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EL DICIEMBRE EN QUE CASI MUERO

Antony Sampayo

Yo estuve a pocos pasos de ser famoso. O, para ser precisos, partir de este mundo con gloria. Mi muerte hubiera gastado montones de tinta y de labia en los Medios.

Puedo decir, a boca llena, que mi defunción habría hasta enorgullecido a mis compatriotas, ya que de seguro hubiera ocupado uno de los diez primeros lugares en una prestigiosa lista, nada menos que la de Mil maneras de morir, y convertirme así en el primer colombiano en estar allí.

Fue un veinticuatro de diciembre, tipo cuatro de la tarde, cuando caminaba en dirección a casa de mi madre. Acababa de recibir el sueldo y había invertido una buena parte para estrenar vestimenta de pies a cabeza, y la lucía con orgullo. De repente solté un bostezo “desprende quijada”, en el preciso momento en que un ventarrón apareció de la nada, arrastrando arenilla y hojas secas, y una de estas últimas ingresó con fuerza y rebeldía a mi boca. 

El asunto fue tan vertiginoso que cuando quise comprender la gravedad del hecho la hojuela estaba atascada en mi garganta. La brisa cesó y dio paso a la angustia. Mi cuerpo reaccionó con la primera arma que cuenta el organismo para resolver situaciones de esta índole: un acceso de tos seca, y resultó tan fuerte que mis rodillas se doblaron y las palmas de mis manos fueron a dar al suelo.

Un par de minutos tosiendo no fue suficiente para deshacerme de la intrusa y, por el contrario, empecé a experimentar náuseas y vomité en seco. La maldita hoja se resistía a abandonar mi humanidad. Angustiado, introduje un dedo en mi garganta en busca de forzar un vómito de verdad, mas fue en vano; la cuestión pintaba demasiado seria. 

Varios transeúntes, que se percataron de la zozobra que me invadía, se aproximaron en forma veloz y fui acosado por cientos de preguntas que no pude responder, ya que de mi boca solo brotaba un aullido inaudible que acrecentaba la carraspera. Alarmado, comprendí que mis cuerdas vocales estaban paralizadas. Algunos empezaron a conjeturar… «¡Es un ataque cardíaco, miren el color morado de su rostro!», y de inmediato llovieron soluciones: «¡Hay que golpear duro en su pecho!», recibí decenas de golpes que ignoro cómo no lograron sacarme la hoja o el corazón por la boca.

Los transeúntes, que segundo a segundo crecían en número, se miraban los unos a los otros demostrando perplejidad al comprobar que yo no reaccionaba de forma positiva al “tratamiento”, por lo que otro presente, un anciano, dedujo: «¡Es un ataque de epilepsia!», y al instante varios brazos se apuraron en acostarme boca arriba y después comenzaron a estirar, sin delicadeza, mis extremidades y dedos. El anciano advirtió: «¡Pronto, agarren su lengua, no vaya ser que se la muerda o se la trague!»; fue asqueroso, un par de tipos sucios de cemento, probablemente albañiles, y con unas uñas largas y llenas de mugre cumplieron la misión, casi me la trozan, en vano traté de impedir que me tocaran, puesto que muchos me tenían maniatado. Un sabor salobre se adueñó de mi paladar.

En este punto deseaba ser abandonado a mi suerte, porque más era el daño que recibía de parte de los presentes que la ayuda que recogía, y dado que de mi boca no brotaba ni aire, lo único que restaba por hacer era despepitar los ojos con odio para que comprendieran que lo único que yo deseaba era que se alejaran, que me dejaran morir en paz; y todo era inútil, estaban poseídos por el espíritu de la solidaridad, y eso las hacía actuar como locos.

Una voz femenina, con matiz masculino, intervino. «¡Abran paso, no busquen más, ese hombre lo que tiene son fuertes calambres en el cuerpo, miren como pone los ojos; yo me encargo, soy masajista!, ¿alguien posee alcohol?», a pesar de la caótica situación en la que me hallaba, suspiré, “solo eso me faltaba”, empecé a rogar que el dichoso masajista solo agarrase lo que debía agarrar, pues yo estaba en completo estado de indefensión y poco podía hacer si él decidía propasarse con disimulo. Un tipo con paso vacilante se acercó y, con una voz propia de un beodo, estiró una botella, advirtiendo: «¡No te la gastes toda, que me tiene que durar hasta mañana!». El masajista hurgó en mis bolsillos y extrajo la cartera, sacó un par de billetes y lo extendió al borracho, regresó la billetera a su lugar y tomó el frasco y la vació sobre mí. Luego, con los puños, golpeó con fuerza y en forma rítmica en todo mi cuerpo; yo balbuceaba producto del dolor que me ocasionaba y por la hoja seca que no dejaba de lastimar las paredes de mi garganta.

El aire empezó a escasear en mis pulmones y trajo como consecuencia que yo respondiera con una incontrolable convulsión. Una dama del grupo conjeturó: «Esos son los síntomas de la sofocación, a mi tío Carlos se lo llevó de este mundo una igual, deben desnudarle sin pérdida de tiempo». Palidecí al ver como una marea humana comenzó a arrancar sin control mis prendas nuevas, y pataleé sin cesar para evitarlo. Sufría al comprender que mis partes íntimas quedarían expuestas al público, no dudaba de que mi hombría, a consecuencia de los males que yo estaba padeciendo, debía encontrarse encogida y eso acarrearía, sin duda, que las féminas del barrio terminaran llevándose una mala impresión, y ello me haría perder encanto cuando desease intentar tirar una cana al aire en el sector.

En segundos quedé desnudo por completo, y avergonzado. No podía hablar, pero ver, sí, y percibí que un par de chicas pelirrojas se abrieron paso a empujones y clavaron su vista en mi decaído pájaro e hicieron un gesto de decepción; una de ellas opinó: «¡Ay no, ese pobre infeliz nada hace con vida!». Les lancé una mirada de reproche; por lo visto a muchas chicas solo les gusta que el hombre se mantenga erguido todo el tiempo. El masajista, que tampoco perdía detalle, se quería tragar el pájaro con la mirada, e intervino en mi defensa: «¡No sean ignorantes, parece que solo están acostumbradas a verlo parado, es que eso se encoge con el frío y también con el miedo, más pequeñas las he tenido en las manos y luego que las estimulo se ponen furiosas y crecen una barbaridad!».

El público prorrumpió, compungido, al percatarse de que, en lugar de mejorar, empeoraba. Mis reservas de oxigeno estaban en lo mínimo y mi vista se nubló y quedé rígido en el piso. Oí voces adoloridas que anunciaban que yo acababa de morir, muchos se lamentaron por no haber podido hacer algo a mi favor. Algunas mujeres empezaron a rezar, arrodilladas, se oyeron cientos de “amén”. De todos modos, suspiré aliviado porque a ninguno de la muchedumbre se le ocurrió suponer que yo padecía obstrucción intestinal.

Una nueva voz recordó que lo único que faltaba por hacer para salvar mi vida era proporcionarme respiración boca a boca. Un silencio se apoderó de la concurrencia. Los hombres bajaron la vista; menos mal, porque estaba dispuesto a sacar fuerzas de donde no las tenía para escupir en la cara del primero que lo intentase. Sin embargo, una muchacha muy hermosa fue la que dio un par de pasos adelante y reclamó a la concurrencia: «¡Este pobre hombre se muere, ¿y nadie hace algo al respecto?! ¡Mojigatos! ¡Yo le daré la respiración boca a boca!». Caminó en forma pausada hacia mí, parecía que la hubieran sacado de una prestigiosa pasarela solo para darme vida. Su cuerpo era espectacular y no lo pude resistir, mi hombría se desenrolló a velocidad increíble y alcanzó su verdadero tamaño, y creo que un poco más del que yo le conocía. Los presentes lanzaron un grito de sorpresa, algunas mujeres se taparon el rostro. El masajista exclamó con júbilo: «¡Se los dije, se los dije, que Dios nos ampare cuando uno de esos pájaros taimados coge vuelo!». Y las dos pelirrojas que antes me despreciaron soltaron a coro: «¡Por favor, de prisa, un tipo así no debería morir nunca!». No obstante, a la chica voluntaria no le gustó verme así, pues se agachó y me propinó una fuerte cachetada, al tiempo que expresaba: «¡¡Sinvergüenza, al borde de la tumba y pensando en esas cosas; púdrete!!». Y abandonó el sitio a paso veloz, aunque mi virilidad tardó varios segundos para resignarse.

Me sentí perdido, mi muerte era inminente. Distinguí entre brumas a una señora de mediana edad que llegó apoyada en una muleta y que reveló el verdadero motivo de lo que me aquejaba. Contó que desde su casa vio cuando una hoja seca entró a mi garganta, pero que no llegó antes porque no encontraba su muleta, y no había más nadie con ella en el hogar.

La nueva ayuda no se hizo esperar, fui colocado de inmediato boca abajo y, a pesar de que agonizaba, temblé, no es una posición muy adecuada para un hombre desnudo e indefenso que desee conservar su dignidad. Pataleé para que cubrieran mis nalgas y también para que por ningún motivo se les ocurriera separar mis piernas, pero un hombre de edad avanzada me golpeó con un bastón y ordenó: «¡Quédate quieto, que lo hacemos por tu bien!». Vencido, casi moribundo, me relajé. Aunque cuando descubrí de nuevo entre el público, en segunda fila, al masajista que no despegaba su vista vidriosa de mi trasero y que trataba de abrirse camino para acercarse, manoteé y expresé, aterrorizado, en silencio: «¡No permitan que ese tipo ponga una mano encima de mí, algunos salen ‘ambidiestros’!», y, como si hubiera sido escuchado, nadie le cedió el paso, lo oí pronunciar: «¡Mijo, yo con unas nalgas semejantes a las de ese moribundo me daría la gran vida; eso sí, las mantendría rasuradas, porque esas se parecen a las del Hombre lobo!».

Recibí múltiples manotazos en la espalda, y todos, esperanzados, pendientes de que la hoja brotara de mi garganta, solo se escuchaba: «¿Nada? ¡Nada! ¿Nada? ¡Nada!». La dama de la muleta intervino de nuevo y dijo «Fui a la casa a por esta jarra, creo que será suficiente, abran su boca». Por el olor a cemento que llegó a mi nariz comprendí que los albañiles que casi se llevan mi lengua aceptaron el trabajo sucio otra vez y experimenté nauseas que no llegaron a buen término. Mi boca fue espernancada con violencia. Sentí que por mi esófago bajó un helado y caudaloso río que hubiera ahogado a un camello, y cuando proclamaron que la jarra ya estaba vacía me levanté tosiendo, ¡santo remedio!, la hoja seca había pasado a mejor vida. Muchos aplausos atronadores y vítores inundaron el sector.

Mi ropa nueva no apareció, tampoco la billetera, así que debí caminar las quince calles que me separaban de la casa de mi madre como Dios me envió al mundo, y cruzando las manos sobre mi integridad. La gente que encontraba al paso no cesaba de insultarme y de amenazarme con la policía, algunos hasta me hacían correr arrojándome piedras y palos. Mi esposa nunca creyó la historia, y aún no la cree, siempre ha dicho, cual perro me considera, que enamoré a una desconocida y esta me drogó para hurtar mis pertenencias. Fue inútil tratar de convencerla, el olor a ron que despedía mi existencia no me favoreció.

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4 comentarios en «El diciembre en que casi muero»

      1. JAVIER ENRIQUE GARCÍA MEJÍA

        Excelente relato, muy divertido, mientras más se leé, más se quiere seguir leyendo… Afectuoso Saludo Antony Sampayo de parte de JAVIER GARCÍA, tú amigo de juventud… FELICITACIONES por ese gran talento.. Un gran abrazo

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