Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
El Aleph, Jorge Luis Borges.
Escuchaba ahora un ruido parsimonioso, una especie de murmullo de ramas consumidas por un lento fuego. Nunca tuvo antes ninguna dificultad auditiva, ningún dolor o pérdida de agudeza por taponamientos en sus conductos. Quizá, alguna vez, un momentáneo enmudecimiento cuando sumergía su cabeza en el agua.
Ahora su oído izquierdo apenas captaba el rumor exterior, zumbidos suaves, murmullos entreverados, como agua corriendo por las rocas. Desde aquel sonido envuelto en algodones y arrastrado por corrientes de lechos donde abundan las rocas redondas que no seden a las corrientes ni a los cuerpos extraños que ruedan en el fondo, llegaba de cuando en cuando una especie de sonido que le recordaba un nombre, era como una gota que golpeaba desde lo alto, quizá desde un techo de viejas tejas, el piso de cerámica. Y el goteo o el nombre —le parecía al menos— formaban un indicio muy triste de una frase. Pero quizá más que el sonido de una gota estrellándose en el piso de cerámica o cemento, o en las hojas secas bajo el árbol de frutos amarillos, era como el roce del agua con los fragmentos invisibles que flotan a merced del viento, y que de pronto suenan, con una sustancia insospechada. Lo peor era que estaba convencido que se trataba de un nombre y no otra palabra cualquiera, de esas que designan atributos o lugares.
Una noche, desde el oído enmudecido oyó un golpe de vidrio sobre algo metálico, un puñal pegando levemente una copa, tal vez, y recordó el sueño… En una parada de autobuses, muy probablemente en los tiempos de la guerra, un niño de ojos muy alertos le susurró algo al oído. Luego el infante tomó la forma de un gato blanco con manchas marrón que cruzó lentamente la calle. Trató de no olvidar lo dicho por el niño. Supo en algún momento que era un sueño, y concentró su fuerza mental en recordarlo. Cuando despertó, el susurro del niño aún permanecía en su oído izquierdo, y por más inverosímil que pareciera, tomó nota en un papel. El pequeño le había dicho: Conozco el nombre del Demiurgo, el nombre oculto del hacedor, no el nombre del Dios cifrado por los hombres, me refiero al nombre del que ha hecho. Está en la roca sobre la curva negra, aquella con forma de oreja de asno.
Semanas después del sueño y del comienzo de la sordera, por una carretera de poco uso paralela a la línea de la costa bajo el incendio rabioso del sol de verano, entrevió a lo lejos la curva, no la roca profetizada sino la curva negra; al parecer un trivial incendio forestal había manchado de un gris oscuro los bordes de la vía. Aparcó el auto, descendió unos pocos pasos por la ladera de arbustos bajos y chamuscados. Entre la aglomeración de escombros vegetales consumidos por el fuego, vio una mata de agapanto, con sus flores azulosas sin una brizna de ceniza. Junto a la planta estaba la roca con forma de oreja de asno del tamaño de una mano, la tomó como quien apresa a un bello y sinuoso animal. Era una roca sólida, de un gris pálido y sombrío, no tenía ninguna marca o símbolo. Pensó en los antiguos acertijos, en los enigmas de la hermosa Turandot y su corazón de hielo, en aquello que trepida cálido y rojo, pero no es el fuego. Ya en la soledad de su cuarto con la roca en su dorso, caviló en el fuego, en sus llamas ardientes, en cómo se sosiega. Al amanecer decidió arrojarla a un riachuelo cercano; cuando cayó sobre el agua, como un leve golpe de vidrio sobre metal o viceversa, la roca reveló su secreto: el nombre oculto del Demiurgo. Descubrió con justo asombro que, en aquel minúsculo sonido como la punta de una daga, estaban contenidos todos los sonidos cercanos. No tenía alteración alguna en la potencia auditiva, había cambiado su agudeza para discernir cada suspiro, cada golpe de arena o mínima roca, el murmullo de una boca desconocida, los pequeños estallidos bajo los neumáticos en el asfalto, el ronroneo de los gatos en el jardín al final de la cuadra, pestañeos, rascaduras, el cierre relámpago que baja y sube, el tic tac del reloj con agujas, el giro de las bisagras, pequeños quejidos, gritos blandos, golpecitos en la pared, micciones de extramuros, flatulencias intramuros, escuchaba cada pulsación de sus venas, el viscoso viaje de su sangre por los recónditos vasos de su cuerpo, poco a poco se daba cuenta que oía el tremolar de la energía en su cabeza, relámpagos minúsculos en las cavidades. Entendió que podía escucharse, oyendo todo en ese momento como un espejo frente a un espejo, y entonces supo cuál era el arcano nombre del Demiurgo; su nombre es innombrable, pues todos los sonidos lo nombran y todos los nombres son el suyo y ninguno lo es.
A pesar del ulular del viento que me acosan desde el mar, pude escuchar en tu magistral obra EL SECRETO SONIDO DEL FUEGO, gracias por dejarnos conocer tus obras a través de esta importante editorial como lo es PAPEL Y LAPÍZ.