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EL CAPU Y EL ÑEGUITO

Jorge Parodi Quiroga

Soy consciente de que el título de este relato es poco atractivo, nada expresivo ni siquiera sugestivo. Me imagino la cara de mi correctora de estilo, estricta ella y de carácter recio y no puedo dejar de sonreír; creo que se le van a poner los pelos de punta y estoy seguro que al leerlo pensará que estoy violando todas las normas para escribir un buen título, y es así.

A la mayoría de mis lectores les sucederá algo similar: EL CAPU Y EL ÑEGUITO. ¿Qué clase de título es ese?, se preguntarán algunos; otros, espero sean pocos, decidirán, de entrada, no invertirle tiempo a un artículo con semejante epígrafe y no faltará alguno que suspire aliviado creyendo que por fin, he dejado manifiesta mi locura.

A todos los entiendo y no los juzgo; estamos acostumbrados a titulares rimbombantes, magníficos, extravagantes, tan sugestivos como “La clave para hacerse millonario de la noche a la mañana” o “El secreto para rejuvenecer treinta años en diez días” o “Nalgas perfectas sin cirugía, lo que no te han querido decir”; es comprensible que un título como el que se me ha ocurrido para este escrito les resulte por decir lo menos lo más insospechado. Así que, les pediré un poco de paciencia y su esfuerzo por juzgar esta retahíla de palabras, al menos hasta haber avanzado el cuarenta o cincuenta por ciento de su contenido. Dicho esto, vamos al grano:

Nunca he podido entender por qué la gente dice que la época del colegio es la mejor de la vida, a mí me resultó insufrible, una pesadilla absoluta de la que hoy, a más de treinta años, apenas me estoy recuperando. Levantarme antes de la salida del sol y bañarme con el frío de la madrugada, desayunar rápido (cuando había desayuno) escuchando en tono subido la advertencia de mamá si llegaba tarde, correr como un loco con el alimento todavía haciendo tránsito en el tracto digestivo para que el celador (Chinchía era el de mi colegio) no me cerrara la puerta en la cara con una sonrisa diabólica y lo peor, sentarme en una banca del salón lúgubre de clases a esperar si el profesor había amanecido de buen genio; sufrir una jornada extenuante de explicaciones de cosas, la mayoría de las cuales no me serviría para nada en la vida y regresar a casa cansado, sudado y famélico al final de la jornada. Un ciclo maléfico que consumió una parte importante de mi vida

Para mí, el colegio fue lo más parecido a un campo de concentración con beneficio de detención domiciliaria. Lo mejor del colegio eran las vacaciones, ni siquiera los recreos, que siempre consideré un tiempo solamente suficiente para que los profesores recuperaran energías antes de seguir atormentándome. La experiencia con la mayoría fue traumática, tanto para ellos como para mí.

Conocí muy de cerca la devastación emocional que produce el terrorismo; fui  víctima inerme del señor de turbante y semblante enjuto que posaba en la tapa de un libro pesadísimo, más por su contenido que por su volumen, Baldor creo que era el apellido del señor, de por allá del Medio Oriente donde dicen son los fundamentalistas; ante ese señor, Bim Laden era una criaturita tierna, les aseguro. No podía entenderlo, era angustiante, no me gustaba para nada.

Mis profesores de Matemáticas, Álgebra y Trigonometría, creían que yo era un retrasado mental degradado, al principio les enervaba mi brutalidad con los números y las fórmulas, pero después me miraron con lástima académica, era humillante.

Mi profesora de Religión creía que yo, o estaba poseído por alguna entidad maléfica de alto nivel o era satanás mismo; siempre que entraba a mi salón de clases me miraba de reojo y al punto se echaba una cruz con la mano derecha; el resto de la clase no me determinaba y cuando llamaba a lista se le quebraba la voz cuando pronunciaba mi apellido. Hubiera dado la vida por asarme en la pira ella misma.

Mis profesores de idiomas (no todos), me odiaban. Yo no quería hablar inglés. No entendía cómo pretendían enseñarme otra lengua cuando todavía no daba para hablar bien el español. Me resultaba imposible entender la construcción de las oraciones en español, eso de sujeto y predicado y a pesar de ello esperaban que aprendiera inglés; un idioma raro que pone lo que va adelante detrás y que se pronuncia diferente de como se escribe; eso era demasiado para mí. Y el francés… eso fue brutal, ¡qué terrible era intentar hablar como si tuviera una papa caliente en la boca, vaya locura!

Era un caso perdido, nadie daba un peso por mí. Alguna vez, un profesor con hálito profético y tono sarcástico que escondía detrás de una actitud pseudo paternalista, sentenció que mi destino sería la delincuencia o la policía. Entonces, no supe si me estaba insultando o haciendo un cumplido. Contemplé convertirme en mafioso. De niño nunca quise ser policía, siempre soñé con ser el próximo Al Capone.

En las entregas mensuales de calificaciones, mi mamá soportaba estoica la sorna con la que mi director de grupo le decía que yo era liberal, porque todas mis notas estaban casi siempre en rojo (en mi país, el color rojo es el distintivo del partido liberal, tradicional, inservible y corrupto; bueno el partido no, algunos de sus militantes o casi todos… en fin).

Tres veces por semana durante mi primer año de educación secundaria, entraba al salón el profesor Casiano: un señor elegante, discreto, pulcro, puntual; a pesar de su semblante serio, era afable, cálido en sus palabras que expresaba con precisión. Fue mi primer maestro de Español. Recuerdo, como si fuera ahora, el día que se presentó: “Me llamo Casiano Antonio Pinto Urbaez, Licenciado Nacional”. Era de verbo enriquecido, místico y generoso a la hora de enseñar. Todos en el colegio lo conocíamos como el C.A.P.U. por el sonido de la sigla que formaba con las iniciales de su nombre y apellidos; le añadíamos las de Licenciado Nacional, para completar C.A.P.U.Li.Na., el cual terminó siendo el apodo con el que nos referíamos a él, nunca en burla o menosprecio.

Para mí, sus clases eran otra cosa. Fueron el espacio feliz donde aprendí a hablar y a escribir. El profesor Casiano, me enseñó la riqueza del castellano entre verbos, adverbios, preposiciones y tiempos, vicios del lenguaje y figuras retóricas; a apreciar la poesía clásica, la que tiene rima y métrica, la que puede expresar en palabras los más sublimes y profundos sentimientos. Asistir a sus clases era el único consuelo para un estudiante desgraciado y atormentado por el terrorismo algebraico contenido en el repulsivo y extenso libro procedente del Medio Oriente, las lenguas extranjeras, la clase de Religión y sus agentes que se hacían llamar maestros.

El Capu tenía una caligrafía impecable. Siempre intenté imitarla, escribía con un lápiz negro que me parecía nunca se le agotaba la mina; se tomaba su tiempo en plasmar cada palabra, como si le estuviera expresando un respeto profundo. Leía con cuidado, sin prisa; era un gusto escucharlo. Lo mío era cuestión de interés y definitivamente, ni los idiomas extranjeros ni la religión y menos los números me interesaban. En el año de 1977, comprobé que mi asunto era con las letras y comencé a descubrirlo con el profesor Casiano, el eterno Capu. Ese primer año lo aprobé no sé ni cómo, pero el siguiente sería un flamante estudiante de segundo grado de educación media, séptimo le llaman ahora.

Con el nuevo año académico, llegaron nuevos sufrimientos. Todos mis compañeros rebosaban de felicidad pero yo padecía angustiado las nuevas materias, salvo por Biología y Español; el profesor titular de la primera, Libardo Forero, era brillante, me sedujo el asunto del laboratorio, los reactivos y el microscopio; las ciencias naturales y la Biología me llamaron un poco la atención, pensé volverme científico y en complicidad con los miembros de mi pandilla, robamos del laboratorio tubos de ensayo, mecheros y reactivos (también nos hubiéramos llevado el único esqueleto, pero no pudimos sacarlo), con los que montamos nuestro propio laboratorio en el garaje de mi casa que casi incendiamos cualquier día de experimentaciones, pero rápido aparecieron las fórmulas y el encanto se desvaneció.

Ese año nos informaron que el profesor Casiano, no sería más nuestro profesor de Español; fue reemplazado por el profesor Tomás Emilio Peralta, un hombre mucho más joven, no tenía pinta de maestro, parecía más bien atleta. Muy cuidadoso de su apariencia física, vestía impecable, con pantalones de bota de campana, camisas de cuello ancho y nunca lo vi sin el libro de Español y Literatura de segundo en la mano. Era un cultor de la lectura, supo transmitirnos esa pasión. Nos paseó por la literatura colombiana y la del mundo. Nos enseñó a analizar las obras literarias, cada semana teníamos una reunión donde recitábamos poesía, leíamos los cuentos que escribíamos y aprendíamos a hablar en público.

A pesar de mi mala fama como estudiante, el profesor Emilio, el Ñeguito como le decíamos cariñosamente sus alumnos, algo vio en mí que le hizo impulsarme a comenzar una aventura con la literatura. Era riguroso, muy exigente, pero siempre, amable y respetuoso. Nos enseñó la inmortalidad del libro, el universo que puede encontrarse entre líneas. Me animó a escribir; en una ocasión, me pidió, lo que siempre consideré un acto de fe por la causa perdida, que representara a mi curso en eventos literarios. Bajo su egida me volví un devorador de libros. Leía todo lo que llegaba a mi mano. Por esos días descubrí una maleta vieja en la que mi papá guardaba con celo casi todos los clásicos del siglo de oro y una respetable colección de poemarios, que leí con dedicación.

En un rincón alejado de mi país, a través de la lectura, el mundo se instaló en mi cabeza. Conocí los Campos Elíseos, la Torre Eiffel, la estatua de la Libertad, los Alpes Suizos, las Cataratas del Niágara, El lago Titicaca, Las Pirámides de Egipto, los jardines colgantes de Babilonia y el Arco del Triunfo, todo a través de los libros. Supe que existía algo que se llamaba pizza y un helado enorme de nombre Sueños de Melocotón. Gracias a eso, muchos años después, cuando abandoné mi pueblo para ir a la capital a estudiar mi carrera de abogado, a pesar de ser un tipo de provincia, me pude sentar con propiedad en la heladería Americana y ordenar un “Club Sándwich y un Frozo Malt”… Esa noche la pasé en el baño, fue mucha modernidad para un estómago criollo.

El Capu y el Ñeguito, me enseñaron que no era ni bruto ni mal estudiante. Fueron dos faros que me señalaron el camino que hoy transito, el de las letras. Contra todo pronóstico me gradué del colegio y me fui a la universidad. Quería ser Periodista, pero mi papá quería un abogado, decidí que sería el mejor. Cursé mi carrera con mucho esfuerzo, pero siempre con las mejores notas, eso me valió muchos reconocimientos y mi vinculación a la cátedra universitaria. He ejercido con decoro y satisfacción mi profesión. Estudié varios posgrados y una maestría. Irónicamente, estudié inglés e italiano, todavía no sé para qué y como para más sarcasmos de la vida, mi mujer es bilingüe.

Ahora, prendo un dispositivo y con mi voz puedo resolver cualquier problema de física, álgebra o trigonometría, tampoco sé para qué, pero me alegra saber que hice bien en no ocupar mis pocas neuronas con una cantidad de fórmulas, que al menos en mi caso y hasta hoy, no me han servido para nada.

He escrito siempre, desde muy niño y ahora publico mis escritos y todas esas vicisitudes de mi escolaridad abrupta son parte de la cantera de mis obras.

Bueno, recuerdo que por esas épocas escolares también tuve amigos, unos más cercanos que otros; algunos entrañables, como los de mi pandilla, la famosa pandilla de la calle de las provisiones y otros a los cuales todavía los recuerdo sin mucho cariño. Unos están entre nosotros aún, otros ya se fueron, pero igual, me quedan los recuerdos y las anécdotas inolvidables, que siempre que vuelven a mi mente me hacen sonreír como un idiota.

Creo, que después de todo, ese tiempo no fue tan malo…No fue nada malo.

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1 comentario en «El Capu y el Ñeguito»

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