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EL DESPRENDIMIENTO

Limedis Castillo

Después de las últimas palabras fuertes que nos dijimos, decidió marcharse. Yo dejé que se fuera. Con cólera, me quedé en la habitación; de seguro, también ella se había marchado indignada, llena de ira. Esta relación había llegado a disputas insospechadas, alcanzando, inclusive, la provocación de lanzarnos objetos, pero casi siempre, nos quedábamos en amenazas.

No se llevó nada. Lo dejó todo, como si quisiera que la recordara. Ya han pasado dos meses. No digo que no me hace falta, para qué, ¡sí que me hace falta!, sobre todo de noche, cuando la lámpara me persuade de su ausencia. También de día, cuando un sol huraño se mete desconcertado por la ventana de mi habitación y no la encuentra.

Se marchó, no sé a donde, tal vez la esté pasando muy bien. He dejado el contestador automático por si acaso se arrepiente y me llama. Como también, su llave escondida en la matera, cerca de la puerta. Le he predispuesto la ventana sin cerrojo. Y nada, no hay indicios de ella. Una tarde, me asaltó su presencia en un sueño; eran su voz y su sombra: ¡Búscame… ven por mí… encuéntrame…! Unas palabras apagadas y sumisas me reclamaban desde la oscuridad de un callejón sin salida. Desperté sobrecogido. Salí a toda prisa a divagar por las calles. “Tal vez, esté cerca de la pensión donde vivo”, pensé. Luego, rastreé, a pie, todas las calles, todas las avenidas aledañas…. y nada, nada de ella. Su ausencia me había llevado a escalofriantes pesadillas. Soñaba que la perseguía por patios oscuros que olían a sudor de bestias y a flores abriéndose… y no la alcanzaba. Luego, la seguía por callejuelas que parecían salir de la eternidad y, en un santiamén, se me esfumaba entre otras sombras que la noche protegía. Para uno es muy duro perder su sombra. Yo, toda mi vida, me había acostumbrado a ella; desde la infancia, habíamos entablado una relación de tú a tú. Después de la muerte de mis padres, ella ocupaba toda mi atención.

Por trabajo no me preocupaba; mis padres dejaron una casa de tres pisos, que fue arrendada a una inmobiliaria. Una pensión por parte del Seguro Social donde laboraron por más de veinte años. Y tenía, en mi cuenta bancaria, nada menos que una indemnización por parte de la aerolínea que acusó el siniestro aéreo donde perecieron. La pensión y el arriendo también los recibía a través, de una cuenta

bancaria. Por las mañanas me dedicaba a leer. Cada relato es un detonante para mi vida de neófito escritor. Salía al mediodía; luego, disfrutaba de un almuerzo barato: arroz blanco con albóndigas y algo de verdura. Regresaba a mi habitación a luchar con mis personajes en un cuento que llevaba escribiendo desde hacía cinco semanas. En la tarde, iba a la Biblioteca Pública; tres o cuatro horas deambulando entre libros o hablando con Gloria, la estoica bibliotecaria que soportaba el calor, el polvo, a los despistados usuarios y al temible director de la biblioteca. Después de perder el tiempo y abrigando la esperanza de que en mi ausencia pudiera regresar, volvía a la pensión. Revisaba cada rincón, cada ángulo, incluso, debajo de la cama. Comprobaba, con tristeza, que la ventana no había sido traspuesta. Algo ensimismado retomaba mi escrito, bebía abundante agua y
luego me volcaba boca abajo en la cama a leerlo hasta que me acogiera el sueño. Mi sombra, por el contrario, bien lo recuerdo, quería salir al mundo, quería bailar, emborracharse hasta la madrugada, salir con algunas amigas. Quería diversión, quería salir de la presión de esas cuatro paredes. Quería experimentar los placeres de la noche. A veces, me odiaba y odiaba el ostracismo en el que vivíamos. “No somos delincuentes, no debemos nada a nadie”. Me decía. Pero, muchas veces, la ofendí. “¡Lárgate!”, le dije aquel día. Que se fuera a hacer su vida, que ésta era la mía y punto.

Teníamos una mascota. Un pájaro, es decir, un turpial. Creo que también él está horrorizado por la ausencia de mi sombra. Lo he notado esquivo en estos últimos días. Deja la comida sin tocarla. Su canto se ha extinguido en la habitación, esta silencioso, casi ausente. Es posible que él también me quiera dejar, al igual que ella.

Miro el reloj. Son las seis de la tarde. Divago por el centro de la ciudad en busca de ella. Aunque ha llovido, comienza a resucitar la vida nocturna. La ciudad es ya otra. Por una calle, abajo, veo un  tropel de gente. Abordo a los que vienen de regreso. Pregunto: -¿Qué pasó allí?

– Es el levantamiento de un cadáver-, me dice un vendedor de críspetas, perdiéndose entre los árboles y los avisos callejeros. “Ojalá no sea ella”.

Por estas calles hay inequívocas señales de que habrá éxtasis, baile y desenfreno. Y uno que otro muerto. Siempre los hay. Los bares enfilan su música a los transeúntes. Una docena de prostíbulos sacan a luz pública sus putas maltrechas y una que otra nueva adquisición, llegada de una ciudad lejana, un cine porno y su película del momento: “Cabalgata anal”; la cual ilumina con una luz roja y aceitosa la acera de los travestís y de algunos hombres solitarios que por allí merodean. Una legión de “jíbaros” ofrece putas baratas, manojitos de marihuana, papeleticas de bazuco, y alguna vuelta para liquidar al que sea o cobrar algún dinero. Los ignoro. Y sigo buscándola, casi a tientas, en el fondo de la noche.

De repente, veo correr algunos mendigos mientras escucho la sordina de una patrulla, acercándose. Las putas se meten en sus guaridas. Los jíbaros ya han desaparecido. Una lámpara inmensa que arroja un chorro de luz me da en el rostro. Me acorralan contra la pared, me requisan, me piden la cédula, se cercioran por el radio -teléfono con la central de que no tengo antecedentes penales. Me preguntan dónde vivo. Me preguntan en qué trabajo. Afirmo que soy escritor y que vivo en la 72. Dudando de mi aspecto, el policía de bigote, por lo que supuse que era el de más alto rango, me pregunta: “¿qué hace un intelectual por aquí a estas horas?” “Busco mi sombra”, debí decirle, pero no me atreví. Debió pensar que era uno más de los asiduos clientes de los prostíbulos. Luego de intercambiar una mueca entre ellos, me devuelven la cédula y se marchan a hostigar a otros transeúntes. Todo pasa como si fuera un instante.

Me siento en un andén. Trato de calmarme. Al cabo de un rato en la calle comienza a surgir la gente, en medio de la penumbra;  de detrás de las puertas canceladas, de escondrijos inextricables y de cuanto lugar fuera posible para encubrirse. Decido regresar a la pensión. Mañana será otro día. De repente, dos personas salen de un callejón: una mujer de mediana estatura y flaca, corre a toda prisa con la mirada hundida en el pavimento. Le acompaña, agarrándola por el brazo, un hombre alto, consumido, agudo, que visualiza la calle. Veo también, que mi sombra les acompaña. ¡Estoy seguro que es ella! Tiene mis facciones, mi perfil y aquel lunar en la barbilla. Es ella…

– ¡Cristian… Cristian…. Cristian… Cristiaaaaaaaaaaan!…. – grito con más fuerza. Pero, ellos huyen despavoridos, con mi sombra. Me amenazan a lo lejos con las manos y me gritan palabras obscenas, hasta que se pierden por la carrera 30. Esperé un par de horas. “Tal vez, no regresen”, me dije. Notaron que yo los perseguía. Agitado todavía, regresé a la pensión donde vivo, con la sospecha que mi sombra había caído en la droga. De seguro, a ella le ha tocado pedir dinero. Pedir comida en la calle. Esconderse de la policía. Consumir bazuco o cocaína. Emborracharse hasta perder el conocimiento. Tener sexo con alguna sombra infectada de sida o de su mismo sexo, inyectarse heroína, qué sé yo.

Esa noche, no pude dormir. Al día siguiente, por la mañana, regresé al sitio donde los había perdido. Un vecino afirmó que ellos vivían en un garaje, cerca del callejón de donde los vi salir. Me dijo, además, que de noche meten bazuco, atracan con navajas y, luego, se van al puente de la 43.

Regresé a la pensión. Estaba desconcertado. Me propuse esperar la noche, no sé para qué. Vagué por la habitación toda la tarde. No logré comer nada, no podía leer, ni escribir, tampoco conciliar el sueño. El turpial estaba igual o peor que ayer. La comida que le procuré seguía intacta. Sus ojos tímidos reflejaban la amargura de estos últimos días.

Esta vez salí más tarde. Eran las nueve. Sabía exactamente dónde quedaba el garaje. La calle estaba encendida de rumba y de gente. Me adentré en el garaje. No había nadie. Tranquilo, los esperé en su pocilga. Un Colt 38 me acompañaba, por si acaso fuera necesario.

El garaje donde vivían era un tugurio infernal, las paredes estaban marcadas con “graffitis” y tenían, de trasfondo, la humedad de una larga fuga de agua potable. Una luz tenue era suministrada por una bombilla de pocos vatios, que caía del techo como un apéndice. El piso estaba inmundo, olía a orín y a mierda de gatos. De hecho, un gato con ojos melancólicos vagaba por ahí, dispuesto a cazar. Me quedó mirando, sumido en su profundo letargo, a la vez que se camuflaba detrás de dos tanques de lata. Merodeo los tanques y el gato sale amedrentado, maullando, irónicamente, por mi presencia. La reja del garaje tenía los barrotes perdidos en el óxido.

Esperé otra hora más. A cada rato me asaltaba la incertidumbre de que no regresaran esa noche. Por fin, llegaron con la madrugada. Escondido detrás de los tanques, los observé. Estaban irremediablemente drogados. Mi sombra era irreconocible. Se tumbaron al piso y empezaron a rumiar sus desdichas. Los mendigos se durmieron. Salí de mi escondite. Mi sombra, al verme, quedó atónita.

Le dije que lo sentía, que regresara a la pensión, que las cosas iban a cambiar.

No me contestó. Con su silencio, presumí que era una negativa. Le rogué que dejara esa infeliz vida, que volviéramos a la lectura de libros y a terminar de escribir el cuento que habíamos empezado. No le prestó atención a lo dicho… inclinó la cabeza como el que nada quiere. Me volteó la espalda. Tiré mis últimas cartas sobre la mesa. Le dije que vendería la casa y cambiaríamos de ciudad. Nos iríamos a la Costa, viviríamos frente al mar, podríamos salir de tarde para ver morir el sol en el agua salobre y brillante. Los fines de semana podríamos rumbearnos alguna turista incauta. Emborracharnos con ella y hacerle el amor a la orilla del mar, ante el rumor
fogoso de la marea nocturna.

–No –fue la respuesta.

No tuve más escapatoria. Disparé a quemarropa a los indigentes que estaban arrastrados en el piso. Se encogieron como un resorte al recibir cada impacto. Quedaron inermes. Un charco de sangre corría por debajo de sus cuerpos, buscando el desnivel del piso. Luego, me acerqué a ella. Coloqué el revólver Colt apuntándole a la sien. Al verme resuelto, se convenció de que estaba dispuesto a perderla para siempre. En últimas, se fue conmigo. A la salida una patrulla nos interceptó en la esquina. Nos capturaron, nos encontraron el arma homicida; luego, a los dos cuerpos. Nos llevaron esposados. Ya en la celda, mi sombra me perdonó. A pesar de las circunstancias, me alegraba saber que por fin estaríamos juntos. Ahora, sólo me preocupaba el turpial. Pensé que, tal vez, el vecino Julio César lo soltaría por amor a la libertad. Al final, olvidé al pájaro y nos dispusimos a soñar con una mejor vida en una ciudad de la costa. Caí rendido en un rincón.

Al día siguiente, me desperté temprano. Mi sombra no estaba. “Tal vez esté dando su versión libre de los hechos”, me dije. A las once de la mañana me sacaron de la celda. El abogado me esperaba en una pequeña salita. Me estrechó la mano y me dijo: “Ya todo está arreglado. El fiscal y sus técnicos han acomodado las pruebas”. Puso su maletín sobre la mesa que nos separaba. Sacó unos papeles y me largó un lapicero. “El trabajo vale un billete grande. Sólo declárese inocente”, se apuró a decirme. Me miraba inquieto, como si quisiera soltarme un gran secreto. Y antes que preguntara por ella, recalcó: “Por su sombra ya nada puedo hacer. Se ha declarado culpable; por lo tanto, le confirmo que ya fue trasladada a la cárcel de Dunaria, bajo las más estrictas medidas de seguridad”.

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2 comentarios en «El desprendimiento»

  1. Interesante historia, Al final ella lo perdonó, pero ya había un abismo entre ellos y necesitaba estar sola, tal vez, para recuperar su esencia y él, por otro lado, estaba destinado a vivir lejos de su sombra para siempre.

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