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LA MAQUERELE

Limedis Castillo

Cuando llegué a Dunaria, me trataron como a una emperatriz. En ese entonces, esta era una ciudad atiborrada de extranjeros. Todos pasaban por nuestro cabaret. Turcos furibundos, hediondos a pájaros de mar; marinos malayos, con su peste de errabundos; belgas desaforados; criollos de poca monta (embusteros y malapagas). También atendimos al comerciante de las Antillas Holandesas y al danés acostumbrado a las embriagueces de su existencia. Ese fue nuestro trajinar. De seguro, nos hubiera ido mejor con ingleses y alemanes. Les disfrutaríamos sus hijos; nuestros, también. Pero no fue así. “Ce travail n’ inplique pas de relations affectives”.

Eran otras épocas, cuando oficiábamos en nuestro cabaret con altura y decoro. Con el pasar de los días y los años, no soy más que una puta que todavía cree en su oficio. No me he enamorado; sin embargo, siempre he creído que los sentimientos no se pueden mezclar con el trabajo. Hoy, en este cuarto maltrecho deposito todos mis afanes; meto en cintura mis deseos, aunque me acuchillen los sueños.

Mis hermanos me han llamado. Que mi madre necesita verme, me dicen. La vieja está que se va, pero casi siempre, me dicen lo mismo. Los vergajos quieren que les mande dinero. Me parece que ha sido una deuda bien saldada de cuarenta años de giros y remesas.

Ayer me trajeron unas muchachas, eran campesinas. Tenían ese olor a huerto; ese olor a lluvia y a humo. Les compré algunos vestidos, les quité las cédulas, les arreglaron el cabello y las puse a atender a los hombres. El cabaret tiene una pista de baile, adaptada a los nuevos tiempos, con juego de luces multicolores. Hay aquí, pequeñas habitaciones para las muchachas, una licorera, dos orinales, como en todo cabaret, hediondos a “berrenchín”.

De día nadie llega, las muchachas pasan en blanco. En otras épocas no dábamos abasto para tantos hombres que necesitaban desfogarse. Para ellos, éramos sacerdotisas y enfermeras a la vez. Era fácil identificar un buen cliente: la botella de whisky en la mesa; los fajos de billetes de alta denominación; siempre bien vestidos y perfumados; nada de emborracharse enseguida. Diferentes a los infortunados, que tomaban ron barato, gritaban eufóricos, bailaban solos y llamaban a cuanta muchacha les pasaba cerca. ¡Qué fastidio! Nunca me tiré un tipo de ese pelaje. Hoy tengo que pagar el recibo de la energía eléctrica; tan cara que está. Ya el negocio no da ni para eso.

Tocan a mi puerta tres veces; es el santo y seña. Como todas las noches, creo que es un cliente, de seguro lo es. Las muchachas tienen prohibido tocar a mi puerta. Me preparo para recibirlo. Tomo la medida exacta de papel higiénico, la experiencia me ha enseñado a hacerlo. Busco en la gaveta del nochero una revista porno. Enciendo la lamparita; la bombilla roja le da un toque erótico. Adopto una pose incitadora y grito desde la cama: “Entrez Monsieur”. A lo mejor, no entiende mi lengua, “pase usted, caballero”, repito, en un castellano casi perfecto. Pero nadie llega.

 Hace tanto tiempo que nadie llega. Al rato, recojo el papel esparcido en el suelo. Ahí están depositadas todas mis desdichas. Ahora, siento que abren la puerta de mi habitación. Dos hombres de batas blancas asoman en el umbral. Parecen enfermeros. Me llaman… o creo que se ríen…

—Madame, tómese las pastillas. Ya le toca la primera inyección del día —dicen al unísono.

Ingiero las tres pastillas con resignación y miedo, si no me las tomo, los hombres de bata blanca me pegan con sus bolillos de caucho. Yo sé lo que es un bolillazo en la cabeza.

—¿Mis hijos no han venido a visitarme? —pregunto para despistarlos.

—No, Madame, las visitas son los sábados.

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