estrellas (1 votos, promedio: 5,00 de 5)
Cargando...

Déjanos tu comentario