La esperaba como siempre en la piedra del Niño Bendito, se acurrucó aguardando la luna. Llegó mucho antes porque temía a los malos ojos y porque la ansiedad lo seguía como buitre al olor de la muerte. Sintió un vacío en el cuerpo, vacío desde el estómago que no era de hambre. ¿Cómo vendría? ¿La vería esa noche? La presintió traslúcida, sustancia de la noche y del monte.
Desde los romerones crecía la niebla y con el viento se agitaba el humo apresado en sus ramas, humo azul, humo gris de leña del romerón y de arenillo. Madera hecha fuego por manos curtidas de tantas idas y vueltas al mineral, al fruto.
Pensó que vendría con el vestido de ribetes azul cielo, las flores bordadas disueltas por la oscuridad, pero que él vería cuando la tuviera cerquita y oliera su aroma a hierba y a dulce y pudiera aspirar su mismo aire, sentirla palpitar y transpirar, ver brillar en sus sienes de suavísima piel las gotas de sudor como rocío sobre pétalos de nochebuena, porque la loma se endurece en la noche y el viento áspero trae los filos del páramo, graznidos de aves oscuras, cansancio de monte, la piedra del Niño Bendito queda en lo alto de la loma al borde del camino viejo donde alumbra todavía el rancho de Clemencia la nueva, porque la vieja es difunta hace tiempo, como muchos de aquella loma, ya no son de este mundo, sangre devuelta a la tierra apunta del plomo funesto, surtido por hombres de estos mismos campos un domingo de ramos, un lunes de mayo, una noche de agosto, una tarde de viento, una mañana de hojas caídas, de espera en la puerta, de niños corriendo en el pasto alto, de comida en el fogón, de marido con hambre, peón del mismo asesino con cara de buen hombre, y ademanes de mujer.
Más allá, tras el celaje de arbustos está su casa, tras los chilcos de sépalos rojos está el rancho de tejas crecidas de musgo, de paredes marchitas por el viento y el sol, detrás de la puerta estará su madre; cuerpo triste de sangre delgadita, carne endurecida por angustias y tristezas.
Él la espera porque sabe que vendrá, como cada noche. Los cabellos ondulados sometidos por una trenza espesa. Tendrá los ojos bien abiertos tendidos hacia la noche, quizá buscándolo. Él la sentirá cerquita, como antes de entrar en la estancia del finado Aldemar Carbonero bajo la luz del domingo que hacía temblar las hojas pesadas de sol. Entre los árboles y por encima de sus cabezas volaban los azulejos y los zorzales que hace poco cazaba para vender en los días de mercado. Si hubiera seguido en esas, persiguiendo pájaros y no metiendo el hocico en asuntos de litigios y querellas, lejos de los enredos de aquellos que vinieron a ponerse de su parte, y los convencieron de que los culpables del barullo eran los hacendados, como don Benjamín Aranda y sus esbirros; también esos otros hombres de traje elegante y uñas pulidas y barnizadas que ofrecían plata por sus cédulas.
A la estancia del finado Aldemar ella entraba colgada de su mano. Él, ansioso se zambulliría en su pelo tupido de monte y de hiervas que ella también recogía para vender. Se acurrucaría en su vientre, esperando que se metiera la noche en el cuarto para él irse enterrando dentro del calor de su carne.
La luna va asomando y se esparce en la loma una frágil claridad, las cosas y las criaturas tienden a agazaparse como sorprendidas en actos insalubres o desconocidas en el mundo de los hombres. Despacio, los perfiles florecen, los romerones asumen sus formas nocturnas, también los arenillos y los taiques. A lo lejos asoma una figura de mujer, el viento que silba apenas la perturba. Su movimiento es taciturno, como si fuera de la bruma misma. Y así, con esa vaguedad de cosa flotante, se enfila hacia la piedra del Niño Bendito. Su mirada se tiende hacia la noche, sus ojos llenos de luna parecen contemplar las luces tras de los chilcos, la casa de tejas crecidas de musgo. Entonces él se desencoge, se rejunta desde el suelo blandito a la sombra de la piedra, se congestiona su cuerpo y se eriza de vértigo, la figura asoma y la mide casi sin miedo, la contempla, intenta, sin decidirse del todo, aproximarse, tiembla, porque le ha ido creciendo de apoco el espanto en el pecho. Un espanto como si estuviera sintiendo el rugido de un río bajo sus pies. Lo arrolla aquel olor de humo y arenillo. Ese cause de aromas que es como un río, lo va arrastrando, y no hay rivera ya, es casi como el mar, donde no hay otro horizonte más que el agua contra el cielo.
La mujer se detiene casi sobre la piedra, sus ojos buscan entre los árboles, hurgan la noche, apoya su mano blanquísima sobre esta y se dobla hasta tocar la hierba. Como un pájaro se escapa de su boca un suspiro, él siente que lo atraviesa con su fuga de alas alborotadas. Arrima su cabeza a la áspera piel del mineral y se queda quieta esperando algún latido. Sus actos repiten un amargo ritual; mucho corrió y no pudo avisarle. Ella lo supo de boca de vecinos, venían por él, no llevaban amenazas, traían muerte a manos llenas. Y él que los descubrió demasiado tarde ya, salió cual bestia espantada por bramidos carnívoros de la casa de paredes marchitas de sol y de viento, no pudo evadir los plomazos mucho más rápidos, que lo atajaron ya en la sombra de la piedra del Niño Bendito. Nunca llegó a resguardo. Ella estaba lejos aún, y su vestido de ribetes azul cielo le retenían las zancadas de animal en fuga que hubiese querido dar, estaba lejos, aunque no demasiado, porque oyó los disparos y lo vio después desmoronarse, lo vio acurrucarse, hacerse un manojo de hombre ya más del otro que de este mundo, ahí mismo, a la sombra de la piedra.
El suspiro que salió como un pájaro circunda todavía la loma, roza los árboles y toma rumbo hacia la casa detrás de los chilcos de sépalos rojos, completamente sola con los ojos llenos de luna, aún reposada su cabeza en la hierba y su mano blanquísima sobre la piedra. Le cuesta enderezarse, mastica todavía la última punta de su memoria. Volverá a la piedra del Niño Bendito cada noche hasta que se desmenucen todos los recuerdos de todos los muertos y también de algunos vivos.