Decido escribirles rodeado de dos obras emblemáticas de la literatura colombiana: ‘La Vorágine’ (José Eustasio Rivera) y ‘Cien años de soledad’ (Gabriel García Márquez).
En la primera obra encontramos relatos descarnados de las relaciones verticales entre indígenas, criollos y extranjeros en los territorios del sur selvático del país a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, un período llamado ‘La fiebre del caucho’, que permitió una actividad económica irregular e inhumana, en la que florecieron grandes fortunas sobre la base de la esclavitud, la servidumbre y la tortura; todo ello ocurrió bajo la indiferencia del Estado colombiano, con sus sucesivos gobiernos conservadores.
En sus páginas se pueden leer algunas confesiones como la siguiente: “En estas sabanas caben muchísimas sepulturas; el cuidado está en conseguir que otros hagan de muertos y nosotros de enterradores” (… ‘La Vorágine, tercera parte’). La fiebre del caucho ocasionó una masacre sistemática, de aproximadamente 40.000 muertos (‘Libro azul británico’), en su mayoría miembros de las etnias amazónicas (huitoto, boras, andoque, muinane…).
En la segunda obra, ‘Cien años de soledad’, novela en donde la palabra poética desnuda el combate humano ante las adversidades del fragor de la naturaleza y la de su propia condición trágica; allí, hombres y mujeres edifican cultura ante la crueldad, lo mágico, la maldición y la esperanza. En un pasaje leemos sobre la tragedia de los trabajadores de una empresa bananera extranjera, que no acataba las leyes colombianas, ubicada en los alrededores de Ciénaga (costa Caribe colombiana), organizados en una enorme huelga que fue dispersada por las balas del ejército:
“… ¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!
Ya los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla “(… ‘Cien años de soledad’).
Esto con la explícita voluntad del mismísimo presidente de la República, en ese entonces, año 1928, el señor Miguel Abadía Méndez, quien expidió un Decreto de Estado de Sitio, que formalizaba una posible represión armada contra los huelguistas, que finalmente ocurrió; según datos del embajador de Estados Unidos, en ese entonces, el saldo de muertos fue alrededor de 1.800. Llama la atención que, momentos antes de la ejecución militar, los dirigentes de la Unión Sindical del Magdalena enviaron una carta al Soldado del Ejército colombiano, con estas palabras: “. . . ¿Qué delito han cometido los trabajadores de la región bananera para que sean tan cruelmente tratados por el ejército de nuestra patria? No olvidéis a Panamá.”
(‘Gente muy rebelde, enclaves, transportes y protestas obreras’. Vega Cantor H.).
En Colombia, el paso del tiempo parece replicar el viaje mecánico de la Noria: un país como buey en la noria, donde avanza en círculo sobre un mismo eje que lo devuelve siempre al sitio inicial, hasta el agotamiento. La noria representa la república, el buey es la población mayoritaria –el pueblo–, la atadura del buey a la noria son las leyes y la fuerza que genera el buey, al mover la noria, son las ganancias y riquezas, que son reinvertidas en las fortunas de los “Dueños del País” y, también, para la sobrevivencia del buey.
Hoy, a más de cien años de la infamia cauchera (Casa Arana) y a más de noventa años de la infamia bananera (United Fruit Company), nos vemos insertos en un nuevo giro de la vieja noria de la violencia del Estado; esta vez por el levantamiento social de la juventud desfavorecida y sin oportunidades reales y dignas. Casi los mismos protagonistas, en el escenario de la condena: el presidente de la república, que ve en la protesta del pueblo, la más terrible amenaza del país (“enemigos internos”), la gente de bien que funge como los “dueños del país”, la ciudadanía empobrecida (que representa al 42 % de la población del país) y movimientos sociales defensores de derechos.
Señores de la CIDH, su presencia contribuirá a la causa por un país más humano, por un Estado de Derecho Real; si con su actuación logramos tres objetivos urgentes: 1) Que la CIDH diseñe un proceso de medidas cautelares, en blindaje a la población manifestante 2) Iniciar una pedagogía de derechos en los espacios populares del país, con relatorías vinculantes y 3) Lograr justicia para las nuevas víctimas de este estallido social y aleccionar al Estado colombiano y a su Gobierno actual de que el uso del poder constitucional se deslegitima al dirigirlo en contra de su propia población –fuerza desmedida–, población cuyo bienestar es la razón de ser de toda república democrática.
Excelente acercamiento a la realidad que nos ha tocado vivir, en un lenguaje característico de un gran poeta como lo es usted. Gracias por compartir. Cinco puntos sobre cinco.
Impecable trabajo ?? Fuerza hermanos. ??