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CEIBOTE

José Omar Parodi

A las cinco de la tarde, después del tedio y el calor de un viaje casi interminable, llegó a Fonseca. Horas atrás había dejado a Mompox y solo de allí recordaba su condición de ser el primer pueblo liberto de América y el epitafio: “Aquí confina la vida con la eternidad, que tiene el pórtico del cementerio. Esa frase, desde niño, lo había hecho despertar sobresaltado, en las noches frías, con las vísceras entumecidas, como cuando se lanzaba al río Grande de la Magdalena, desde un gigantesco árbol. Él no admitiría nunca que era por miedo.

Efraín, como su padre lo hizo nombrar, miraba perplejo la plaza de Fonseca, viendo caer el aguacero con truenos y vendaval, que hacía volar las gotas horizontalmente. Esa tarde, supo que el agua era su principio y temía muy en el fondo de sus recortados huesos que esa sabiduría de Tales, marcara también su final. Con su maleta al hombro y los pantalones a la altura de las pantorrillas, le tocó correr, sorteando charcos que eran como jagüeyes, hasta la primera casa que pudo visualizar, extasiado y asombrado por los higuitos que acababa de ver y el recuerdo imperecedero de los algarrobillos de Barranco de Loba.

Era la única vivienda que conservaba intacta la arquitectura del siglo XIX y, por mera coincidencia, en esa estructura de adobe, cañabrava y zinc, vivía su tío Jesús. Justo en la salita del consultorio del tío, fue donde paladeo por primera vez un escocés de contrabando, traído por trochas desde los puertos del desierto. Esa parranda terminaría a los siete días, al no quedar gallinas en el patio, ni efectivo en sus bolsillos. Esa misma tarde, después de la juerga, salió a caminar sin rumbo, guiado más por un sinsentido de seguir despierto, que por una razón suficiente para mantenerlo en la calle. Mientras deambulaba se topó con el cementerio y fue cuando conoció la Ceiba bicentenaria, a la cual, para poder medir su tronco, tuvo Efraín, que abrir diez veces sus brazos. Minutos después de hacerlo, volvió a sentir sus tripas apisonadas, como en las noches frías en Los Portales, donde vivía La niña Conchita Gutiérrez de Piñeres, allá en Mompox.

Su condición natural de agricultor, le permitió aprovechar las tierras dejadas por su padre, y con algunas buenas cosechas de algodón pudo comprarse una Ford Ranger. Por otra parte, era un neto dirigente, por lo menos así lo demostró frente al partido del cual formaba parte de manera apasionada. Le dieron la oportunidad de ser Alcalde (cuando aún se nombraban a dedo), muy a pesar de esto, las parrandas mantuvieron su vigencia, solo porque las borracheras lo alejaban a él, a su tío Jesús y a su primo Laudelino de las penas de amor y de la frustración porque un líder político departamental, con apellido de origen libanés y de partido contrario, se mantuviera desde hacía veinte años en el poder y, que las condiciones “de poner a votar hasta a los muertos de hacía una década”, demostraran que podía permanecer mucho tiempo más allí, así como el Ceibote de en frente del cementerio.

Algo inesperado les sucedió, a su tío Jesús le dio un infarto y murió minutos después en el hospital; fue terrible eso para ellos, aunque el suceso no les impediría seguir bebiendo. De hecho, esa misma noche, después de haber visto sepultar a su tío, en la bóveda superior derecha del mausoleo familiar, Efraín y Laudelino se emborracharon con “chirrinchi”, un ron artesanal obtenido de la miel de caña fermentada, para que les diera hambre, ya que desde el incidente del tío Jesús, no probaban bocado. Esa parranda terminó en la finca de Efraín, donde se tomaron un sancocho de pato. Al regreso, a eso de las once de la noche, la lluvia ocultaba la carretera y se filtraba por las ventanillas de la camioneta. El agua otra vez, le recordaba que su vida seguía acompañada por el líquido vital e irremediablemente, sin su sospecha, estaría allí a la hora final. En ese viaje lento, Efra y Laude, cantaban: “No vale nada la vida, la vida no vale nada, llorando comienza y llorando termina…” Cuando llegaron a la plaza, de manera intempestiva Efraín cruza hacia la derecha, tomando la vía hacia el cementerio y Laudelino no se percató, ya que se había quedado dormido. En medio de su borrachera pretendía tumbar, con una embestida, al Ceibote que estaba al frente del camposanto.

Laudelino despertó por el zumbido de un cambio forzado y el zigzagueo del carro y alcanzó a guindársele al timón para evitar la colisión. Sin embargo, terminaron atollados en una acequia que había al lado del gran árbol y Efraín, gritó sobre el capó: ¡Un día de estos te tumbo, maldita sea! ¡Un día de estos caes!

El tiempo pasó y una noche, en la terraza de su casa, cerca a la plaza del libertador, compartía unos tragos con los amigos de siempre y a lo lejos se escuchaba el sonido del acordeón y la voz de un cantante de vallenato. Su corazón se había debilitado por las parrandas y por el asedio de la mala situación. Después de tomarse un trago de güisqui, sintió otra vez su asadura en frigorífico y con la llovizna pertinaz de una noche de agosto, saboreó el olor mojado de la nostalgia. Con el otro trago, aún más amargo, quedó tendido; sus ojos vítreos permanecieron abiertos. Minutos antes de morir, en esa vía eterna hacia el hospital, recordó el empedrado de La Albarrada y al Ceibote del cementerio.

La tarde del entierro llovía de forma irregular más bien frenética, y caían del Ceibote, al paso del sepelio, semillas volátiles sobre el ataúd. Mucho tiempo después, terminada la misa de aniversario del fallecimiento de su padre, la hija mayor visita, por primera vez después del funeral, la tumba de Efraín. Se da cuenta cómo, desde una grieta imposible, empieza a erguirse una ceiba bonsái. Muy a pesar, no sospecharía nunca, que solo en esa vía etérea hacia el hospital, su padre reconocería que ese frío que entumecía su abdomen, desde mucho antes de llegar a Fonseca, había sido por amor.

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